Yolande Mukagasana nació en Ruanda en 1954. Fue enfermera-anestesista durante diecinueve años en un centro sanitario de Kigali, y posteriormente jefe de enfermeras en otro centro que ayudó a crear, en la misma capital ruandesa, hasta que empezó el genocidio de 1994. Víctima de las masacres que arrasaron el país, sobrevivió al genocidio, pero perdió […]
Yolande Mukagasana nació en Ruanda en 1954. Fue enfermera-anestesista durante diecinueve años en un centro sanitario de Kigali, y posteriormente jefe de enfermeras en otro centro que ayudó a crear, en la misma capital ruandesa, hasta que empezó el genocidio de 1994. Víctima de las masacres que arrasaron el país, sobrevivió al genocidio, pero perdió a sus tres hijos y marido, así como a su hermano y hermanas. Refugiada en Bélgica, obtuvo la residencia en 1999. Además de ocuparse de una veintena de huérfanos ruandeses, Mukagasana ha escrito varios libros, tanto autobiográficos (La mort ne veut pas de moi, París: Fixot, 1997; N’aie pas peur de savoir – Rwanda: une rescapée tutsi raconte, París: J’ai lu, 1999; Les Blessures du silence. Témoignages du génocide au Rwanda, Actes Sud, 2001), como cuentos (De bouche à oreille, París: Editions Menaibuc, 2003. 2 vol.).
-«Nyamirambo Point d’appui» es el nombre de la asociación que has fundado y que presides. ¿Qué significa Nyamirambo?
-Es el nombre del barrio de Kigali donde vivía. Fue allí donde conocí el amor junto a mi marido y mis hijos, y la amistad con mis vecinos. También fue allí donde conocí el horror y asistí a la transformación, de la noche a la mañana, de mis vecinos en asesinos, algo que nunca había imaginado que pudiera suceder.
Trabajaba como enfermera en un centro de salud, atendiendo a todo el mundo. Fueron estas personas quienes asesinaron a mis hijos y los arrojaron a la fosa común. A pesar de todo, encontré mi punto de apoyo para reconstruirme, para continuar amando tras padecer el odio, tras perderlo todo. Me recuperaré ante la fosa común donde yacen mis hijos. Es en Nyamirambo donde encontré otra vez el amor para compartir con otros niños, en particular esos niños africanos olvidados y marginados.
Creamos la asociación en 1999 siendo tres personas: una huérfana que más tarde se retiró del proyecto, el fotógrafo belga Alain Kazinierakis y yo. Soy la única africana de la asociación, pero el resto estuvo de acuerdo con el nombre. Soy africana hasta la médula, y es por esto que no puedo recuperarme sin reconocerlo. Me gustaría que todos los africanos también lo reconocieran. Que conozcan lo que me ha ocurrido sin por ello tener enemigos en el país. En mi trabajo, la gente venía de todos lados. A quienes ayudé, a quienes les salvé los hijos, mataron a los míos. Hoy en día lo lamentan, lo sé porque me lo han dicho. Es a partir de aquí que debemos reconstruir otra África.
-Después del genocidio, ¿cuándo fue la primera vez que regresaste a Ruanda?
-Seis meses más tarde. En febrero de 1995 pude salir de allí, y en diciembre de ese mismo año regresé. Era una refugiada y no podía entrar, pero logré una autorización. Sin África, estoy muerta. Mis recursos están en el continente. Tengo que regresar varias veces al año, únicamente allí encuentro la vida, y si no reconstruimos en base a ésta, no hay nada que hacer. Para mí, África lo es todo. Veo y comparto los sufrimientos de la mujer africana.
-¿Cómo supiste dónde estaban enterrados tus hijos?
-Tras su desaparición, intenté averiguar si todavía tenía familia. Encontré a mi sobrina, con su tía y su primo, en un campo de refugiados. Necesitaba saber que todavía había algo de mi sangre en vida. Me las llevé conmigo y fue mi sobrina, que había permanecido con mis hijos hasta la muerte, quien me contó lo que no vi: cómo fueron asesinados mis hijos.
Actualmente es ella quien se ocupa de los huérfanos que pudimos acoger tras el genocidio. Esto le ayuda a recuperarse, ya que es como si le hubiera renovado mi confianza. Temía que yo pensara que había sido cómplice del asesinato. Antes de salir de Ruanda, regresé para hablar ante la tumba de mis hijos y asegurarles de que haré todo lo posible para que se cumpla la justicia. He podido reconstruir una pequeña casa en mi terreno de Nyamirambo, ya que mi casa fue completamente arrasada. No les bastaba con destruir a los tutsis, sino que necesitaban acabar con todo lo que les recordase a nosotros. Es la lógica del genocidio.
-¿Sabes quiénes fueron los asesinos de tus hijos? ¿Te ves con ánimos de hablar con ellos? ¿Crees que es importante que víctimas y verdugos se reencuentren para reconstituir los vínculos sociales?
-¿Los asesinos de mi marido y de mis hijos? Sí, fueron los vecinos, los amigos. Entre ellos, un hombre al que prácticamente crié. Nunca imaginé que ese chico podía hacer daño, ya que siempre lo había considerado como un hijo. Hoy en día tiene miedo de encontrarme, ya que sabe que lo que hizo es irreparable. Al escuchar sus testigos queda claro que no puedes permanecer igual tras matar a un ser humano.
He llorado junto a los supervivientes. También era necesario que viera a los asesinos para entender, para recuperarme, para renovar el vínculo social en este país destrozado. Pude ver sus heridas y creo que es inútil que sus hijos sufran por lo que hicieron sus padres. En base a esto debemos reconstruir una África donde la gente viva como hermanos. Lo que es triste es que los africanos que defienden esta postura son una minoría. Incluso si lo entienden, pueden moverse por el oportunismo y matar a sus hermanos. Creo sinceramente que si no podemos sobrepasar esto, África no tiene solución.
Si sobreviví en 1994 cuando una gran parte de Ruanda me odiaba, cuando anunciaron mi muerte en la radio, es por una misión concreta: soy una de esas abejas que reconstruyen África. Quizá me equivoque, pero estoy convencida que puedo aportar mi grano de arena, y asumo mi legado del genocidio. Y no me refiero únicamente a Ruanda, pues cuando veo lo que sucede en la Costa de Marfil, cuando veo el odio entre ruandeses en el Congo, me digo que los africanos no han comprendido nada y que es nuestro deber contribuir a que cambie la situación. Es uniendo esfuerzos que podemos conseguirlo.
-¿Has acogido a huérfanos del genocidio?
-Sí, tengo a veintiún niños. Diecisiete de ellos están en Kigali, de los cuales cuatro ya han terminado sus estudios, trabajan y hacen su vida de adultos. Otros cuatro los he adoptado oficialmente y están conmigo en Bélgica. Tres de éstos son los huérfanos de mi hermano pequeño, y de la cuarta desconozco quiénes eran sus padres. La llevé conmigo para poderla curar, ya que por un corte de machete le falta un ojo y no tenía mandíbula. He conseguido que le coloquen un ojo de cristal y que recompongan su cara. Psicológicamente lo lleva muy bien.
Para los otros trece, es duro, ya que no tengo muchos recursos, pero compartimos lo que tenemos. Mis niños han entendido que no les niego nada, y esto es lo esencial. Todos los viernes, jugamos y encontramos un pretexto para olvidarnos de las preocupaciones. Todo lo que gano lo comparto con ellos. No tengo nada, pero lo tengo todo. No me hice cargo de estos niños por caridad, sino porque sin ellos no hubiera sido capaz de continuar viviendo. Necesitaba dar todo el amor que sentía por mis hijos. Ni uno solo no está escolarizado.
Me ayudan a recuperarme. Lo que les doy no tiene nada que ver con lo que me aportan. Me hacen vivir. Soy incapaz de vivir sin amar, dar y compartir. Me lo han dado todo. Es por esto que cuando me piden qué es lo que pueden dar, les contesto: «Dad lo que yo os doy, con esto me basta». Dar no es fácil, significa abrir la mano y el corazón.
-¿Qué sentido tiene tu lucha?
-Lo único que quiero es que allí donde mi marido y mis hijos estén, sepan que continúo viviendo con una misión. Lucho por los niños y las madres africanas. Las lágrimas que me caen cada día deberían bastar para que ninguna otra africana llore. Los que hemos sobrevivido nos negamos a aceptar que nuestros muertos desaparezcan. Es por esto que es necesario hablar sobre ello, hacerlos vivir. Sería triste dejar que también los arrancaran de nuestra memoria. Es éste el papel de la memoria. Hacer pervivir el mayor tiempo posible las víctimas para proteger a nuestras generaciones futuras. Y me irritan los africanos que no han entendido nada. Estas personas no murieron porque sí. Me pueden matar, pero mis actos y mis libros continuarán. Las nuevas generaciones tendrán referentes. Intento abonar el terreno con el que se podrá continuar reconstruyendo. A la verdad no se la mata. No tengo miedo de morir, sino de no decir toda la verdad y de no obrar con dignidad ante los africanos.
Nuestra asociación existe. Damos lo que tenemos, que no es gran cosa. Apoyamos a las asociaciones de viudas y huérfanos de Ruanda. Tenemos una exposición fotográfica sobre el genocidio que circula por el mundo, especialmente en Europa y en algunas partes de África. Colaboramos con todos aquellos que quieren apoyar a África y con los que compartimos unos valores fundamentales.
En ocasiones, escucho a los europeos hablar de África como si el continente estuviera mejor sin los africanos. Desgraciadamente, visto los problemas con los que se enfrenta África, muchas mujeres y chicas sueñan venir a Europa sin conocer nada de ella. Lo que me entristece es que nosotros, los africanos que vivimos en Europa, no decimos toda la verdad sobre Europa y, en este sentido, tenemos una gran responsabilidad. Hasta cierto punto sacrificamos nuestra dignidad para quedarnos. Pero no puedo sacrificar la mía.