Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
La mejor indicación de la profundidad de la crisis en la Costa de Marfil se encuentra en su propio nombre.
Por conocida que sea ahora como probable principal proveedor global a la industria del cacao, comenzó su vida como un sitio en el que se encontraba marfil.
Era, claro está, inmediatamente al lado de una costa en la que se encontró oro y en el área costera en general donde también se obtenían esclavos. Sólo mercancías. Nunca gente.
Actualmente hay optimismo de que el país vuelva a ser la fuerza motriz de la región.
Sin embargo, las realidades de la historia del país indican que el ingreso de Allassane Ouattara a la Casa de Gobierno no será más una cura que la presidencia de Laurent Gbagbo.
Aunque es ciertamente verdad que cerca de un 54% del electorado votó por Ouattara, significa que casi la mitad -el 46% que votó por Gbagbo- votó en contra.
Hablar locuazmente a ciudadanos empobrecidos sobre ganadores y perdedores en esas circunstancias puede por ello llegar a ser contraproducente, especialmente cuando sienten que el resultado pone en peligro su sustento.
La actual crisis parece conllevar la antigua resonancia histórica: Que los bienes económicos de la región siempre han tenido más importancia para el mundo que la gente que vive realmente en ella.
Esto podría ayudar a explicar por qué, a pesar de que la gente está políticamente dividida casi a medias, las potencias occidentales están repentinamente determinadas a velar de que un resultado electoral africano, por marginal que sea, sea implementado integralmente no importa cuánto poderío militar deba ser movilizado.
Todo esto en defensa ni siquiera de una economía, sino de una materia prima de la que dependen algunos desafortunados votantes africanos.
Este resultado oculta, sin embargo, un malestar mucho más profundo que podría llevar a que el país se dirija hacia décadas de inestabilidad si no se encaran honestamente las preguntas más fundamentales sobre sus orígenes.
La economía del cacao marfileño creció mucho más que la capacidad de la población original para trabajarlo, y con ello comenzaron décadas de creciente dependencia de mano de obra de migrantes informales de los países vecinos. Es donde comienza la historia real de la crisis.
La base de apoyo norteña del hombre declarado vencedor en las aciagas elecciones de noviembre incluye a descendientes de generaciones de migrantes que llegaron al país para satisfacer las necesidades de mano de obra de la industria del cacao.
Como ahora incluyen a casi la mitad de la población, su estatus en el país ha sido sometido al escrutinio legal y a giros en U políticos que van desde ser considerados inmigrantes ilegales a ser declarados nuevos ciudadanos naturalizados.
Esta vacilación reveló un problema más profundo de «ansiedad de estatus» entre los pueblos originales que se consideraron primero marfileños al comienzo del proyecto colonial, y que ahora han sido casi superados en número por los trabajadores extranjeros, y a quienes Gbagbo, en su desesperación, pretendió crecientemente representar.
Los dos ejércitos que se enfrentaron en el país de los colmillos de elefante realizaban una marcha gemela hacia la muerte de esas dos narrativas contradictorias y en última instancia estériles de la ciudadanía africana contemporánea.
La cultura autocrática creada por la necesidad francesa del hombre fuerte post colonial, Houphouet Boigny, significó que habría pocos mecanismos para moderar políticamente y calmar este problema.
La Unión Africana, por su parte, se ajustó a su objetivo de mantener todos los antiguos Estados-plantaciones europeos como eran cuando partieron los europeos, y por lo tanto su posición es familiar.
Les ayudó que parecían estar al lado respetable de la historia, e insistieron en que el asediado Gbagbo aceptara la voz de los votantes, y se apartara.
Ciertamente Gbagbo no tenía ningún derecho a insistir en que él es presidente sobre gente que -por su propia admisión- ni siquiera él sabe por quién votó, sea por él o por su oponente.
Además, si de verdad fuera el campeón de los indígenas del sur de la Costa de Marfil -como ahora pretende- probablemente tampoco tendría derecho a aspirar a ser el presidente de la maquinaria colonial que busca la erosión progresiva de semejantes identidades pre-coloniales para facilitar mucho más el saqueo colonial y post colonial.
Las oficinas presidenciales africanas ofrecen todos los instrumentos equivocados con los cuales tratar de comprender -y ni hablar de solucionar- las inmensas complicaciones históricas causadas por la aventura imperial árabe y europea en África.
Los candidatos a presidente corresponden por lo tanto cada vez más a la descripción de «dos calvos que se pelean por un peine».
Al demostrar su falta de previsión estratégica por no reorientar su política hacia algo que no derivaba toda su legitimidad del Estado mismo que consumía a los nativos que pretende representar, el propio Gbagbo fue totalmente batido.
Se quedó sin reputación entre los importantes centros de toma de decisiones políticas, diplomáticas y financieras internacionales.
El verdadero desafío político no era tanto decidir quién venció en el conflicto sino cómo resolver qué pasará con los perdedores.
La propia guerra de Ouattara nació de las pérdidas de los norteños en las anteriores confrontaciones.
Al centro de esto se encuentra la gran pregunta que no puede ser mencionada de la política africana: ¿Deben aceptar los africanos las artificialidades en las que viven, por el bien de preservar las economías de propiedad extranjera subyacentes, o deben buscar un camino para reafirmar sus verdaderas identidades?
Si vale lo segundo ¿qué pasa con el moderno migrante africano? ¿Y asegurará un mejor nivel de vida para todos?
Por lo tanto, a los africanos se les niega primero todo derecho a pertenecer, y luego se les ofrece que lo obtengan sólo a costas de la privación de los derechos de otros.
Se suponía que elecciones regulares resolverían este dilema. Pero Costa de Marfil no es el único país africano con cuestiones insolutas de ciudadanía e identidad y por ello el derecho a la participación cívica castra esa aspiración.
En Uganda, el presidente Museveni fue obligado a conceder oficialmente precisamente este punto debido a la presión popular cuando los indígenas de Bunyoro rico en petróleo, exigieron que trabajadores migrantes de otras partes del mismo país fueran excluidos de puestos electivos en la región.
La máxima tragedia para Costa de Marfil no es que Gbagbo haya sido echado por la fuerza de las armas, sino que algún otro lo haya reemplazado por los mismos medios.
Y todavía no conocemos el verdadero registro electoral.
………..
Kalundi Serumaga es activista político y cultural que vive en Kampala.