«Es terrible el precio pagado por África y los africanos al desarrollo de la humanidad. Un precio pagado sin recibir nada a cambio. Nuestra es la sangre que ha alimentado las raíces del capitalismo, provocando y consolidando nuestro subdesarrollo» (Thomas Sankara, presidente de Burkina Faso, 1983-1987). Desde el principio de su gobierno, el país […]
Desde el principio de su gobierno, el país más pobre de África adoptó una posición contundente sobre la cuestión de la deuda externa, que estrangulaba las ya débiles y miserables economías africanas. En 1983, año de la revolución encabezada por Sankara, la deuda del antiguo Alto Volta asciende a 398 millones de dólares, o lo que es lo mismo, el 40% del PIB. Cuatro años más tarde, este valor se duplica. El líder tanzano Julius Nyerere, que en 1983 era presidente de la OUA, declaró: «El peso aplastante de las deudas africanas actualmente es intolerable. No estamos en condiciones de poder pagar. ¿De verdad tenemos que dejar que nuestra gente muera de hambre para pagar las deudas?». La deuda quita los escasos recursos postcoloniales y contribuye a perpetuar la pobreza, cada vez más extendida. Muchos países africanos se ven obligados a gastar hasta un tercio de su PIB para devolver los préstamos, descuidando aspectos como la educación y la sanidad de sus poblaciones. En palabras de Thomas Sankara, «la deuda, en su forma actual, es una reconquista colonial organizada con pericia para que África, su crecimiento y desarrollo, obedezcan a reglas que nos son totalmente ajenas«. Y prosigue apartando las razones morales capitalistas: «La deuda no debe ser devuelta, porque si nosotros no pagamos, los dueños del capital no se van a morir, de eso estamos seguros; si, en cambio, pagamos, nosotros sí moriremos, de eso estamos completamente seguros…«.
Para los países empobrecidos por el expolio capitalista de siglos, es imposible salir de la espiral sin fin de la deuda, cada vez mayor por intereses leoninos y condiciones inaceptables. África sencillamente no puede cumplir las exigencias de los países ricos de Occidente, y Sankara va más allá cuando declara que «son ellos los que tienen con nosotros una deuda que nunca podrán pagar, la deuda de la sangre que hemos vertido«. El nuevo estado popular de Burkina Faso «no se siente responsable de la deuda que tiene, porque ya la hemos pagado con la colonización. Han exterminado a nuestras familias, han explotado nuestro suelo y nuestro subsuelo, y no nos han dejado nada«. Ese mismo razonamiento es el que expuso el gobierno del país de los soviets en octubre de 1917 cuando declaró que no se sentían responsables de la deuda contraída por la despótica Rusia zarista. Ese impago de la deuda fue vital para emprender con ilusión y esfuerzo colectivo un desarrollo independiente y soberano de la primera revolución obrera y campesina de la historia.
¿De qué deuda pueden hablar las potencias capitalistas cuando entre 1451 y 1870 cerca de diez millones de africanos y africanas, en su mayoría de constitución sana y en plena juventud, fueron llevados lejos de su tierra, privando a sus comunidades de origen de la mejor energía vital y fuerza de trabajo? Y de ellos, se calcula que un millón perdió la vida en las travesías atlánticas en los barcos negreros. El cinismo es mayúsculo: encima hablan de que es «justo» y «moral» pagar la deuda contraída con el Banco Mundial o el FMI. Sankara propone al resto de presidentes africanos crear el Frente Unido de Addis Abeba, con el objetivo de negarse conjuntamente a pagar la deuda, y para terminar de convencer a algunos líderes poco dispuestos a violar acuerdos y convenciones, les explica: «Estamos seguros que nos mantenemos dentro del respeto de la moral y de la palabra; porque nosotros no podemos tener la misma moral que los otros. ¡No existe la misma moral entre ricos y pobres! El Evangelio y el Corán no pueden servir del mismo modo a quien explota al pueblo y a quien es explotado… Tenemos que reconocer que los mayores ladrones son los más ricos. Un pobre, cuando roba, comete un pequeño delito, para sobrevivir, por necesidad; en cambio, los ricos roban los impuestos, las aduanas y explotan a los pobres».
A la vuelta de Addis Abeba declara: «Hemos apoyado con firmeza la idea de que no hay que pagar la deuda externa, porque eso sería injusto. ¿De dónde viene esa deuda? De las necesidades que los otros países nos han impuesto. Nos han empujado a la fuerza a deudas cada vez mayores… ¿Hemos pedido nosotros beber coca-cola? No. Y ahora nos dicen que tenemos que pagar». Este ejemplo algo infantil de imposición del FMI y del Banco Mundial nos lleva a una realidad cada vez más abrumadora para África. A cambio de los préstamos usureros estas entidades del capitalismo internacional formulan recetas que van dirigidas a disminuir la soberanía de las estados a través de un incremento de las exportaciones con paulatina desaparición de la economía local, a la que se niega todo tipo de ayudas y subvenciones. En el caso de los estados africanos, eminentemente agrícolas, se les fuerza a implantar cultivos ajenos a su medio que aceleran el proceso de desertificación de los terrenos, y por supuesto, ¿les suena algo de esto?, un desarrollismo basado en la construcción de carreteras, autovías y puertos para el comercio mundial y para llegar a un apetecible mercado de cientos de millones de consumidores potenciales; privatizaciones, y recortes de políticas sociales consideradas como un obstáculo para su desarrollo económico.
Es la misma cantinela desde hace décadas. El capitalismo y el imperialismo «ayudan al desarrollo», pero es una ayuda envenenada e interesada. Las comunidades y países pobres se empobrecen cada vez más, cambian sus estilos de vida, sus costumbres y tradiciones, contaminan sus aguas, aires y tierras, y encima deben ser agradecidos pagando las deudas. Y aún más: los necesarios y tan culpables colaboradores locales del «capitalismo patrio» se dedican a evadir capitales depositando grandes sumas en bancos extranjeros, sustrayéndolos al progreso de los estados africanos. Es la otra boca de la tenaza que ahoga la soberanía de los pueblos. Sankara era más consciente que muchos políticos de izquierda actuales que solo hablan y hablan de la «Troika» e ignoran (cuando no los justifican) a los capitalistas propios. «¡No podemos acompañar el paso asesino de quien chupa la sangre de nuestros pueblos!«.
En su discurso ante el pleno de las Naciones Unidas denunció: «La vergüenza debe terminar. Un nuevo orden económico internacional puede ser alcanzado solo si somos capaces de hacer pedazos el presente orden que nos ignora. Este nuevo orden debe respetar todos los derechos de los pueblos, como el derecho a la independencia, la autodeterminación y el desarrollo. Solo se llegarán a conquistar estos derechos con y a través de la lucha de los pueblos. Nunca será el resultado de la generosidad de alguna gran potencia«.
Cuando estamos ante una situación de emergencia social y económica muy grave, como ha denunciado Alexis Tsipras en Grecia, y se está llegando a hablar en el estado español en muchas zonas y capas sociales, mencionar siquiera la posibilidad del pago de la deuda es una traición al pueblo. Lo primero, lo prioritario, debe ser centrar todos los esfuerzos por invocar el derecho a la vida, los derechos humanos, políticos y civiles, el derecho a la salud y al desarrollo colectivo.
Si el endeudamiento (con cifras astronómicas que superan ya el billón de euros y el 100% del PIB) ha sido la herramienta de financiación de nuestros capitalistas para seguir lucrándose indecentemente (en 2014 los beneficios de los cinco grandes bancos españoles aumentaron en un 27,1%, sumando más de 9.700 millones de euros), explotando, oprimiendo y reprimiendo, el «No pago de la deuda» es la herramienta que como primera medida debe convertirse en el pilar de un verdadero poder popular y soberano. Esta consigna no es «económica» y no deben opinar los expertos en economía para dictaminar la parte «legítima» o ilegítima de la deuda. Es una consigna política y revolucionaria; la única verdaderamente transformadora. Toda la deuda que ha generado y genera el sistema capitalista es ilegítima para el pueblo trabajador, porque encima ellos se han beneficiado con la misma y nosotros tenemos que pagarla.
Recordemos de forma simplista que la deuda de un estado como el nuestro se genera de dos maneras: bien porque se ha necesitado para hacer frente a grandes inversiones, o bien porque los gastos para el funcionamiento del estado (sanidad, educación, desempleo, jubilación, nóminas de funcionarios, etc.) son superiores a los ingresos. Ahora bien, esas grandes inversiones casi nunca tienen que ver con los intereses del pueblo trabajador, y sí con el favorecer con contratos muy ventajosos a grandes empresas de la construcción, del transporte o la energía (léase AVE, aeropuertos, autopistas, etc.) o a subvencionar o reflotar a empresas privadas. Sin contar con los gastos superfluos y descomunales que suponen la industria armamentista y el estado policial, las subvenciones a la iglesia católica, las ayudas públicas a las privatizaciones de la gestión de servicios, y el gigantesco fraude fiscal consentido de las grandes fortunas. ¡A todo esto le llaman algunos deuda «legítima»!
En un estado como el español, donde se ha utilizado dinero público para rescatar bancos privados de gestión mafiosa y usurera, también se ha contraído una deuda prioritaria según la reforma del artículo 135 de la Constitución (de más de 200.000 millones de euros) que, claro, hasta algunos recalcitrantes defensores del sistema capitalista la consideran «ilegítima» y piden su impago o renegociación.
El único camino para lograr la dignidad, la libertad y la verdadera soberanía no pasa por la Troika, el Banco Central Europeo, el «eurogrupo» o las sedes de los gobiernos capitalistas europeos. Pasa por el repudio de la Deuda externa y por comenzar a planificar la economía basándose en la inmensa capacidad creadora y transformadora del pueblo trabajador cuando se siente parte activa de los procesos sociales. «Esta tierra de dignidad pertenece a los hombres libres», se podía leer al llegar en aquellos años 80 al Aeropuerto internacional de Ouagadougou, capital de Burkina Faso. Grecia, escucha a Sankara: «El mundo está dividido en dos campos antagónicos: los explotadores y los explotados. Uno de los obstáculos para el desarrollo es la deuda externa» impuesta por los explotadores del mundo.
¡No al pago de la deuda si queremos vivir como personas dignas dueñas de su futuro! El imperialismo no lo permitirá y saboteará todas las iniciativas populares. Pero los revolucionarios deben estar preparados para todo el arsenal de maniobras tergiversadoras, manipuladoras, calumniadoras y asesinas, llegado el caso. Thomas Sankara era consciente del camino emprendido, y por eso terminaba todos sus discursos con el lema del Che: «Patria o muerte, ¡Venceremos!».
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