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Obama y la magia de las palabras

Fuentes: Rebelión

Obama constituye junto a Franklin Roosevelt, John Kennedy y Ronald Reagan, uno de los cuatro grandes comunicadores llegados a la presidencia de Estados Unidos en el último siglo. Esa condición viene dada por la capacidad para movilizar las fibras emocionales de sus ciudadanos, logrando transmitir ideas y esperanzas. La fórmula, desde luego, no siempre es […]

Obama constituye junto a Franklin Roosevelt, John Kennedy y Ronald Reagan, uno de los cuatro grandes comunicadores llegados a la presidencia de Estados Unidos en el último siglo. Esa condición viene dada por la capacidad para movilizar las fibras emocionales de sus ciudadanos, logrando transmitir ideas y esperanzas. La fórmula, desde luego, no siempre es la misma. Roosevelt y Reagan lo lograron proyectando un ambiente distendido, susceptible de crear una sensación de intimidad entre ellos y los radioescuchas o los televidentes. Eran, en tal sentido, maestros de los medios de comunicación a su alcance. Kennedy y Obama caen en la categoría más convencional de los grandes oradores. Políticos en sintonía con la herencia retórica de Lincoln, cuyas frases impactantes quedan grabadas en el imaginario colectivo.

Obama, al igual que Roosevelt, Kennedy y Reagan, es portador de un programa de gobierno transformador. En tal sentido, su talento comunicacional está al servicio de un ambicioso proyecto de cambio. Cabría preguntarse, por tanto, qué tan decisivo resulta este tipo de talento para la materialización del cambio ambicionado.

Si bien la condición de gran comunicador se identifica con un liderazgo de alto vuelo, es evidente que ésta por si sola no está en capacidad de garantizar resultados. Roosevelt y Reagan supieron combinarla con tenacidad y consistencia de propósito extraordinarios, lo que se tradujo en presidencias transformacionales. Kennedy, por el contrario, resultó demasiado cauto como para convertirse en un artífice del cambio. Fueron necesarios el impacto emocional de su asesinato y la condición de gran operador político de su sucesor, Lyndon Johnson, para que los ideales de Kennedy tomaran forma.

A pesar de sus pocos meses en la presidencia, Obama pareciera situarse en el terreno de Kennedy y no en el de Roosevelt y Reagan. Quizás su condición de negro en un mundo de blancos lo habituó demasiado a la práctica de la concertación para no lucir como radical, lo cual le hubiera imposibilitado su ascenso a las grandes ligas políticas. Su búsqueda permanente de consensos se convierte en el mayor obstáculo para alcanzar la consistencia de propósito. El mundo político de Washington resulta demasiado atomizado, la cultura organizacional de sus instituciones públicas demasiado enraizada, los intereses creados que se confrontan demasiado poderosos, como para prevalecer por el camino de la cautela.

En el lado positivo Obama cuenta, al igual que Roosevelt y a diferencia de Kennedy y Reagan, con una poderosísima herramienta política: ingentes recursos económicos para sacar al país de una gran crisis. Ello permite doblegar resistencias y negociar desde una posición de fortaleza. En el lado negativo, y a diferencia de Roosevelt, Reagan y Kennedy, Obama no pareciera contar con el viento de la historia a sus espaldas. A juzgar por las encuestas, la mayoría de sus conciudadanos no pareciera acompañarlo en sus proyectos de cambio.

Una sola cosa es cierta: la magia de las palabras no basta.