Recomiendo:
0

No debimos permitir que 19 asesinos cambiaran el mundo

Fuentes: La Jornada/The Independent

Así que tres años después de los crímenes internacionales contra la humanidad en Nueva York, Washington y Pennsylvania, estamos bombardeando Fallujah. Perdón, ¿cómo dijo? Levanten la mano los que habían oído hablar de Fallujah el 11 de septiembre de 2001. O de Samarra. O de Ramadi, O de la provincia de Anbar, o de Amarah. […]

Así que tres años después de los crímenes internacionales contra la humanidad en Nueva York, Washington y Pennsylvania, estamos bombardeando Fallujah. Perdón, ¿cómo dijo? Levanten la mano los que habían oído hablar de Fallujah el 11 de septiembre de 2001. O de Samarra. O de Ramadi, O de la provincia de Anbar, o de Amarah. O de Tel Afar, nuestro más reciente blanco en la «guerra contra el terror», y eso que la mayoría de nosotros encontraría muy difícil encontrar esta ciudad en el mapa (en el norte de Irak, busquen Mosul, y vá-yanse dos centímetros a la izquierda). Ay, qué telaraña tan enredada tejemos la primera vez que practicamos el engaño.

Hace tres años, el único tema era Osa-ma Bin Laden y Al Qaeda, pero luego del escándalo de Enron -un profesor de Nueva York fue quien me señaló el punto en que la retórica cambió- se empezó a hablar de Saddam Hussein, de sus armas de destrucción masiva listas en 45 minutos, de los abusos a los derechos humanos en Irak. El resto es historia. Ahora, al fin, los estadunidenses admiten que amplias zonas de Irak están fuera del control del gobierno. Ahora los vamos a tener que «liberar» otra vez.

De esa misma forma volvimos a liberar Najaf y Kufa, para «matar o capturar a Moqtada Sadr», según el general brigadista Mark Kimmet. Lo mismo hicimos durante el sito en Fallujah, en abril pasado, cuando aseveramos, o al menos lo hicieron los marines estadunidenses, que íbamos a eliminar el «terrorismo» en esa ciudad. Desde entonces, el comandante militar local fue decapitado y Fallujah sigue fuera del control del gobierno, y es por eso que seguimos ejecutando sobre esa ciudad, regularmente, sangrientos bombardeos.

Durante las últimas dos semanas he aprendido mucho sobre el odio que los iraquíes sienten hacia nosotros. Revisando mis libretas de notas de los años 90, he encontrado página tras página de evidencias que escribí a mano de la rabia iraquí, la furia por las sanciones que mataron a medio millón de niños, la indignación de los médicos ante nuestro uso de bombas de uranio empobrecido en la Guerra del Golfo de 1991 (también las empleamos el año anterior, pero analicemos una ira a la vez), y encontré también un profundo y perecedero resentimiento hacia nosotros: Occidente.

En un artículo que escribí para The Independent en 1998 me pregunté por qué los iraquíes no nos destrozaban, miembro por miembro, que fue exactamente lo que algunos iraquíes le hicieron a mercenarios estadunidenses a los que asesinaron en Fallujah, en abril pasado. Pero esperábamos ser amados, bienvenidos, saludados, agasajados y abrazados por estos pueblos. Primero bombardeamos Afganistán, país que estaba prácticamente en la edad de piedra, para proclamar que lo habíamos «liberado». Y luego invadimos Irak para «liberar» también a los iraquíes. ¿No nos iban a adorar los chiítas? ¿No nos libramos de Hussein? Bueno, la historia cuenta otra versión. Nos deshicimos de el rey musulmán sunita Feisal y de los mu-sulmanes chiítas en los años 20. Luego, los alentamos a levantarse contra Saddam en 1991 y los dejamos morir en las cámaras de tortura de ese régimen. Y ahora rehabilitamos a los viejos bandidos de Saddam; a sus torturadores, y los entronizamos de nuevo para que «combatan el terror», mientras si-tiábamos a Moqtada Sadr en Najaf.

Todos tenemos recuerdos del 11 de septiembre de 2001. Yo iba en avión hacia estados Unidos y el jefe de asuntos internacionales de The Independent me informó por teléfono satelital de cada nueva matanza en Estados Unidos. Se lo dije al capitán, y tanto la tripulación como yo revisamos el avión buscando posibles pilotos suicidas. Creo que encontramos a unos 13, pero claro, to-dos ellos eran árabes completamente inocentes. Pero esto me mostró el nuevo mundo en el que se suponía que debíamos vivir. «Ellos» y «nosotros».

En mi asiento, comencé a escribir el artículo que debía entregar al periódico esa noche. Me detuve y le pedí al despacho del diario, mientras el avión cargaba combustible en Irlanda antes de volver a Europa, que me comunicara con alguien a quien pudiera dictarle mi artículo, porque sólo «platicándole» mi historia podía encontrar las palabras que no hallaba al tratar de escribir. Así que «platiqué» mi reporte sobre la aventura, la traición y las mentiras en Medio Oriente, de injusticias, crueldad y guerras, y lo que todo esto desencadenó.

En los días que siguieron aprendí lo que esto significó. El sólo hecho de preguntarse por qué los asesinos del 11 de septiembre habían cometido sus sangrientos actos le valía a uno ser acusado de «simpatizar» con el terrorismo. Sólo preguntar qué había pasado por sus mentes era apoyarlos. Cualquier policía, ante un crimen, busca un móvil, pero ante uno internacional contra la humanidad no se nos permitía hacer lo mismo.

Las relaciones de Estados Unidos con Medio Oriente, especialmente la naturaleza de su relación con Israel, sería un tema en torno al cual no habría discusión ni cuestionamiento alguno. Tres años más tarde, he entendido lo que esto significa. No hagan preguntas. Aun cuando casi me mata un grupo de afganos, en diciembre de 2001, furiosos familiares de muertos en bombardeos de aviones B-52. El diario The Wall Street Journal anunció en un encabezado que «recibí mi merecido», por ser yo un «multiculturalista». Aún recibo cartas di-ciéndome que mi madre, Peggy, era hija del (comandante nazi) Adolf Eichmann.

Peggy estuvo en Alemania, en 1940, reparando radios en Spitfires dañados, como lo recordé en su funeral, en 1998. Durante sus servicios, en una pequeña iglesia de piedra en Kent, sugerí enojado que si Bill Clinton hubiera gastado tanto dinero en la investigación del mal de Parkinson como el que invirtió en los misiles crucero que lanzó contra Bin Laden (debe haber sido la primera vez que alguien pronunciaba ese nombre dentro de esa capilla), tal vez mi madre no estaría en un ataúd junto a mí.

Mi madre falleció tres años y un día antes del 11 de septiembre de 2001. Pero hay algo en lo que ella, estoy seguro, estaría de acuerdo conmigo: que no debíamos permitir que 19 asesinos cambiaran al mundo. George W. Bush y Tony Blair están haciendo su mejor esfuerzo para que los asesinos cambien al mundo. Por eso estamos en Irak.

Traducción: Gabriela Fonseca