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Obama, piel negra, alma blanca

Fuentes: Rebelión

«¿Un presidente negro? Muy bien. Si nosotros no hacemos nada, él no hará nada. Cuanto menos hagamos, menos podremos esperar de él. La cuestión es que harás tú, donde irás tú con la única brecha que te dejan, a la cual llaman democracia.» Amiri Baraka (escritor, poeta y crítico musical afroamericano) Obama se inscribe en […]

«¿Un presidente negro? Muy bien. Si nosotros no hacemos nada, él no hará nada. Cuanto menos hagamos, menos podremos esperar de él. La cuestión es que harás tú, donde irás tú con la única brecha que te dejan, a la cual llaman democracia.»

Amiri Baraka (escritor, poeta y crítico musical afroamericano)

Obama se inscribe en esa larga lista de imágenes e iconos inventados por los medios de comunicación modernos, en este caso con el apoyo del aparato propagandístico más sofisticado y poderoso de la historia. Su color, más que un hándicap, resultó ser una fantástica baza para actuar como un revulsivo en la crisis económica, sin incomodar a Wall Street, y proyectar hasta la saciedad la imagen de un hombre joven, culto, con un lenguaje aparentemente nuevo y prometedor: hasta el punto de darle a su figura un carácter casi mesiánico y atribuirle poderes insospechados. Su color, que ha simbolizado el sufrimiento de millones de hombres y de mujeres marcados con un sello infamante, contribuyó poderosamente a proyectar una nueva imagen de América, serena y tranquilizadora, opuesta a la de Bush (el villano de película, medio analfabeto, encarnación de una América agresiva y dominadora, siempre dispuesta a disparar).

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Ha transcurrido un año de ejercicio de la presidencia de los Estados Unidos por un hombre, Obama, cuyo prestigio – tras el choque producido en la opinión por su llegada al poder – fue disminuyendo a medida que se incumplían, una tras otra, las promesas hechas durante su campaña electoral. Recordemos, entre otras: el cierre de la ignominiosa prisión de Guantánamo; la retirada progresiva de las tropas USA del avispero afgano y de la guerra – devoradora de vidas humanas y de recursos – de Iraq; la política de apoyo a Israel; una nueva relación con los países «progresistas» de América Latina; el fin del aislamiento de Cuba, etc.

La popularidad inicial de Obama, que algunos calificaron de Obamanía, su componente irracional basado, en gran parte, en el hecho de que por primera vez un político negro iba a ocupar el despacho oval de la Casa Blanca, trajo a mi recuerdo un libro que leí siendo adolescente. Llevaba por título «El negro que tenía el alma blanca» y era una obra de Alberto Insúa, escritor que al parecer gozó de cierto prestigio en el primer tercio del siglo pasado.

Escarbando en mis recuerdos, logré reconstituir con dificultad la trama de aquella obra. Lo que retuve ante todo fue el que el protagonista fuese un hombre negro poseedor de un alma blanca. Y que, para su desdicha, se hubiese enamorado de una mujer blanca. Yo interpreté como una desarmonía inexplicable el que poseyese por un lado un cuerpo y una piel de color negro, y por el otro un alma de color blanco. Esa extraña distorsión era, a no dudarlo, la causa del drama afectivo vivido por el protagonista: en efecto, la mujer que amaba le quería o apreciaba la calidad de sus sentimientos, inequívocamente blancos, pero no podía al parecer superar la barrera del color que los separaba.

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…Que en estas últimas décadas nuestro planeta ha girado sobre sí mismo un número incalculable de veces y que, con el tiempo, esas barreras impuestas por la pigmentación de la piel empezaron lentamente a borrrarse (por supuesto sin desaparecer), son hoy en día hechos innegables. Ahí están para probarlo Obama y su «first lady». He de reconocer, pese a todo, que el recuerdo de esa novela, difuminado por el tiempo, tuvo para mí un mérito especial: el de obligarme a reflexionar sobre el choque – político, estético y emocional – producido por la llegada de un hombre negro al frente de la nación más poderosa de la tierra. Mi interrogación, fue la siguiente: ¿podría darse en Obama la misma dualidad que en el personaje de Insúa?: es decir, poseer un alma blanca dentro de un cuerpo negro. O quizás ser, lo que todos esperábamos: un presidente negro dotado de un alma negra. De ser así, se hubiera abierto quizás, para la humanidad, una era de paz y de justicia. Para todos nosotros, excepto para un amigo, compañero de añejas batallas, que me llamó un par de meses después de haber sido elegido Obama, para darme la feliz nueva:

«Oye… ¿Te has enterado de que en América han elegido a un presidente negro?».

Fuera de este caso, que rozaba la astenia informativa, hay que reconocer que todos, o casi todos, sucumbimos, en mayor o menos medida, a esa esperanza de un cambio inminente. Sin pensar que era poco probable que un presidente de los Estados Unidos negro, tuviese un alma negra.

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El entramado oligárquico que en torno a Bush ofreció al mundo, a cara descubierta, la faz más hiriente y agresiva de América, había leído probablemente, antes de dar paso a la figura de Obama, no sólo el libro de Alberto Insúa ( y deducido que esas dos caras, la blanca y la negra, antitéticas, no eran peligrosas para sus intereses), sino quizás otros libros inscritos en una tradición literaria (y cinematográfica) que renovó las imágenes precedentes del hombre negro, en las que este aparecía como una amenaza, o como un recurso natural más. La nueva imagen que vehiculaban esos medios era, habitualmente, la de un ser sumiso, felizmente salido de la noche de la esclavitud, y poseedor de sentimientos que lo aproximaban a nuestros cánones de hombres blancos. Pienso en «La cabaña del tío Tom«, en la que los criados negros, entre otros rasgos definitorios de su candidez y bondad innatas, eran descritos como seres sensitivos, capaces de querer a sus hijos y a los hijos de sus amos como si fueran suyos.

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La figura del negro, en particular la del negro americano – no olvidemos que Obama no es más que la continuación sublimada y humanizada de aquellos arquetipos – se fue paulatinamente inscribiendo en nuestro imaginario como la expresión última del sufrimiento y de la capacidad de resignación del ser humano: el negro sirviendo a sus amos, el negro inclinado sobre la gleba o elevando sus preces al cielo, entonando ritmos y bellas canciones impregnadas de dolor, o lustrando los zapatos de los habitantes de las grandes urbes. Hasta la aparición en el seno de esa comunidad, a partir de los años 30, de portavoces de una identidad ignorada, cuando no sofocada: la del hombre negro. De esa larga lista de poetas, músicos y, particularmente, de escritores afroamericanos, recordamos, entre otros, los nombres de Langston Hugues, Richard Wright, Eric Baldwin, Toni Morrison.. Con su talento y compromiso social contribuyeron a dar a conocer y a denunciar la marginación y explotación que sufría, y sufre aún, la comunidad negra de los Estados Unidos. La semilla que depositaron desembocó en la lucha por los derechos civiles, que fructificó y tuvo su epílogo en los años 68. Culminaría con el asesinato de dos de sus figuras más emblemáticas: en 1965 la del activista, convertido al Islam, Malcom X. Y en 1968, la del pastor Martin Luther King …Esa lucha daría paso, posteriormente, a un movimiento radical, el de las Panteras Negras, que reivindicó derechos inasumibles por el hombre blanco y la sociedad americana. La invención de un concepto nuevo, el del «Black Power», el Poder Negro, defendido con las armas en la mano, provocó una reacción brutal del gobierno americano, que finalizó con la liquidación física de la mayoría de los componentes de este partido.

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Obama es la respuesta institucional, convenientemente edulcorada, a la esperanza – en este caso poco menos que extendida al conjunto de la humanidad – de nuevos cambios profundos, como los que provocaron esos movimientos dentro de la sociedad americana. Unos movimientos poco menos que olvidados hoy en día, pero peligrosamente latentes, por no haberse dado una respuesta de fondo a sus reivindicaciones, salvo la del reforzamiento de los aparatos represivos y de control social.

Programado como lo son la mayoría de esos best-sellers en que se mezclan, hábilmente dosificados, los ingredientes de un éxito seguro, el nuevo presidente, en sus primeras apariciones, ofreció la figura de un hombre joven, inequívocamente negro, poseedor de una amplia cultura blanca y, sobre todo, de un discurso ilusionante. Pero dispuesto, no lo olvidemos, – como todo presidente americano que se precie de serlo – a manejar alternativamente el «stick», el palo (véase, los 30.000 soldados a punto de ser enviados a Afganistán o las futuras bases implantadas en Colombia, cerca de la frontera venezolana), y la zanahoria: con medidas de carácter social, entre las que destaca la reforma – previamente descafeinada respecto al proyecto inicial – del sistema sanitario vigente, que en la actualidad deja desasistidas a millones de personas.

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Yo también…

Yo también canto a América./Soy el territorio oscuro./Me hacen comer en la cocina/cuando llegan las visitas./Pero me río,/y como bien,/y me pongo fuerte./Mañana/me sentaré a la mesa/cuando lleguen las visitas./Nadie me animará/ a decirme:/»Vete a la cocina./Entonces, /además verán lo hermoso que soy/y tendrán vergüenza./Yo, también, soy América.

Langston Hugues

 

Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.