País de residencia: reserva forestal Una tarde del año 2007, saliendo del trabajo entré a un de las reservas forestales que están cerca de donde vivo, llevaba viendo el rótulo «forest preserve» a lo largo de cuatro años y no me animaba a entrar. De estos bosques protegidos hay en todo el país, es raro […]
País de residencia: reserva forestal
Una tarde del año 2007, saliendo del trabajo entré a un de las reservas forestales que están cerca de donde vivo, llevaba viendo el rótulo «forest preserve» a lo largo de cuatro años y no me animaba a entrar. De estos bosques protegidos hay en todo el país, es raro el pueblito que no cuente con uno, me había negado durante 4 años porque los encinos me hacían recordar mis días de barrancos en mi infancia y para andar con nostalgias estaba yo.
Pero esa tarde sin pensarlo dos veces estacioné el automóvil y caminé entre la arboleda, para mi asombro me encontré a varios ciclistas, gente que andaba a caballo y también otros que simplemente caminaban disfrutando del paisaje. Salí del camino central y me fui por los atajos, me encontré puños de ramas secas que en otros tiempos las hubiera hecho un tercio y llevado a la casa para usarlas en el polletón, también abundaban las cáscaras de encino rojo, fue para mediados del verano y los arces estaban frondosos con sus hojas hermosas que ahí mismo hicieron que me enamorara de ellas y que se convirtiera en mi árbol favorito en este país.
Cuando vi los encinos rojos me dio por llorar, caminé hasta uno de ellos y acaricié su corteza, eran tantos que, en el vaivén emocional en el que yo vivía para esos años me llevó instantáneamente a las hondonadas de Comapa donde disfrutaba con mi abuelo, los matasanos, palos de nance, chaparrones, palos de pino blanco, conacastes y mis adorados encinos rojos. A los barrancos de Ciudad Peronia cuando recién habíamos llegado, estaban llenos de encinos, llegó a mi memoria la imagen junto a mi padre, él con su machete, su hacha y su lazo y yo con mi lazo y mi corvo cuto, nos íbamos los dos a buscar leña porque para aquellos tiempos nuestra estufa era un polletón. Regresábamos con un tercio cada uno cargándolo al mismo estilo: sobre los hombros.
Me hizo nuevamente regresar a la parvada de amigos con los que iba a barranquear por el puro placer de irnos de jeta en las hondonadas y regresar con chipilín y bledo para la cena.
El olor a monte despertó mi melancolía y fue imposible no llorar, diría que esa tarde fue la primera vez que yo lloré sin intentar reprimir mis lágrimas, siempre se me hacía un nudo en la garganta y ahí se quedaba porque buscaba la forma de contenerlas, para andar con lloriqueos no había llegado a Estados Unidos, decía. Pero aquella tarde salieron por más que hice para detenerlas, me senté a la orilla del río y no paré de llorar durante horas, cayó el atardecer y yo seguía ahí, absorta entre recuerdos y los encinos rojos, entre el agua del río y los arces, el olor a monte me hacía sentir viva y yo lo que quería era seguir lamiendo mis heridas.
Encontré tréboles que comí y volví a sentir el sabor a limón que tanto disfruté cuando iba de camino a la Fresera, o cuando iba a vender helados a las aldeas, el aroma de la hoja me llevó a la arada de mis amores y nuevamente a la compañía de mis cabritas. Todo aquello era una mezcla de sensaciones y emociones que de la única forma en que salían era con llanto.
Toqué nuevamente el zacate y vino a mí noviembre con sus barriletes y lo que nos perdíamos la parvada buscando las varitas de bambú para hacerlos, busqué escobillo pero no encontré, tampoco conacastes, añoré las flores de chacté y los de San Andrés, a cambio encontré unas muy parecidas a las de campana, llegué a confundir unas plantas con anís, también una frutas silvestres con mis adorados arándanos que cortaba en la aldea La Selva, en el cerco de la María del Tomatal.
Había pasado tantos años entre el asfalto y las mansiones que limpiaba que, cuando volví a reencontrarme con el monte mi corazón explotó jubiloso, no había manera de calmarlo, mi alma montuna estaba en su hábitat, el zarzal me llenaba de oxigeno, lo verde acariciaba mis ojos tristes, lloré y lloré y lloré.
Estaba en lo mío, en lo que amaba. Soy monte y tierra, soy cerros y hondonadas, quebradas y ríos, soy volcanes y lodazales.
Entre mis delirios de aquella tarde hasta imaginé que una enredadera silvestre era una mata de güisquil, es que guindados miraba los volados, malaya decía, para cortar las guías y hacer un mi caldo con flores de ayote, hojas de tomate y un huevo de gallina de patio. Suspirando me dejaron.
Encontré lo que buscaba, me decía. Lo que tanta falta me hacía estaba a escasos metros de donde vivía, y había pasado años sin querer reencontrarme con lo que me llenaba de vida. Fue el inicio de un romance entre la reserva forestal y yo que acabará solamente el día en que me deporten o muera.
Trato de ir por lo menos tres veces por semana. Al siguiente día revisé la bicicleta que había comprado en el 2004 para que me sirviera de transporte cuando no tenía automóvil para ir a trabajar, la había guardado desde entonces y la daba por difunta, la dejé nítida y esa misma tarde saliendo del trabajo agarré camino a perderme a la reserva forestal.
Volví a ser niña, saltando obstáculos, riachuelos, subiendo pequeñas empinadas, tal y como lo hacíamos con mis amigos de infancia, como tan pelados que éramos que para lujo de bicicletas no había y nos tocara ir a rentarlas donde el señor de la calle Madeira que encontró su mina de oro con la pobreza de los patojos de la colonia, un día llegó y puso su negocio de alquiler de bicicletas, todas despeltradas pero funcionaban. Lo que nos costaba ahorrar para alquilar una hora y una bici cada uno, pero qué gozadas nos dábamos: rodillas raspadas y de cuando en cuando un tubazo de aquellos que a los patojos por poco y los dejaba sin los de parlama y a mí me liberó del castigo de la virginidad.
Pedaleé kilómetros y kilómetros, a la orilla del río y acompañada de encinos rojos, arces y zarzal.
En el 2009 compré la cámara fotográfica de mis sueños, carísima para mi economía, barata para cualquiera que tenga un trabajo con prestaciones laborales, sueño de 16 años, ahorro de nueve. Día a día guardaba dinero en un recipiente plástico porque quería la cámara que nunca tuve. Mis papás no tienen fotos de cuando fueron niños, ni de adolescentes, habrá por ahí un par de cuando recién se juntaron, las pocas que tenemos las compramos con la señora de la calle Usumacinta, que las vendía a siete quetzales y nos tocaba ahorrar de la venta de helados para darnos el lujo. No hay una sola foto familiar, y mi sueño era comprar un cámara y fotografiar a toda mi familia, a mis amigos que tampoco tenían fotos, quería que por si la memoria nos fallaba existieran las fotografías como prueba de que existimos y no fuimos simples espectros en una colonia marginal.
Lo quise tanto, acaricié tanto esa ilusión pero la cámara llegó cuando estaba en Estados Unidos, aun no logro encontrar el equilibrio entre la añoranza de lo que no tuve y la fascinación de poder tocarlo hoy en día, debido a eso enloquezco por las fotografías, quiero tomarle fotos a todo, archivar mi vida en imágenes, disfruto mucho haciéndolo. El día que logré juntar el dinero, me fui a la tienda y me di el lujo de escogerla, llevaba años viéndola del otro lado de la vitrina, cuando pagué en caja y salí del lugar, llevaba los ojos llenos de agua, un sueño de 16 años se había cumplido y lo tenía en mis manos. ¡Mi cámara fotográfica! Pero no estaba mi familia para que posara para mí, no podía guardar en una memoria las imágenes de los eventos del clan ni del día a día. Me tomó tiempo comprenderlo, entender que las cosas son como son y punto.
Comprar la cámara fue el primer paso para decidir dejar de sentir culpa y comprender que yo también podía comprar cosas para mí, y disfrutar de ellas, que era válido hacerlo. Porque desde niña viví para otros, comprando cosas para otros, brindando soporte a otros, ¿qué de mí? ¿Un aliciente para mí? ¿Cuándo? Con la cámara inicié otro proceso.
La bicicleta que compré recién llegada, un día se la robaron de donde la tenía, sirvió para que me decidiera a invertir en la bicicleta de mis sueños, que es uno más de los lujos que me he dado en este país y en mi vida. También ahorré y un día me fui a la tienda y la compré. Es mitad montañesa y mitad de carrera. Una belleza…
De niña para fin de cada año escolar mi mamá me prometía que si lo ganaba me compraba mi bicicleta y llegué a maestra y nunca sucedió. Detesto que las personas hagan una promesa y no la cumplan. Hay que tener palabra. Así sea lo más mínimo que prometan hay que cumplirlo. Sin embargo llegué a tener una, una californiana.
Un día un tío, hermano mayor de mi papá llegó de visita y me encontró recién raspada de las rodillas al preguntarme qué me había pasado le conté que me había caído de una de las bicicletas que alquilaba el don de la calle tal, me dijo que él tenía una bicicleta nítida en su casa y que no usaba que al próximo viaje me la llevaba, que me la regalaba. Así lo hizo, pero aquella bicicleta de nítida solo tenía la burla, era una chatarra, sin frenos, las llantas más que pinchadas carcomidas, los tubos doblados, en fin inservible. Con un patojo que fue novio de mi hermana mayor y que era mi amigo la compusimos, aquel trabajaba pintando carros y un domingo por la tarde llegó con todo el equipo para pintarla, la lijamos y elegí el azul policromado, en segundos aquel con un soplete la manguereó y quedó hecha una belleza. Le compusimos las llantas y los frenos. Se convirtió en la consentida de la cuadra, todos querían colazo en la californiana con sus cuernos de chivo. A dónde no iba yo con mi bicicleta. Poco duró la emoción porque a los meses llegó nuevamente mi tío de visita y cuando la vio como nueva le dijo a mi mamá que se la iba a llevar porque desperdiciándose estaba en Peronia y que él la necesitaba, la otra que no tiene palabra también le dijo que estaba bueno, que agarrara viaje, así fue como vi a mi tío irse pedaleando en mi californiana con cuernos de chivo, hacia la estación de buses, jamás regresó de visita a la casa, no creo que fue por vergüenza de semejante bajeza, dejados es que son.
Cuando me gradué lo primero que hice con mi primer sueldo fue enganchar mi anillo de graduación que mi mamá también me prometió y que lo fuimos a encargar pero cuando tocaba dar el primer pago se hizo la loca y me dijo que no me merecía semejante honor, me gradué sin anillo (ahora comprendo que no tiene importancia y que no debería existir eso de los anillos, gastos innecesarios y negocio para otros) pero con mi cheque en mano fui a pagar la primera cuota y para agosto del 99 ya lo tenía pagado en su totalidad, la maestra que me avisó de la plaza de trabajo fue la que me acompañó a traerlo, fue el día de mi cumpleaños, compramos un pedazo de pastel y nos tomamos un café, ella puso el anillo en mi mano, no me dio clases porque daba en otro grado, pero vio mi esfuerzo sobrehumano para lograr graduarme, muchas veces me compró de las naranjas que yo vendía a la hora del recreo en la escuela, sabía que ese dinero era para mis pasajes.
Cuando emigré el anillo inmediatamente fue a dar a la casa de empeño, logré rescatarlo y que me lo enviaran con alguien que viajaba para Estados Unidos, aquí lo tengo, no lo uso, porque no uso anillos, pero ahí está en una gaveta y de cuando en cuando lo veo, me recuerda aquellos años de estudiante, el día en que mi maestra lo colocó en mi mano y la hazaña que más me ha costado realizar en la vida: graduarme de maestra.
El mismo día en que me dieron el primer cheque me fui a La Cadena del Ciclista allá por la Terminal, y enganché mi bicicleta, inversión que no me perdonaron en la casa porque era dinero desperdiciado en mí, tenía que ser todo para ellos, ni un respiro para mí. Siempre pedaleé en aquella bicicleta sintiendo culpa, porque cada día que la montaba era una de reproches de mi mamá: «eso de gusta andar de caballona, abriéndote las piernas en una bicicleta, bien pudiste darme el dinero para la casa, pero no, vos querías tirarlo a la basura y andar de garañona.»
Libre me sentí cuando compré la de mis sueños aquí y me fui a conocer distintas reservas forestales, en los pueblos y en la ciudad. Compré el sujetador que se coloca en el automóvil, la encaramo y ahí la ando conmigo para todos lados, también mi cámara fotográfica, somos inseparables.
Pronto comencé a disfrutar de la belleza del lago Michigan, una ciclo vía corre a su lado, la visito los fines de semana y me pierdo durante horas, días en que llevo un libro, una toalla, mi calzoneta y mi bronceador, me tiro panza arriba sobre la arena y disfruto de la lectura. Me da por nadar. Mi bicicleta me espera estacionada. Así es como he ido conociendo el centro de la ciudad de Chicago, en mi bicicleta, entre y salgo de las avenidas principales, cada día escojo tomar una ruta distinta. Días paso a los museos, otros me quedo en los parques, días en el lago, otros tomando fotografías. Todo en compañía de mis dos amores: mi bicicleta y mi cámara fotográfica.
Soy de bicicleta y monte. Pero en compañía de ésta he ido aprendiendo a disfrutar las cosas bonitas que tiene el asfalto, la enorme urbe con sus rascacielos, tiene sus curiosidades y pacientemente las he ido descubriendo. ¿Qué fue lo que me hizo ir aquella tarde a la reserva forestal por primera vez? Porque fue el inicio de una nueva etapa en mi vida. Todo el proceso de reencontrarme…
(Continúa.)
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.