Cuando los países árabes han comenzado una lucha popular y pacífica por la democracia y los derechos sociales que desde Túnez y Egipto se extendió como ola de fondo por Oriente Medio y el Magreb, surgió en Libia una revuelta popular con todos los ingredientes de un levantamiento armado. Milicias bien pertrechadas de armamento ligero […]
Cuando los países árabes han comenzado una lucha popular y pacífica por la democracia y los derechos sociales que desde Túnez y Egipto se extendió como ola de fondo por Oriente Medio y el Magreb, surgió en Libia una revuelta popular con todos los ingredientes de un levantamiento armado. Milicias bien pertrechadas de armamento ligero e incluso pesado irrumpieron en escena contra el gobierno libio. Sin un claro respaldo de las masas populares a lo largo del país, bajo la dirección aparente de algunos antiguos ministros y jefes militares, sin un programa político conocido y ondeando la bandera de la monarquía derrocada hace años, estos alzados en armas comenzaron de manera sorprendente a ser pintados por la prensa europea y norteamericana como «héroes de la libertad». Los mismos medios que arremeten con fiereza tildando de «antisistema» a los jóvenes que se atreven a poner en tela de juicio la política económica o medioambiental de Occidente, han estado deshaciéndose en elogios a los que calificaban sin sonrojo de «revolucionarios» y «rebeldes». Me traía a la memoria el vistoso título de freedom fighters («luchadores por la libertad») con que esa misma prensa bautizó a los comandos de talibanes que, con armamento USA y dinero de Arabia Saudí, luchaban contra las tropas soviéticas en Afganistán.
Aunque desconocemos el desarrollo real de los recientes acontecimientos en Libia y más todavía las causas concretas de tal levantamiento, todo parece indicar que el régimen autocrático del casi sempiterno Gadafi sufrió una ruptura en el grupo dirigente y una desafección de ciertos sectores tribales y populares en algunas regiones del país. Que esto debía haber obligado a profundos cambios por medio del diálogo entre las fuerzas sociales y políticas, parece evidente. Pero no hay duda que, aprovechando este malestar y olfateando el petróleo que recubre su subsuelo, las multinacionales con intereses en el sector y algunos gobiernos con pasado o presente imperial (léase Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos), deseosos de sacar tajada, se opusieron a un arreglo político, es decir, pacífico, y han jugado y están jugando en la sombra su particular partida de ajedrez en el terreno que mejor dominan, el de la guerra.
Algunas nuevas/viejas mentiras
La extrema presión del gobierno francés, dirigido por Sarkozy (un napoleoncito del siglo XXI abrumado por la corrupción y desprestigiado por su política antisocial, que en su islamofobia está a la misma altura que el dúo fascista Le Pen), despertó pronto la simpatía del gobierno británico que, bajo dirección socialdemócrata o conservadora, nunca pierde la ocasión de incorporarse como «perrillo faldero» (la expresión es de Harold Pinter) a cualquier nueva guerra de agresión. Resulta llamativo que el más renuente a esta nueva aventura militar haya sido el gobierno norteamericano. Pero si tenemos en cuenta la opinión contraria del alto mando militar y del Secretario de Estado de Defensa, Robert Gates, temerosos de abrir un tercer frente cuando siguen empantanados en los otros dos, pronto comprenderemos que no era una razón altruista sino un pragmatismo estratégico el que desaconsejaba seguir la peligrosa senda militarista de Sarkozy. Con la aprobación por el Consejo de Seguridad de la ONU de la resolución que dejaba las manos libres a los potenciales agresores, todo pasó de las palabras a los hechos, es decir, de las declaraciones altisonantes en pro de los derechos humanos a los bombardeos con misiles de crucero desde buques de guerra y a los ataques de los aviones de combate llevados a cabo por la llamada «coalición internacional» (¿no recuerdan una expresión semejante al comienzo de la invasión de Iraq?).
Para los agresores se trata, ante todo, de evitar la palabra «guerra». Es la primera gran mentira. Pero, ¿cómo calificar el despliegue gigantesco de medios militares aéreos y marinos en el Mediterráneo y sus ataques despiadados a los sistemas de defensa antiaérea, radares, aeropuertos, aeródromos, cuarteles, depósitos de armas, vehículos y tropas militares, el palacio presidencial y hasta zonas residenciales? Ya se cuentan por docenas las víctimas civiles a las que decían que iban a proteger. Pero éstas conviene que se oculten a la opinión pública occidental; más adelante, serán calificadas por los portavoces militares de «efectos colaterales», como antes en Yugoslavia, Iraq, Pakistán o Afganistán.
Al principio, hablaban de implantar una zona de exclusión aérea (no-fly), o sea, de prohibir a Libia el uso de su espacio aéreo y reservarlo exclusivamente a los aviones de guerra de los países agresores. Buen ejemplo, sin duda, del respeto a la soberanía de un país por parte de esta civilizada alianza de tramposos. Pronto se ha visto que eso era una tapadera de sus verdaderas intenciones: arrasar el poder militar libio para poner después a los marionetas de turno, como en Iraq y Afganistán, muchos de cuyos candidatos al cargo llevaban ya semanas pidiendo que atacaran a su propio país. Parece que el objetivo final de los estrategas norteamericanos sería dividir Libia, quedando para Occidente la parte oriental, más rica en petróleo. Este mismo proyecto secesionista acaba de aplicarse con éxito aparente en Sudán tras una cruenta guerra civil.
La «intervención humanitaria» es otra nueva/vieja mentira. Para llevarla a cabo no se acude a la Cruz Roja o a instituciones humanitarias sino a la OTAN. Tan descarnada es la agresión que naciones de primer orden en la Alianza como Alemania, dirigida por una política conservadora, y Turquía, dirigida por un islamista moderado, se han negado a participar en ella.
Algunas almas sensibles como el inefable ministro de Fomento José Blanco han manifestado su orgullo «por defender la vida y la libertad en Libia». Y para defender ambas, se bombardean sus ciudades. Extraña lógica la de este primer tenor en los mítines de fin de semana del PSOE (cuesta trabajo pronunciar sin rubor algunas de las letras de esta vieja sigla). Parece que este pío deseo democrático del gobierno «socialista» es de fecha reciente. Cuando el ejército de Israel arrasó Gaza, nuestro gobierno sólo empleó tibias palabras de crítica. Cuando se produjo el golpe de estado en Honduras, la orden fue mirar y no ver (hasta recibir órdenes al respecto del Departamento de Estado norteamericano, claro). Cuando más recientemente el ejército marroquí destruyó un campamento saharaui provocando cientos de heridos y decenas de muertos, la consigna oficial fue no molestar al rey de Marruecos. Ahora, no, ahora, por el contrario, se trata de subirse al carro victorioso de la OTAN en la que nos metió Felipe González y cuyo timón ha llevado en tiempos difíciles, como la guerra contra Yugoslavia, Javier Solana. Por eso, se las ve tan entusiasmadas con la agresión a Libia a nuestras dos preclaras ministras Trinidad Jiménez y Carmen Chacón.
Platón, filósofo idealista de origen aristocrático, no se chupó el dedo: «Todas las guerras se hacen para ganar dinero», escribió en el Fedón. Creo que una mejor traducción actual, ajustando el griego clásico al vergonzoso mundo en que vivimos, sería ésta: «Todas las guerras de hoy se hacen para robar el petróleo».
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