Traducido para Rebelión por Antoni Jesús Aguiló y revisado por Àlex Tarradellas
La magia y el simbolismo de la elección del presidente Obama cruzaron el mundo como un cometa. El destello de la esperanza, de la victoria contra el racismo, de la oportunidad de paz fue tan intenso que, por momentos, el mundo pareció reconciliado consigo mismo. Fueron momentos breves, pero dieron para imaginar la utopía de una sociedad más democrática, sin prejuicios raciales, centrada en la búsqueda de la paz y la justicia social. Como todas las luces muy intensas, el brillo nos cegó ante la realidad, que estaba sentada junto a la imaginación en una pose seductora. En el preciso momento en el que el mundo asistía, conmovido, al discurso de aceptación de Obama, la noche del cuatro de noviembre, una fiesta de boda en el norte de Afganistán era destruida por los bombardeos no tripulados de los Estados Unidos, que dejaron cuarenta cadáveres teñidos de sangre y vestidos con ropa de fiesta. Fue la sexta boda destruida así desde la invasión de Iraq.
A medida que el destello se desvanece, el mundo respira y se prepara para un periodo de cierta suspensión entre las frustraciones que siguen a las grandes expectativas y la necesidad de no formular juicios precipitados. El mundo al que me refiero no es todo el mundo; no son, por ejemplo, los racistas que están a la espera de la primera señal para gritar: «los negros no saben gobernar»; son los ciudadanos de los Estados Unidos y de todo el mundo que la noche de la elección se llenaron de júbilo con la posibilidad de un mundo mejor. Son la aplastante mayoría de la especie humana, aunque su poder no es proporcional a su número.
En el área de la seguridad y la guerra, los motivos para el optimismo son: el cierre de la base militar de Guantánamo; la abolición de la tortura; la revocación de cerca de doscientos decretos presidenciales que hicieron de los Estados Unidos un Estado autoritario en el plano interno y un Estado paria [1] en el plano internacional; el regreso de la diplomacia y del multilateralismo. El principal motivo de preocupación es, por otra parte, la guerra. ¿Cumplirá Obama la promesa de retirar las tropas de Iraq en dieciséis meses? La propuesta de promover un acuerdo entre la India y Pakistán sobre el territorio de Cachemira (sin consultar a sus habitantes, claro) para que el ejército pakistaní tenga mayor disponibilidad a la hora de combatir a los talibán, además de irrealista, corre el riesgo de transformar Afganistán en la guerra de Obama, tal y como Iraq fue la guerra de Bush. Si Ossama Bin Laden es, de hecho, el inspirador del terrorismo, sólo los talibán podrán entregarlo. Para eso hay que negociar con ellos, lo que será imposible si continúan siendo el enemigo, a pesar de que controlan el poder local de más de la mitad del país y su mayor base étnica -los pastunes- está repartida entre Afganistán y Pakistán. ¿Quién podría hoy imaginar que Vietnam alguna vez fue una amenaza comunista para la seguridad de los Estados Unidos? Y, sin embargo, en nombre de ella murieron 58.000 soldados norteamericanos y un millón de vietnamitas. ¿Qué se dirá mañana de la «amenaza terrorista» de Iraq y Afganistán?
En el plano internacional no es seguro que Obama dé un giro importante en lo que se refiere al respeto por los pueblos con intereses divergentes a los de las multinacionales de Estados Unidos, ni que vaya a dar prioridad a las buenas relaciones con Rusia, ahora que se sabe que Georgia fue activamente inducida a invadir Osetia del Sur para provocar la invasión rusa, de la que se esperaban dividendos para la campaña de McCain; ahora que se sabe que la instalación de misiles a 800 km. de la frontera rusa fue una provocación premeditada de los neoconservadores.
En el plano de la economía, la dimensión de la crisis está aún por determinar y la capacidad de maniobra de Obama es pequeña. Tal y como sucede en Portugal, va a recurrir a la inversión pública para frenar el desempleo. Ahora bien, ¿aprovechará la oportunidad para construir un «capitalismo de rostro humano», tal como hizo Roosevelt en la crisis de 1929 y más tarde deshicieron Reagan y Clinton? En Washington D.C. trabajan cerca de 40.000 lobbystas con el objetivo de influenciar el voto de los 537 representantes del pueblo para que eso no suceda.
[1] N. del T. Del inglés rogue State. Concepto utilizado con fines políticos por los gobiernos de Estados Unidos y sus aliados desde la década de 1980 para designar una serie de Estados «descarriados» y «rebeldes» que representan una amenaza para la seguridad internacional y los intereses estadounidenses. A partir del año 2000, el Departamento de Estado del gobierno de los Estados Unidos desplazó el término rogue State utilizando en su lugar el impreciso State of concern [Estado preocupante], que alude a los Estados cuya política resulta sospechosa para los Estados Unidos. Sin embargo, el sentido original del término rogue State ha sido ampliado por algunos analistas críticos de las relaciones internacionales, como Noam Chomsky, que habla de «Estados canalla» para referirse a aquellos países poderosos, como Estados Unidos, que en defensa de sus intereses ponen en práctica una política exterior agresiva, violando los derechos humanos y las normas del derecho internacional [N. del traductor].
Fuente: <http://www.ces.uc.pt/
Artículo original publicado el 20 de noviembre de 2008.
Boaventura de Sousa Santos es sociólogo y profesor catedrático de la Facultad de Economía de la Universidad de Coimbra (Portugal).
Antoni Jesús Aguiló es miembro de Rebelión y Tlaxcala. Àlex Tarradellas es miembro de Rebelión, Tlaxcala y Cubadebate. Esta traducción se puede reproducir libremente, a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor, al revisor y la fuente.