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Reseña de "Lloro por King Kong" de Pablo Sorozábal

Para que todos lloremos (con rabia) por King Kong

Fuentes: El Viejo Topo

Pablo Sorozábal, Lloro por King Kong, Cambalache Narrativa, Oviedo, 2015, 250 páginas, prólogo de Santiago Alba Rico

«No es verdad que las obras se defiendan solas». Con estas palabras abre Santiago Alba Rico su prólogo -«El monstruo enamorado»- del libro que comentamos. Tiene razón el autor de Leer con niños. Entre todos debemos defenderlas; me toca a mí en este caso.

Un breve apunte sobre el autor, injustamente olvidado por casi todos nosotros. Músico fotógrafo, articulista, poeta y novelista, Pablo Sorozábal Serrano (1934-2007) escribió obras como La calle es mentira, La última palabra y la novela que estamos comentando. Fue también traductor, entre otros muchos autores, de Kafka, Fontane y Büchner. Por si faltara algo, fue un resistente (que vio rápidamente la trayectoria de la transición) y un prolífico compositor. El himno de la Comunidad de Madrid es obra suya. Otro, pues, de los (muy injustamente) olvidados. Yo mismo he tenido que amueblar de nuevo mi memoria recordando los artículos publicados por él en Egin de los años ochenta. Alba Rico habla en su escrito de «la justicia luminosa de sus frases, que él tallaba con tanto esmero provocador» (y que a mí, en ocasiones, tanto me recuerdan a las de otro autor que no debería ser olvidado, Thomas Bernhard). Un ejemplo de esa justicia luminosa: «Buenaventura Durruti aquel gran luchador antifascista al frente de su columna fue implantando con mano férrea el mercado libre, esto es, el comunismo, en las comarcas que liberaba de la dominación fascista durante los primeros meses de la Guerra Civil». Mercado verdaderamente libre asociado a comunismo: no está mal.

¿De qué va, qué es Lloro por King Kong? La respuesta al primer interrogante la tomo de la contraportada de la edición en papel del libro: «Madrid, mediados del siglo XX. Durante el velatorio del cadáver de don Julio Reyes, un acomodado paterfamilias de la España campante tras la Guerra Civil, sus allegados rememoran episodios en torno a la vida del fallecido y a las suyas propias durante los años de la contienda y reconstruyen un retrato sucio y cruel de la sociedad bienpensante que pretende representar. Lo que aflora es una crónica de falsedades, humillaciones e hipocresías, narrada a borbotones por un corro de voces -entre el testimonio directo y el flujo de consciencia- y que tiene su contrapeso en el personaje de Soledad, la criada de la casa, símbolo de todas las derrotadas y derrotados de la historia y auténtica protagonista de la novela».

Sobre el segundo interrogante, tomo pie de nuevo en el prólogo de Alba Rico: «Lloro por King Kong es una larga ráfaga, una sostenida, a ratos jadeante, racha de viento que transporta, como hojarasca y basura, la historia de nuestros abuelos y nuestros padres, separados no por una guerra civil sino por una diferencia de clase que es, al mismo tiempo, una diferencia de «alma»: dos «especies» enfrentadas, digamos, por su relación con la luz». «Una larga ráfaga», en efecto, así debe leerse.

Dos ejemplos, dos ilustraciones de esta ráfaga sostenida. El primero: las palabras con las que el autor abre el libro:

«Desde primeras horas de la mañana había comenzado a llegar coronas de flores. Eres imbécil, Sole, vuelve y mira otra vez, ladró la señorita Carolina a Soledad. No están en el aparador, señorita, le acababa de decir Soledad a la Señorita Carolina. Eres idiota, Sole, te digo que yo misma lo deje allí, vuelve y mira como Dios manda, no sé que de qué te sirve tener ojos en la cara». Todo el desprecio de las clases dominantes y dominadoras en apenas seis líneas, en la primera ráfaga de la novela.

El segundo ejemplo, de páginas posteriores, ya entrada la novela, dice así:

«Blanca interrogaba al arabesco pero no le decía nada, no le revelaba el misterio de su existencia, el misterio, sobre todo, de las cosas y los seres que la rodeaban. Don Julio ronca a su lado mientras Blanca ve en el techo la turbia luz de los atardeceres de verano anegando la habitación que habitara con Tomás y los niños en un barrio lejano y perdido de la gran ciudad, aquella luz de fuego naranja, verde, blanco, que chocaba brutalmente contra las tendidas sábanas puestas a secar en las cuerdas del patio, luz como un pájaro ciego, enloquecido, que topa contra las mallas de la red desplegada para atraparlo. La blancura de las sábanas, recuerda Blanca, era tan grande que los ojos se quedaban doloridos al mirarlas y casi daba miedo que la luz fuera a quemarlas, a convertirlas en montoncitos de ceniza blanca, mojada. Y recuerda también, sin entenderla, pues nada, absolutamente nada entiende de cuanto le ha rodeado siempre y le rodea, la brusca dulzura, imperiosa y apremiante, con que Tomás, cuando aún no se habían casado, la había tumbado una tarde entre dos grandes retamas allá en su pueblo, y sus manos habían invadido su cuerpo por debajo del vestido, y aquella cosa cálida y rígida había barrenado a ciegas entre sus piernas durante unos instantes. Y recuerda la boda, y al poco tiempo el primer hijo, y a los once meses el segundo, y la marcha a la gran ciudad lejana, y la muerte de Tomás bajo unos hierros roñosos que se desploman en el tajo, y Blanca no entiende nada, ella que lo único que querría, que lo único que le gustaría es entender, saber el porqué profundo, el porqué último de los pequeños porqués de todas las cosas. Y ante la falta de entendimiento Blanca se refugia en la total apatía, en la indiferencia absoluta, en un profundo e insensible extrañamiento del mundo, de sí misma, de todo».

Conclusión: no se pierdan esta excelente e imprescindible novela. Hay libros que nos transforman y duelen. Este, sin ninguna duda, sin exageración, es uno de ellos. Finalizo como empecé. Los libros no se defienden solos, de nosotros depende su defensa y conocimiento. Este Lloro por King Kong merece que lo dejemos desatendido. Con su defensa, nuestra defensa. Todos, en el fondo, somos Soledad, todos lloraremos, todos debemos llorar con una patata en la boca y a media voz, como hablando para nosotros, también debemos decir que lloramos por King Kong. Dígaselo a su amigo, dígaselo a su compañera. Practiquemos el boca a boca, la extensión generalizada. Nunca ha estado más justificado que en esta ocasión… Ni más justa.

PS. El siguiente es un regalo. Para almas sensibles y rebeldes. Es decir, para ustedes.

«Se sentó en él [en un sillón] y comenzó a hundirse lentamente con un tenue soplido de fondo. Se levantó y salió a uno de los balcones. La calle estaba desierta y gris. De pronto, sin saber por qué, se puso a recordar una tarde de domingo en que un chico la había llevado al cine Chueca a ver King Kong en programa de sesión continua y se habían visto la película tres veces seguidas y ella, Soledad, se había enamorado de King Kong con un amor dulce, profundo y loco, y había llorado cuando los aviones le ametrallaban en lo alto del rascacielos, y había sentido desprecio por aquella rubia idiota de la pantalla que no sabía amar a King Kong, y cuando se terminó la película y se encendieron las luces de la sala el chico que la había invitado al cine, al verla llorar, le había preguntado que por qué lloraba, y en vista de que ella no contestaba y seguía llorando y llorando en silencio, había hecho una seña al vendedor de patatas fritas, que en aquel momento se acercaba por el pasillo con su cesta de mimbre al brazo, y había comprado una bolsa y, volviéndose hacia Solead, le había dicho que cogiera, y ella había cogido una patata enorme y se la había llevado a la boca, pero en ese preciso instante un río de lágrimas le había resbalado por las mejillas y había ido a despeñase contra la patata, inundándola, reblandeciéndola, y ella había tratado de esforzarse por alzar los ojos y mirar al chico y sonreírle y quererle, pero se había dado cuenta de que en realidad no le quería, de que el único ser en el mundo a quien ella quería era King Kong, y entonces los ojos se le habían llenado otra vez de lágrimas, y el chico, con un gesto torcido, de fastidio y de rabia, pero al mismo tiempo cogiéndola de la mano y acariciándola entre las suyas, había vuelto a preguntarle que por qué lloraba, y ella, con la patata en la boca, y mirándole sin verle, a media voz y como para sí, le había contestado: lloro por King Kong.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.