En esta época desquiciada la tragedia es el único pasaporte que garantiza el trato privilegiado de los titulares y las primeras planas de las grandes corporaciones mediáticas. Desde la madrugada del 8 de noviembre el horror del ataque armado contra el campamento de Agdaym Izik en las afueras de El Aaiún ha obligado al mundo […]
En esta época desquiciada la tragedia es el único pasaporte que garantiza el trato privilegiado de los titulares y las primeras planas de las grandes corporaciones mediáticas. Desde la madrugada del 8 de noviembre el horror del ataque armado contra el campamento de Agdaym Izik en las afueras de El Aaiún ha obligado al mundo a recordar la existencia del Sáhara Occidental, tierra mítica y legendaria, militarmente controlada y explotada por la autoritaria monarquía marroquí, con sus cientos de detenidos desaparecidos, sus presos de conciencia, su gente sometida a la violación constante de los derechos más elementales. Ahí, otra vez, corren ríos de sangre y el fuego devora las jaimas, pero nada parece contener la sed de libertad.
«No tienen nada y te lo dan todo» es una expresión casi tópica de tan repetida entre quienes viajan a los campamentos de población saharaui refugiada en Argelia o a los territorios saharauis ocupados por el ejército marroquí desde 1975. Sin embargo, son las palabras que mejor describen la realidad. Pocos gestos desarman con mayor eficacia la arrogancia occidental que la calidez o la generosidad saharauis, solo superadas por la lección invaluable de su amor por la dignidad y la resistencia.
Esa lección es una de tantas que tiene a la humanidad en permanente deuda con este pueblo. Le debemos, además, la concreción de su salida del limbo causado por una descolonización no consumada por España y la ocupación militar alauí. Le debemos la destrucción del Muro de la Vergüenza, la consolidación del derecho al retorno y la recuperación de las familias. La deuda incluye, también, el coraje de hacer los eufemismos y las ambigüedades a un lado y llamar de una vez a las cosas por su nombre. A la lista se suman las tareas de abandonar la indiferencia disfrazada de neutralidad, exigir el reconocimiento del cinismo que acompaña los intereses económicos y geoestratégicos, respetar el camino que democráticamente decidan seguir y no abandonarlos en esta hora decisiva.
Sobre todo, le debemos a la juventud saharaui la posibilidad de un horizonte que no esté ensombrecido por el exilio o la tortura, ni exija la renuncia a su identidad o la negación de su historia. A los mayores les debemos el final de la pesadilla que es vivir de la ayuda internacional y el dolor de aferrarse a una esperanza insostenible. En resumen, les debemos, a cada uno, al menos una certeza: la capacidad de pronunciar la palabra «futuro» sin lágrimas en los ojos.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.