Las únicas muñecas con las que disfruté jugar cuando niña eran de papel, algo hoy tan arcaico como entonces me parecía el balero de madera que marcó la infancia de mi padre. Esas muñecas venían pudorosamente cubiertas con ropita interior y las vendían en paquetes de diferentes conjuntos de ropa, accesorios y peinados o sombreros […]
Las únicas muñecas con las que disfruté jugar cuando niña eran de papel, algo hoy tan arcaico como entonces me parecía el balero de madera que marcó la infancia de mi padre. Esas muñecas venían pudorosamente cubiertas con ropita interior y las vendían en paquetes de diferentes conjuntos de ropa, accesorios y peinados o sombreros con pequeños bordes que se doblaban para fijarlos al papel. Mi primer año de escuela fue aburridísimo, excepto por la hora de recortar, dibujar y pegar. Tenía unas tijeras especiales, con la punta roma para no hacerme daño, un juego precioso de lápices de colores y un resistol del elefantito, es decir, pegamento blanco que quien haya habitado el México de los setenta guardará sin duda en su memoria. Después todo fue estudiar y crecer, a veces más lo segundo que lo primero, y también divertirse y no pensar demasiado. Hasta que mi interés en el papel volvió y arrasó con todo en la época universitaria: enloquecí con el arte objeto y me inscribí en un taller donde aprendí a contar historias con residuos de todo tipo de materiales. Hice un libro objeto que a la fecha miro con orgullo trasnochado, y más de un hombre de mi vida recibió algún separador para libros con el sello de mis ideas en tinta china sobre papel kraft. Cuando no hubo remedio transité a la informática y dejé de lado el papel, aunque empecé a obsesionarme con su sentido figurado: el papel de las personas, de las instituciones, de las acciones, de las decisiones. Me pregunté cuál habría de ser mi propio papel y decidí, en adelante, tener ese pensamiento siempre a la mano, es decir, recordarme la importancia de asumir una postura, porque hay realidades y situaciones en las que no tomar partido, no desempeñar un papel, equivale a ser cómplice. Así sucede, por ejemplo, ante el conflicto del Sáhara Occidental.
Intuía que después de su visita relámpago a los campamentos cercanos a Tinduf António Guterres, Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, sentiría lo mismo que quienes hemos atestiguado, así sea fugazmente, las atroces consecuencias de someter a un pueblo al exilio forzado a punta de bombas, colonos invasores y muros: la exigencia de ser mejores personas. Se trata de una decisión individual en la que se elige (o no) denunciar la injusticia y actuar desde el espacio inmediato. Así van surgiendo grandes y pequeños gestos de solidaridad acordes a las posibilidades reales de cada caso, y grandes y pequeñas indiferencias que resuenan según el impacto de su inmovilidad. Era de esperarse que un ser humano con enorme margen de acción como António Guterres hiciera declaraciones grandilocuentes sobre la urgencia de aliviar las penurias de la población refugiada saharaui, por eso el 10 de septiembre pasado afirmó apesadumbrado que el ACNUR otorgaría una ayuda de 12 millones de dólares a los campamentos. Pocos días después la prensa dominante española informó del condicionamiento de una ayuda más generosa a la realización de un censo, y otros días más tarde Guterres afirma que, gracias a tomas aéreas, la ONU calcula que la cantidad de personas refugiadas es solo 80.000, no 165.000 como afirma el Frente Polisario. Supongo que ahora empezará el jaloneo para definir si son peras o manzanas, y cuántas moneditas amerita la preservación de cada vida humana, estrategia por demás perversa. Mientras tanto, la población saharaui, una vez más, esperará a que las instituciones hagan algo, lo que sea (porque la comunidad internacional se reconforta con desfachatez ante esa proverbial paciencia). Mientras tanto, Marruecos y sus aliados ganarán tiempo y las buenas conciencias dormirán tranquilas gracias al somnífero de las falsas expectativas.
Por si el panorama no fuera lo suficientemente sombrío, leo en la invaluable memoria de las jornadas 2006 y 2007 de las universidades públicas de Madrid organizadas para discutir el tema del Sáhara Occidental que ya en 2005 se llevó a cabo un recorte para limitar la ayuda del ACNUR y el Programa Mundial de Alimentos de 158.000 a 90.000 personas refugiadas, algo que con bastante razón el Ministro de Cooperación de la RASD, Salek Baba, denominó en las jornadas como «la política del hambre». Cabe preguntarse si esa criminal reducción de 43% se basó en un censo o cualquier otro instrumento matemático fiable para respaldar decisiones cuyas consecuencias afectan a varios miles de personas. Pecaré de paranoica y me atreveré a inferir que no, porque si se hubiese realizado un censo en 2005 no existiría la necesidad de llevar a cabo otro hoy so pretexto de condicionar la ayuda.*
Inmersa en esas reflexiones asistí este 19 de septiembre a la conferencia de Mohamed Ahmed Labeeid, representante de la Asociación de Familiares de Presos y Desaparecidos Saharauis, en la Universidad Nacional Autónoma de México. En una población de por sí numéricamente pequeña y azotada por políticas que apuntan al exterminio, lo «normal» es que ninguna familia saharaui sobreviva intocada por la desaparición o la represión marroquí en los territorios ocupados, inaccesibles a la prensa y a los grupos de observadores internacionales, donde la clandestinidad empieza desde el acto de portar o levantar una bandera de la RASD. Lo «normal» también es que gente como Mohamed Ahmed Laabeid se adhiera a Afapredesa y constituya un colectivo militante que denuncia el silencio cobarde de la comunidad internacional al verse en el pozo de una tragedia familiar (en su caso, el secuestro, la desaparición y el posterior asesinato de su hermana Kaltoum cuando contaba 20 años de edad). Lo «normal» es que se tenga la documentación de aproximadamente 90% de los casos de desapariciones forzadas y se hayan detectado al menos cuatro fosas comunes que no se pueden investigar por la renuencia del Estado marroquí y la connivencia de las potencias que conforman el Consejo de Seguridad. Lo «normal» es que el 21 de septiembre, durante la segunda conferencia de Mohamed Ahmed Labeeid en otra universidad del Distrito Federal, hubiera una irrupción marroquí tal y como suele haberlas en otras latitudes cuando de escuchar la voz saharaui se trata. Vivimos en tiempos de una normalidad tóxica.
Recientemente leí un ejemplar de Don Quijote, el azri de la badia saharaui, antología que hace homenaje a la obra de Cervantes y la transporta, a lomo de camello, al desierto de la añoranza. Me maravilla y conmueve que el pueblo saharaui, como el latinoamericano desde hace siglos, conserve la lengua del colonizador, una lengua que es condena geopolítica en la región francófona del Magreb y a la vez canal de comunicación para hacerse oír en Occidente. Pero el idioma es tan solo una de las similitudes que nos hermanan con el Sáhara Occidental: pertenecemos al llamado «sur global», nuestra gente es morena, padecimos las contradicciones de la corona española, conocemos el rigor de la represión financiada y entrenada por potencias extranjeras, nuestra historia cuenta cifras escandalosas de personas detenidas desaparecidas, entendemos el abismo que encierran palabras como pobreza o despojo, y sabemos que el ataque más eficaz empieza por el estómago, porque el hambre prácticamente todo lo puede. Nuestras raíces nos recuerdan que la lucha no es solo por la independencia, sino también por la denuncia, sabemos poner al mal tiempo buena cara y mezclar extrañamente la pena con la alegría, conocemos el derecho inalienable a la resistencia y también hemos constatado, en carne propia y con múltiples exilios, cuánta razón tuvo Neruda al afirmar que la solidaridad es la ternura de los pueblos. Por eso es urgente decirles, desde nuestro lugar en el mundo, que la esperanza es útil para renovar fuerzas, pero no debe ser el único asidero cuando la intervención de las potencias convierte en rehenes a países enteros. Aquí nos sobran botones de muestra: ayer y hoy, el bloqueo de Cuba, antes el Plan Cóndor y la Escuela de las Américas, y su infame papel en Panamá, Guatemala, El Salvador, Bolivia, República Dominicana, Argentina, Perú, Nicaragua… ahora el Instituto de Cooperación para la Seguridad Hemisférica y la Fundación Nacional para la Democracia, y la continuación de la injerencia mediante el Plan Mérida en México, las bases militares en Colombia, Guantánamo, Perú, Puerto Rico, Honduras, El Salvador, Panamá, el reciente golpe de Honduras o el intento de golpe en Venezuela, país que junto con Ecuador y Bolivia está en la mira.
Un amigo saharaui me contó que un viejo poeta del desierto hace tiempo dijo «La cuestión del Sáhara se resolvería fácilmente si tuviéramos unas enormes tijeras: con ellas recortaríamos nuestro país del mapa africano y lo pegaríamos en algún rincón de Latinoamérica. Podemos hablar el idioma, nuestra piel tiene las mismas tonalidades y allá no molestamos a nadie». No sé si la solución sería mágica, pero no puedo evitar el deseo de volver atrás y reencontrar aquello que a los cuatro años bastaba para resolver el mundo con unos trazos y una pizca de creatividad: las tijeras escolares, el resistol del elefantito y los lápices de colores.
Fuente: http://my.opera.com/mujerypalabra/blog/2009/09/22/la-burocracia-internacional-ii