¿Se encamina Estados Unidos a un régimen fascista? La pregunta, reiterada desde el ascenso de George W. Bush, sigue pareciendo más una bravata ideológica que una situación real. ¿Cómo demostrarlo en la nación de las libertades civiles (independientemente de su historial imperialista, que es otro asunto), donde la igualdad de oportunidades, aún con matices graves, […]
¿Se encamina Estados Unidos a un régimen fascista? La pregunta, reiterada desde el ascenso de George W. Bush, sigue pareciendo más una bravata ideológica que una situación real. ¿Cómo demostrarlo en la nación de las libertades civiles (independientemente de su historial imperialista, que es otro asunto), donde la igualdad de oportunidades, aún con matices graves, rifa; una sociedad multiracial constituída por inmigrantes de todo el mundo? Para minorías, una: los nativos americanos, los pieles rojas de las películas.
El referente habitual es la Alemania nazi por razones casi obvias, al menos en términos de vocación imperial. Aquí empiezan los problemas de la transpolación, pues la diferencias pesan tanto como las similitudes. Alemania nunca fue mayor que alguno los más extensos entre el medio centenar de estados de la Unión Americana. Aquella Alemania no era una democracia bipardistista, sino una dictadura militar, si bien movilizaba el apoyo de la población de una manera mucho más eficaz de lo que actualmente permite la apatía política del estadunidense medio. Alemania predicaba el bien para sí; Estados Unidos promete el bien para toda la humanidad desde una presunta autoridad ética que a los hitlerianos no les importaba ni como apariencia.
Esta «autoridad humanitaria» permitió a Estados Unidos arrasar las ciudades de Alemania al fin de la Segunda Guerra, en un escala incomparable a lo visto después en Irak, Vietnam, o cualquier otra de las guerras americanas, y sólo superada por la devastación atómica de Hiroshima y Nagasaki. Notablemente, dicha «autoridad» no le fue discutida nunca por los pueblos alemán y japonés.
Es particularmente revelador el «olvido» colectivo de los alemanes contemporáneos de aquel «castigo ejemplar» del cual Kurt Vonneguth ha dado testimonio en ‘Matadero Cinco’. El último libro de W.G. Sebald (1944-2001), el gran escritor alemán de fin de siglo, ‘Sobre la historia natural de la destrucción’ (1999), escudriña esta increíble laguna mental del pueblo alemán mediante lo que parece una revisión crítica (demolicion, por cierto) de la literatura de posguerra, al menos en lo tocante a un tema que hasta ahora permanece oculto. Y que, como quiera, consistió en un colosal crímen de guerra de los aliados contra la población civil.
/¿Heil Bush?/
Como nunca antes, es difícil saber quién gobierna actualmente Estados Unidos. Y esto, sin contar la obsesiva demostración que ha hecho el historiador John Nichols de que el «verdadero jefe» del gobierno es el vicepresidente Dick Cheney. (Un chiste recurrente en las manifestaciones antibush dice: «a bush and a dick=we’re fucked» (en sentido coloquial: «un coño y un pito=estamos jodidos»).
Para fines descriptivos, baste saber que el presidente nominal de Estados Unidos es (todavía) George W. Bush. Lo rodean el «general» civil Donald Rumsfeld, el magnate petrolero ‘Dick’ Cheney, el mariscal ideológico Karl Rove, y los halcones de rango medio Colin Powell, Paul Wolfowitz, Condoleeza Rice (negro y judíos ya caben), y la ultraderecha que representan John Ashcroft, Tom Ridge, James Baker y otras excelentísimas personas.
La hasta cierto punto irrelevante irrupción del popular Arnold Schwarzenegger como figura política disparó el interés en los antecedentes familiares de la élite política de Washington, no como genealogía incómoda sino como proyecto vigente. Con más ansiedad que entusiasmo, los periodistas Bob Fitakis y Harvey Wassserman, de Free Press, resucitaron viejos datos y nuevos hallazgos documentales que resumieron como sigue: «El abuelo de George W. Bush ayudó a financiar el partido nazi, y el abuelo de Karl Rove participó en la conducción de dicho partido, y de manera directa, ayudó en la construcción del campo de exterminio de Birkenau. A nadie extrañó pues que impulsara para gobernador de California al hijo de un tal Gustav S., voluntario de los camisas pardas que llegó a capitán y participó en la ‘Noche de los cristales rotos’ y otras célebres tropelías del nazismo en ascenso durante los años 30» (‘Counterpunch’, 6 de octubre de 2003). Esto, sin contar las favorables opiniones que alguna vez emitió el propio actor-gobernador acerca de Adolf Hitler.
En 1994, Mark Aaron y John Loftus establecieron en ‘La guerra secreta contra los judíos’ que George Herbert Walker fue uno de los más importantes respaldos de Hitler en Estados Unidos. Inyectó dinero para el joven fascista a través de Union Banking Corporation. Tan lejos como 1926, este Walker (descendiente del filibustero Walker que asoló Centroamérica en el siglo XIX) se las arregló para poner a su flamante yerno Prescott Bush como vicepresidente de la compañía W. A. Harriman. Prescott Bush se convirtió en socio de la empresa cuando ésta se fundió con Brown Harriman Company, y en 1934 llegó a la junta directiva de Union Banking, que respaldó el asenso del partido nazi alemán y financió el inicio de la segunda guerra mundial.
E. Roland Harriman (hermano del futuro y prominente gobernador de Nueva York Averrel Harriman) era jefe de Prescott Bush y socio de los aristócratas Thyssen-Bornemiza (quienes romperían con Hitler en 1938; los amigos americanos ‘nunca rompieron’ con los nazis). Como ha señalado Johnatan D. Salant, estas amistades no impidieron que el abuelo Bush fuera electo senador por Connecticut en 1952 y se le considerara «presidenciable».
El 31 de julio de 1941, el gobierno de Franklin D. Roosvelt congeló 3 millones de dólares de Union Banking destinados a Fritz Thyssen, padrino económico de Hitler. De acuerdo con Loftus, «los amigo en Nueva York de Thyssen eran Prescott Bush y Herbert Walker», padre y abuelo, respectivamente, de quien dirigiría la CIA en los 70 y en la década siguiente gobernaría Estados Unidos (durante 12 años, aunque sólo cuatro como presidente formal): George Bush.
El 20 de octubre de 1942, el gobierno de Estados Unidos ordenó el retiró de todas las operaciones financieras del régimen hitleriano en Nueva York, a cargo de Prescott Bush, y expropió Union Banking a través del Acta sobre «tratos con el enemigo». La liquidación retribuyó a Bush y Walker con unos pobres 750 mil dólares por cabeza.
El 25 de septiembre de 2004, el diario inglés ‘Guardian’ documentó nuevos detalles. Thyssen, dueño de la más grande empresa de acero y carbón de Alemania, se enriqueció gracias al rearme hitleriano. Uno de los pilares de la red corporativa internacional de Thyssen, Union Banking Company, trabajaba en exclusiva para el banco holandés Handel, controlado por Thyssen (Rotterdam y Suiza eran las Islas Caimán del momento). Más inquietantes son los vínculos de Prescott Bush con la Compañía Consolidada Acerera de Silesia, propiedad de Thyssen. «Durante la guerra, ésta empresa, ubicada en la frontera germano-polaca, recurrió a la fuerza de trabajo de los esclavos de los nazis en los campos de concentración, incluído Aushwitz» dice el ‘Guardian’.
En 2001, Kurt Julius Goldstein y Peter Gingold, sobrevivientes de Aushwitz, demandaron al gobierno de Estados Unidos y a la familia Bush por 40 millones de dólares, en compensación por haberse beneficiado del trabajo esclavizado de los reclusos. El caso fue desechado por razones de «soberanía del Estado». No obstante, estos octagenarios han recurrido a la Corte Internacional de La Haya y esperan veredicto.
Libros posteriores revelan con exhaustivo detalle el lavado de dinero nazi de Bush y Harriman. Michael Kornish descubrió estas ‘liassions dangeréuses’ en ‘El ascenso de la dinastía Bush’, publicado por el Boston Globe. Por su parte, Loftus demostró que Prescott Bush sirvió «a sabiendas» como lavador de dinero de los nazis, y recordaría que sus libros contables fueron congelados por la U. S. Alien Property Custodian en 1942, si bien fueron devueltos a la familia Bush en 1951.
Fitakis y Wasserman señalan que las relaciones de los Bush con exnazis después de la guerra han sido ignoradas, pero existen. Esto, a pesar de que hoy prolifera una verdadera industria editorial sobre la familia del presidente estadunidense, y ésta sostiene que el abuelo no «simpatizó» con la ideología nazi. Hasta se opuso al macartismo de los cincuenta (aunque habría que conocer los motivos: también se ha documentado que Prescott Bush hizo inversiones con José Stalin). La familia Bush autorizó recientemente el libro de Mickey Herskowitz ‘Deber, honor y país’ (que será publicado por Rutlege Hill Press), biografía apologética de Prescott Bush que, en apenas un par de páginas, niega que el ilustre abuelo haya hecho negocios con los industriales nazis.
La historia no queda allí. John Foster Dulles, quien sería secretario de Estado con Eisenhower, trabajó con Prescott Bush en las operaciones de lavado de dinero nazi en Harriman Company. Al respecto, se ha comprobado la compra de ocho millones de dólares en oro para los nazis, y al menos el embarque de 3 millones hacia Alemania antes de y durante la guerra. Allen Foster Dulles (hermano de John) sería director de la CIA. Y entonces aparecen las conexiones de la CIA. Martin Lee documentó en ‘El despertar de la bestia’ cómo los servicios de inteligencia de Estados Unidos reclutaron numerosos agentes nazis de alto nivel para espiar a la Unión Soviética durante la Guerra Fría.
En 1988, el llamado Project Censored probaba a qué grado los medios de comunicación ocultaron, ignoraron o minimizaron al menos diez reportajes que ponían en duda la candidatura presidencial de George Bush padre, quien desde su primer «encargo» en la CIA del «amigo» Dulles, en 1963, hasta la víspera de su ascenso presidencial 25 años después, mantuvo vínculos eficaces con una red antisemita de filiación nazi.
El reportero Russ Bellant logró establecer los vínculos entre el partido Republicano y antiguos nazis protegidos por Estados Unidos. En los ochenta, Bob Grossman acuñó el término ‘friendly fascism’ («fascismo amigo») para esta corriente no tan oculta de los republicanos. En 2000 y 2001, la revista ‘Columbus Alive’ documentó los nexos del expresidente Bush con la secta de Sun Myung Moon y sus propias redes fascistas en Japón y Corea del Sur.
/Lo indeleble en Rove/
Toca el turno a Karl Rove, quien opera para George W. Bush desde los años de Texas. No es ocioso pensar en el mariscal Joseph Goebels. Considerado el «cerebro» de George W.Bush (y existen indicios de que necesita uno), Rove estuvo a punto de quemarse cuando descobijó como agente de la CIA a Valerie Palme, esposa del embajador estadunidense en Nigeria Joseph Wilson, en represalia por la «ineficacia» de Wilson para demostrar que Saddam Hussein compró material nuclear al gobierno nigeriano. Esto, cuando Bush aún buscaba pretextos para invadir Irak.
El propio Wilson, así como Al Martin, teniente coronel de la US Navy, sostienen que el abuelo de Karl Rove fue Karl Heinz Roverer, ‘Gaultier’ de Odenburg, y Reich Statthalter (jerarca del partido nazi) en esa región de Alemania en los años 30. Era también socio e ingeniero en jefe de la compañía Roverer Sud-Deutche Ingenburo, constructora del campo de exterminio de Birkenau donde decenas de miles de judíos, gitanos y disidentes fueron exterminados.
Nuestro Karl Rover vivía en Utah antes de saltar a la Casa Blanca y los salones alfombrados de Pensylvania Avenue. Afiliado a la iglesia mormona, es considerado el «ingeniero» de la actual «administración Bush». Constructor y destructor de reputaciones, Rove ha protegido su genealogía con similar éxito a su invención de Schwarzennegger o la apropiación de Texas por los republicanos mediante una redistritación electoral a la que ni el PRI mexicano se hubiera atrevido en sus años de esplendor. Esto, para no mencionar el golpe de Estado desde Florida en 2000.
Una oportuna migración a Norteamérica le permitió a Rove cambiar de nombre y borrar las huellas visibles. Pero hay rasgos indelebles que escapan a los mejores zorros. Algo acaba siempre por traicionarlos. Un desliz memorable lo prueba. Bob Woodward refiere en su libro ‘Bush en guerra’, la siguiente escena:
Poco después del 11 de septiembre de 2001, George W. Bush llegó al Yankee Stadium vestido de bombero y lanzó la primera pichada. La multitud rugió al unísono con encendida emoción. Miles de fanáticos levantaron los brazos con el pulgar en alto. Karl Rove, sentado en el palco de George Steinbrenner, propietario de los Yankees, celebró el rugido de la masa. «Parece un mítin nazi», dijo, sí, emocionado. Que lo diga, ironizan Fitakis y Wassserman, y antes Woodward. Y nosotros, sin aliento, con ellos.
Llegados a este punto, la pregunta inicial (¿se dirige Estados Unidos a un fascismo?) no tiene aún, por fortuna tal vez, respuesta definitiva. La construcción de un consenso televisivo para manipular a las masas con miedo y sentimientos patrióticos bastante primarios ha sido magistral. El esquema mercenario de Fox News arrastró a las demás televisoras, por razones de mercado cuando menos (si bien CNN en particular ha resultado una suerte de paraestatal del Pentágono).
Hoy no se promueve una raza ni una filosofía corrompida, sino una idea de mercado. Si el grupo de Bush captura otra vez el corazón de su pueblo, el avance del nuevo fascismo seguirá adelante. Queda el otro síntoma preocupante. Según analistas europeos, la Rusia de Vladimir Putin se dirige al fascismo. Quizás otro. Quizás el mismo. Sobre todo si consideramos que el enemigo que sostiene a los poderes de Washington y Moscú es el fascismo radical de los grupos islámicos que a su vez captura el corazón de millones de personas en la mitad del planeta: un fenómeno nuevo, sin país preciso ni domicilio conocido, y con el arma más temible de todas, el resentimiento. Es hora de leer otra vez ‘El hechizo’ de Hermann Broch, el mejor retrato que se ha hecho de cómo nace y estalla el fascismo sin control entre la gente común, y la corrompe.
Es innegable (¿y suficiente?) el efecto de un movimiento social que busca «detener» a Bush, por dentro y por fuera del partido Demócrata, y que teme que los bushianos nunca aceptarán irse de la Casa Blanca por las buenas. Un dato esperanzador, para no terminar tan gacho este alegato. Un sector importante de la industria del entretenimiento, fundamental en un país educado en ella, ha decidido ir a contracorriente. ¿Podrán las movilizaciones callejeras y por Internet, la oposición de la Fábrica de Estrellas y el sentido común revertir la hipnosis colectiva del país cuyo gobierno comanda y administra la fuerza militar más poderosa que ha existido?