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Testimonio de una inmigrante indocumentada

Post frontera (XXX)

Fuentes: Rebelión

País de llegada: el novio Conocido en la tribu familiar como «el novio» porque fue el único al que llevé a presentar, del resto supo mi mamá por habladas de la gente, por el don de la comunicación con el que nacieron mis tías, por intuición de madre, por sospechas de hermanos y por mi […]

País de llegada: el novio

Conocido en la tribu familiar como «el novio» porque fue el único al que llevé a presentar, del resto supo mi mamá por habladas de la gente, por el don de la comunicación con el que nacieron mis tías, por intuición de madre, por sospechas de hermanos y por mi boca. Nunca fue para mí eso de andar presentando novios, es que la verdad pocos tuve porque no me abundó la paciencia para andar aguantando escenas de celos y estar dando explicaciones de cada paso que daba, preferí vivir libre de compromisos y dolores de cabeza y la mayoría fue de apercolladas, lo de los amantes también sin apuro vendría después, cuando me solté la rienda.

Aquel novio mío que me fue a dejar al aeropuerto el día en que me convertí en extranjera, me prometió que un día me iba a sorprender porque iría a buscarme a Estados Unidos, seguro estaba que yo iba a cruzar la frontera, entonces sí, me dijo, comenzaremos de cero, lejos de todo lo que hoy está haciendo que te vayás y te alejés de lo que más amás. Fueron sus palabras minutos antes que yo abordara el avión. No las tomé literal.

Entre mis pérdidas estaban mis sueños, emigré llena de frustraciones, de un enojo desquiciado con la vida, agobiada y cansada y también con el dolor de lo que significaba terminar con la única relación que en algún momento me hizo pensar en formar un hogar y tener una casa con corredor, una hamaca y un jardín. De pronto niños. Fue fugas, porque recién cumplidos los 23 decidí no parir.

Fue una relación hermosa, con la que crecí. Un hombre al que amé con todo mi ser, él comprendió mi particularidad de luna y sol y que no buscó encerrarme, al contrario admiró mi libertad y la defendió como propia. Fue intensa, como sólo se viven los amores que llegan una sola vez en la vida. Entendía mi esencia silvestre y sabía que no era una novia convencional, por esa razón no me exigió aparentar ser otra y calzar donde no podía. Fue un apoyo invaluable en aquellos años tan tormentosos, demostró su amor de formas que yo desconocía y que hicieron que me fuera habitando lentamente.

Cuando emigré decidí dejar todo atrás y empezar de cero, eso también

lo incluía a él, al amor de mi vida. Ya nada es lo que fue, me decía todos

los días mirándome al espejo, lo extrañaba tanto, nuestras conversaciones, nuestros entrenos, me hacía falta su piel, sus abrazos, los instantes en los que nuestros cuerpos desnudos despertaban, reconociéndose, acariciándose, deseándose, hasta quedar absortos, finalmente sosegados.

Nos mantuvimos en comunicación vía telefónica y por medio de correos electrónicos, le decía que me quería regresar porque no podía con la melancolía y la decepción de vivir dentro de una cárcel y él contestaba que era una mujer indoblegable y que la nostalgia no podía ser más fuerte que yo, que tenía quedarme porque por alguna razón había logrado cruzar la frontera. Nunca me instó a que me regresara y tampoco cuando vivía en Guatemala y le dije que emigraría me pidió que no me fuera, respetó mi libertad en todo momento y jamás trató de manipular la situación en nombre del amor. Por amor dejó que yo descubriera el horizonte aunque con esto me alejara cada día más.

Pero yo caí en un abismo profundo, sola. Lejos de él y su serenidad, de toda complicidad que daba alegría a mi vida, rodé y rodé y enmudecí, las llamadas fueron disminuyendo y los correos electrónicos también, no porque no quisiera saber nada de él si no porque la oscuridad en la que yo me encontraba no me lo permitía.

No quería saber de nadie, me dediqué a abrir mis heridas una y otra vez, para verlas sangrar nuevamente, para tener una excusa para insultarme y llamarme fracasada, para sentir lástima de mi debilidad, para seguir victimizándome. Mi vida era un desorden total, una causa perdida.

Para cuando recién había cumplido dos años de estar aquí, mi hermana me dijo que había alguien que quería verme, que me esperaba en tal café de la ciudad, me dijo su nombre y no lo podía creer, él había viajado tal y como lo prometió, pero dos años causaron estragos incompresibles, mi silencio se profundizó y mi enojo con la vida también, mi adicción se había apropiado de mi poca lucidez. Conduje atravesando la ciudad y llegué al lugar acordado, lo vi parado en una esquina de la avenida, el semáforo me detuvo unos segundos cuando cambió color, lo veía y los recuerdos llegaban uno tras otro, con ese afán de revivir lo que me hizo tan feliz en otros tiempos.

En nuestra primera salida que no fue cita, sino una eventualidad yo solo cargaba dinero para el pasaje y él me invitó a almorzar, a mi no me alcanzaba ni para una botella de agua pura y mucho menos para pagarme el almuerzo al lugar a donde él me llevó, que quedaba en la zona 10 de la capital guatemalteca, le dije que mejor otro día y busqué una excusa porque aparte de todo no me gusta que me inviten, pero él insistió con su caballerosidad y sus formas refinadas de hombre de distinta clase social, acepté con las tripas asustadas.

Era un lugar especializado en asados argentinos, recuerdo que cuando llevaron la ensalada de tomate y lechuga iba acompañada de aderezo, aceite de oliva y vinagreta. Yo solo conocía el aceite de oliva por el color porque ése era el que compraba mi mamá para desparasitarnos, lo demás no tenía idea de lo que era, y vi que él le agregó vinagreta a su ensalada y con su modo fino preguntó si yo quería, me sugirió que la probara y que seguro y me iba a gustar, yo veía el aderezo con curiosidad y le agregó un poco a su ensalada para que yo perdiera la timidez y también lo probara y así fue. Me embrujó la forma en que tomó los cubiertos y los utilizó, su forma de partir el pedazo de carne y llevárselo a la boca, aquello era todo un ritual, saboreaba la comida con tal fascinación que yo opté por dejar de atragantarme y respirar. En la casa comíamos a las carreras y porque no había tiempo para buscar una silla y sentarse.

Nunca había ido a un lugar tan elegante y no quise ni imaginar el precio de la comida, ya me hacía lavando los platos en la cocina para lograr pagar mi almuerzo y que me dejaran ir. El encantado pagó y a mí la cara me cambiaba colores, no estaba acostumbrada a que me invitaran ni a un chicle. Desde esa vez le dije que me enseña a utilizar los cubiertos como lo hacía él, porque me encantó y hasta el día de hoy los utilizo de la misma manera.

Una noche me sorprendió en Panajachel, pidió al mesero una botella de vino y encendió la velita que estaba en la mesa, brindamos por la dicha de compartir una caída de sol frente al lago más hermoso del mundo, y yo que solo cerveza había tomado en mi vida, sentí aquella rareza como un elixir del que también me enamoré. Él era de vino y yo de cerveza. Él de asfalto y yo de tierrero. Él muy educado y sutil y yo con boca de carretera y tosca. A leguas se notaba la diferencia de las clases sociales, en los modales, formas de vestir, en las marcas de la ropa, en todo. Y que fuera tan distinto a mí hizo que me cautivara. Era como adentrarme a un mundo desconocido cada vez que salía con él. No era para que llegara a un amor tan intenso, pero se fue dando lentamente sin que ninguno de los dos lo buscara, fue un cúmulo de sentimientos encontrados el que hizo que ninguno de los dos pudiera resistir más y el delirio se apropiara de cada poro de nuestra piel.

Las miradas, las sonrisas cómplices, una caricia inesperada, la delicadeza de uno y la tosquedad de la otra, los tiempos coincidieron y lo que pareció circunstancial fue nada más el preámbulo a un amor que es único en mi vida. Pronto se volvió de arrabal y caminó descalzo en la casa de mi abuela, es la única persona que he llevado a conocer el pueblo en donde nací, la piedrona, el río Paz, la pilona, la tienda de nía Adelona, los palos de nance en el terreno de Las Pilas y el lugar exacto en donde está enterrado mi ombligo en casa de mi abuela materna. Quería que conociera mi raíz, también lo llevé a Ciudad Peronia, y conoció la casa donde crecí y las fascinantes montañas verde botella que tanto amor dieron a mi vida.

A él le encantan las mujeres femeninas, que usan medias y zapatos de tacón, de las que se maquillan, y usan cartera. Yo soy lo más retirado a lo que una mujer femenina puede ser, si son éstas las singularidades precisas, ya estaba acostumbrado a verme en pantaloneta, tenis y playera, raras veces usé ropa de vestir y me puse tacones, pero una tarde lo sorprendí, me solté el cabello, y estrené el traje tipo sastre que me había regalado, me puse tacones, medias y me maquillé, me la aparecí frente a la mesa del restaurante en el que habíamos quedado de vernos, abrió la boca de par de par y comenzó a llorar emocionado, se levantó inmediatamente de la silla en la que estaba sentado y me invitó a sentarme en la que estaba a la par, después de un largo rato en silencio en el que besaba mis manos, mis mejillas, mi boca, por fin habló y me dijo: Negra, te ves hermosa, deslumbrante pero ésa no sos vos, quiero a la Ilka que se siente cómoda con su forma de vestir y de ser. Él entendió que lo mío era sui generis y eso hizo que me enamorara más y más.

Tristes fueron los días en los que mi adicción arruinaba todo, porque terminábamos discutiendo, yo echaba a perder cualquier instante de felicidad, lo insultaba, y aparecía el fantasma de la clase social, que me hacía aborrecerlo, pero él se mantenía firme a mi lado, aun cuando le comuniqué mi decisión de no parir. Ni eso pudo alejarlo de mí, tampoco era un hombre convencional. Era una plenitud la que sentía cuando íbamos a escalar volcanes, a entrenar entre las montañas y barrancos, cuando nos sentábamos a ver el atardecer que se desmoronaba sobre las aguas del lado de Amatitlán, las tardes que caminamos en el muelle de mis amores. Nuestras noches escuchando la música de Abracadabra, Los Iracundos, Los Galos y los tríos que cantaban los boleros de los que enamoré cuando niña. Sus amores han sido los Beatles, recuerdo que encontré una corbata en una tienda de la ciudad, tenía estampados los rostros de los cuatro y emocionada la compró y se le envié por paquetería.

Él me envió cuadros para que bordara porque sabía que era una de mis entretenciones, pero en aquellos días me pinchaba las yemas de los dedos con la aguja y no me daba cuenta, la ansiedad y el desvelo me estaban matando. Decidí bordarlos hasta que estuviera serena.

También me envió por correo electrónico el poema de nombre, Queda Prohibido, que imprimí y leí y leí noche a noche, madrugada a madrugada cuando el insomnio no me dejaba dormir. Para ese entonces recordaba lo que habíamos conversado la última noche que pasamos juntos antes de emigrar, me dijo que buscara la felicidad aunque ésta no lo incluyera a él, porque merecía ser feliz y encontrar serenidad.

Me fui acercando a la esquina de la avenida donde estaba parado, con su pantalón de vestir, siempre elegante, vestía una camisa que yo le había regalado, tenía un maletín en las manos, me pregunté una y mil veces por qué no sentía el corazón agitado, por qué no se aguaban mis ojos, por qué no temblaba emocionada, si ese hombre que estaba ahí era el amor de mi vida, ningún sobresalto me abordó, bajé del automóvil y nos abrazamos y en el momento le pregunté, ¿trajiste preservativos? Me miró asustado y en las mismas contestó: no Negra, no traje. Lo rematé: entones nos jodimos porque aquí no venden de la marca que me gusta. Negra vos no cambiás ni volviendo a nacer, me dijo y me abrazó más fuerte, ambos reíamos sin parar. Bueno, ¿ y a quién se le ocurre ir a visitar al amor de su vida que no ve hace dos años y no llevar preservaditos? Ni modo, ahora toca como en las emergencias de tiempos pasados, eso sí que para nada quiero andar delirando con embarazos psicológicos. Reíamos una vez más. Esa broma ayudó a romper el hielo, fuimos a tomar un café.

Había venido a quedarse, me dijo. Para que iniciáramos de nuevo, para que viviéramos juntos y formáramos un hogar. Helada me dejó su propuesta y su decisión, yo no estaba para vivir con nadie y por nada del mundo lo iba a arrastrar una vez más a mis abismos e infiernos. No era justo para él, no era leal encadenarlo a una adicta y depresiva, a una causa perdida. Le dije que se regresara porque este país no era para él, que su vida estaba en Guatemala. Mi vida está donde yo quiero vivirla, me contestó, y la quiero vivir junto a vos no importa en qué país, a donde vayás quiero ir. Pues estoy en el infierno y no quiero que vayás conmigo, esta vez no te voy desgraciar la existencia. No más.

Algo había cambiado, ya no éramos los dos enamorados de antes, una pared de hielo nos dividía. Me acerqué a su lado y respiré el olor de su piel, con las yemas de mis dedos acaricié su cuello, sus cabello, y le di un beso en la mejilla, ya no me quemaba el deseo por morder sus labios, por sentirlo en mi piel, ¿en dónde estaba aquel torrente de los amores contrariados? Lloramos juntos en silencio, nuestros ya no se buscaban, ya no se reconocían, ninguna pasión hizo hervir mi sangre, nuestras miradas por más que se buscaron no supieron leerse como en otros tiempos. Ninguna complicidad nos sorprendió.

Comenzó a llover y ambos nos miramos nostálgicos, eran nuestros días favoritos, en silencio observamos cómo la ciudad se fue oscureciendo con las nubes bajas y el aguacero. Una tormenta se acercaba, era el final de lo que un día comenzó con una salida circunstancial.

Él regresó a Guatemala y yo me encerré en mi adicción. Sigue siendo un amor que dejó huella en mi vida. Un amistad que ha sobrevivo al tiempo y la distancia. No era para quedarnos juntos, por esa razón fue tan hermosa e intensa nuestra relación.

(Continúa…)

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.