El sociólogo estadounidense James Petras afirma que “el imperialismo cultural norteamericano tiene dos objetivos principales, uno de carácter económico y otro político: capturar mercados para sus mercancías culturales, y capturar y conformar la conciencia popular”. De esta pasta imperialista está modelada la conciencia del norteamericano ejemplar, convertida en sentido común hegemónico.
“La cultura es, en primer lugar, expresión de una nación, de sus preferencias, de sus tabús, de sus modelos”.
-Frantz Fanon, Los condenados de la tierra.
La industria cultural estadounidense es la maquinaria propagandística e ideológica más gigantesca que el ser humano ha creado. Si ésta ha logrado expandir sus tentáculos anestésicos por el planeta, en una suerte de imperialismo cultural globalizado, qué no será capaz de hacer en su propio vientre. Sin embargo, al vientre del monstruo le crecen las indigestiones. La primera de ellas, la derivada de las crisis cíclicas producto de las contradicciones propias del capitalismo, en su feroz fase neoliberal parasitaria, que tienen en plena decadencia a la que en el siglo XX se consolidó como potencia hegemónica. Como afirma el educador popular Guillermo Cieza, “su deuda externa supera los 21 billones de dólares y sus reservas no superan los 450 mil millones. La confianza en el dólar se mantiene sobre bases endebles, que pueden desnudarse si aparecen otros lugares de refugio más seguros para los capitales. Como ya se ha dicho, nadie es más cobarde que el capital”1.
También le crecen en su vientre los virus. Y no hablamos solo del Sar-Cov-2, sino de otro tipo de virus, más letal para el modelo, más amable para la humanidad: el de las rebeldías.
Desde el primer caso detectado de COVID-19 en EE.UU., el 21 de enero de 2020, hasta hoy, se contabilizan oficialmente cerca de 8 millones de personas contagiadas y 217 mil fallecidas. Solo en los tres primeros meses de pandemia, hubo más de 100 mil muertos, cifra “mayor que la suma de los muertos de Estados Unidos en las guerras de Corea (1950-1953) y Vietnam (1954-1975), donde perecieron unos 93 mil soldados”2, relata el pensador colombiano Renán Vega Cantor. Un sistema de salud privatizado, sin mecanismos de prevención y detección territorial del virus, con los que sí cuentan países dependientes del “eje del mal” como Cuba o Venezuela, convierten a Estados Unidos en epicentro del desastre, ante la mayor crisis sanitaria de su historia, hecho que profundiza la crisis social total del modelo.
No obstante, no todos los sectores sociales que habitan en los Estados Unidos corren la misma suerte, ni todos son iguales ante la amenaza del Covid-19. No es lo mismo ser hombre blanco nacido en Estados Unidos, de “buena familia”, profesional cualificado, y vivir en el Soho que mujer mexicana, inmigrante, madre soltera, trabajadora precaria y habitar en el Bronx.
Magda nació en el Estado de Guerrero, en México, “un Estado sanguinario”. Cuando apenas tenía dos años, mataron a su papá. Su abuelo también fue asesinado. Nunca tuvo ocasión de ir a la escuela. “Soñaba estudiar medicina. Cuando sea grande voy a estudiar y voy a ayudar a la gente, decía. Recuerdo que como éramos pobres la gente se burlaba de nosotros. Los niños, como me veían sucia, a veces recogía comida de la basura para poder sobrevivir, trabajaba en el campo y andaba sin zapatos, me decían que era la soñadora, la cenicienta, me golpeaban…”. La pequeña Magda siguió soñando. A los 14 años, “ocurrió una tragedia en mi vida. Me secuestraron, abusaron de mí, personas que estaban envueltas en sembradíos de droga. Estuve en shock por dos semanas, no me podía mover, no comía nada, y me amenazaron con matar a mis hermanos, a mi mamá, si decía algo. Me escapé, no tenía a dónde ir, tenía mucho miedo y pensé que realmente nos iban a matar, entonces traté de suicidarme con un veneno estuve en coma por unos días, desperté en el hospital y me escapé de allí. Estuve un tiempo sin comunicarme con otras personas, no salía. En ese tiempo, un muchacho que crecimos juntos, que era como mi hermano, me ayudó a venir para acá”.
La travesía de México a EE.UU. fue otro infierno. “Nos dividieron en dos grupos, mi amigo no se quedó conmigo, nos abandonaron en el desierto y de mi grupo nada más sobrevivimos dos jóvenes y yo. Fui la única mujer sobreviviente”. A llegar a EE.UU., se quedó en la calle hasta que encontró una amiga de su pueblo y consiguió un trabajo. Desde 2012 se dedicó a cumplir ese sueño pendiente: estudiar. Mientras, trabajó en su mismo colegio ayudando a estudiantes con dificultades. Hoy tiene tres hijas, se ha graduado como promotora de Salud Pública y vive en el Bronx. Su trabajo social lo desarrolló de la mano de la Coalición Mexicana, una organización que lleva programas de salud a las comunidades más vulnerables, no solamente a la comunidad mexicana. Dan clases de inglés, ciudadanía, salud, hábitos alimenticios, apoyo jurídico para trámites de residencia, a través de abogados, trabajadores sociales, psicólogos…
Durante la actual crisis sanitaria provocada por el COVID-19, esas redes de solidaridad son el aceite que mantiene en marcha la maquinaria vital de las comunidades más desprotegidas en EE.UU. Las poblaciones latinoamericana y afrodescendiente son las más marginadas y excluidas: mano de obra precarizada y explotada, son también hoy los sectores más vulnerables ante la crisis sanitaria, carne de cañón para la pandemia. La población migrante se ha convertido, a su vez, en objetivo de las políticas supremacistas del gobierno de Donald Trump. En este tiempo, se ha acelerado la expulsión de personas en situación irregular. Los centros de detención de migrantes, verdaderos campos de concentración, están saturados. “Junto con la expansión del Covid-19 por todo el territorio de los Estados Unidos se acentúa la persecución contra los migrantes, 40 mil de los cuales son prisioneros en campos de concentración, donde soportan en carne propia la `pesadilla americana´, a lo que se adiciona el peligro de contagio, ante el hacinamiento y las pésimas condiciones sanitarias”3.
Las declaraciones de Donald Trump respecto al Covid-19 han ido desde el “lo tenemos todo bajo control”, al “mantener la calma y seguir adelante”, pasando por el «es una gripe», “pronto tendremos una vacuna”, «se irá con el calor», “lo único a lo que debemos temer es al miedo mismo”, o «desaparecerá. Un día, como un milagro, desaparecerá», a lo que añadió: «Las cosas podrían ponerse peor antes de mejorar. Pero tal vez se vaya. Ya veremos. Nadie lo sabe en realidad». Quizás ahora que ha contraído la enfermedad nos regale nuevas perlas para la colección. Eso que podríamos llamar pensamiento Trump no es tal, dado que sus posiciones, que van del negacionismo a la despreocupación o la indiferencia, se manifiestan en amplios sectores de la población estadounidense.
Si podemos señalar una característica fundamental de la cultura hegemónica norteamericana, la podríamos reducir a su carácter individualista y competitivo, que produce un sujeto caracterizado por el autismo social, incapaz de mirar al otro, de convivir responsablemente en sociedad. Carácter hoy camuflado bajo seductores mantras tallados en laboratorios del pensamiento mercantil. Flexibilidad, innovación, adaptación, incertidumbre, riesgo, desafío, positividad, asertividad, trabajo en equipo o cooperación… Nuevos dogmas del emprendedurismo capitalista que pare sujetos capaces de pisar al de al lado con una sonrisa tal, que hace parecer que le está haciendo un favor. Lo que Richard Sennet llamó “La corrosión del carácter” se reafirma con subjetividades tan perversas como naturalizadas. ¿Es casualidad que en EE.UU. hoy se hagan fiestas multitudirarias consistentes en invitar a infectados de coronavirus y se premie con la caja a la primera persona contagiada?
Si al anterior boceto del pensamiento “yankee” añadimos un par de tonos, podemos cuasi completar el cuadro que define el “american way of life”, a saber: clasismo y supremacismo (de etnia y género, es decir, racista y patriarcal), labrados bajo un fundamentalismo religioso de carácter protestante, calvinista y puritano, perfectos colores para la paleta capitalista. Hombre blanco, profesional liberal, patriota, anticomunista, de familia heterosexual con hijos y posición de clase acomodada actúan como factores normativos. Cuadro que admite nuevas diversidades, sin perder por ello su esencia.
La resultante de semejante popurrí, es una sociedad que considera su modo de vida como el modelo elegido por Dios para extender su dominio al mundo entero. La naturalización y exaltación de la sociedad del desastre como eficaz forma de perpetuarla.
Silvia es de origen mexicano y vive en Long Island, en el estado de Nueva York. “Llegamos con una mano delante y otra detrás”, nos cuenta. Hoy, ella y su marido llevan una pequeña tienda que tuvieron que cerrar durante la pandemia. Participa en el grupo Running for Ayotzinapa 43, que nació como un espacio de apoyo a los familiares del emblemático caso de los 43 estudiantes normalistas desaparecidos en el Estado de Guerrero en 2014. Ante la crisis del Coronavirus, “muchos colectivos están organizados de diferente manera. Una de ellas, es realizando compras en grupo para abaratar costes”. Sin embargo, no todo es solidaridad en EEUU. Más bien estas experiencias representan excepciones presentes en las comunidades más marginadas. “La gente de Trump se mueve sin mascarillas. Realmente se ve una actitud diferente en las personas que le siguen. Para ellos, el virus no existe”. El prototipo seguidor de Trump, relata Silvia, tiene un comportamiento racista. “Ha aumentado el odio hacia la gente”.
[CONTINUARÁ]
Notas:
1 Guillermo Cieza, El mundo después del coronavirus, Vocesenlucha,
2 Renán Vega Cantor, Los vuelos del odio y de la muerte, Rebelión, 13/06/2020
3 Renán Vega Cantor, ibid.
Vocesenlucha. Comunicación popular. Pueblos América Latina, el Caribe y Estado español