País de residencia: la casa (III) Una tarde de noviembre de 1998 regresando de tramitar papelería de recién graduada, toqué la puerta de mi casa en Ciudad Peronia, abrió un vecino que con una sonrisa burlona me dijo que ésa ya no era mi casa porque mis papás se la habían vendido, de una patada […]
País de residencia: la casa (III)
Una tarde de noviembre de 1998 regresando de tramitar papelería de recién graduada, toqué la puerta de mi casa en Ciudad Peronia, abrió un vecino que con una sonrisa burlona me dijo que ésa ya no era mi casa porque mis papás se la habían vendido, de una patada empujé la puerta y entré, estaba vacía. Un dolor sordo se apoderó de mí y enfurecí. Ya había escuchado rumores de que mis papás querían vender la casa, es más mi mamá nos lo había mencionado en todo burlesco en más de una ocasión, pero yo lo tomé como una de sus tantas formas de herirme, ella sabía que aquella casa era mi vida y cada vez que me quería hacer enojar me decía que la iba a vender y que me quedaría sin mis jardines y sin montañas…
Mientras mi hermana mayor andaba en el trabajo y yo tramitando papelería en la Escuela Normal de Educación Física, ella había aprovechado para hacer el traslado de las cosas a otra colonia, y lo que hizo fue dejar la dirección del lugar anotada en un pedazo de papel para que cuando llegáramos a la casa nos fuéramos para allá. No contaba con que mí me saldrían los infiernos más reprimidos durante tantos años. Le había regalado al nuevo dueño, toda la arena que yo había cernido, piedrín que había allí, también varias varillas de hierro para fundición, que yo ya tenía armadas, todos mis tiestos con flores, lo que quedaba de una parva de leña y varios costales de cáscaras para brasa.
¿Qué querés endiablada? Me preguntó con su sonrisa socarrona. Ésta ya no es tu casa, fuera de aquí. Lo empujé y fui a sacar un machete de una de las esquinas donde tenía las bases de los tapescos de las gallinas, le dije, usted que se me acerca y yo que aquí mismo le vuelo el buche viejo hijo de la gran puta, aprovechado. Ciertamente el tipo se aprovechó de la calentura que cargaban mis papás por vender la casa al precio que fuera para usar ese dinero para enganchar un camión, ellos soñaban volverse millonarios y dejar la pocilga y a la chusma (como llamaban a nuestra casa y a Ciudad Peronia) y terminaron vendiendo la casa a cambio de una limosna.
Vos marera drogadicta y borracha, te salís de mi casa porque estás en propiedad privada o te llamo a la policía. ¡La policía va a venir pero a levantar su cadáver viejo desgraciado re salado! Y agarré el machete y comencé a arrancar de raíz todas las flores de mi jardín, en segundos llegaron los 16 Hombres de mi Vida e hicieron valla alrededor mío y le dijeron que si se me acercaba ellos eran los que se iban a encargar de pijearlo. A distancia y enfurecido el ladrón veía cómo yo destrozaba lo que más amaba y lo que él pensó que le quedaría intacto como un regalo extra por la estafa que había hecho. Pero no fue así, porque yo acabé con todo. No dejé un solo rosal, en pedacitos corté las varitas de San José, mis gladiolos, mis hortalizas las arranqué de raíz, así mismo picadillo hice el palo de limón, las pascuas, el velo de novia y los lirios. Arranqué la grama y lancé todo a la calle. Lloraba y gritaba enfurecida, decepcionada, me sentía traicionada, porque por la espalda mi madre nos había apuñalado, esa casa era más nuestra que de ellos, nosotras dos con mi hermana de la venta de los helados, atoles y pupusas de chicarrón, habíamos logrado ponerle piso, construir otro cuarto, repellarla, echarle banqueta, cercarla con bloques, ellos solo engancharon el terreno, hicieron el primer cuarto y de nuestras costillas salían los pagos mensuales. Era nuestra casa y ellos la vendieron sin consultarnos y nos dejaron en la calle. Nosotras les pusimos las puertas de metal y los balcones a las ventanas. Nos tocaba irnos a alquilar, después de tener casa propia nos tocaba lidiar con gastos extras. Porque ellos engancharon el tráiler y no dieron por pagar la renta de la casa, ni agua ni luz y mucho menos estudio de sus hijos pequeños y no digamos comida y calzado. La mayor parte de la responsabilidad recayó en los hombros de mi hermana mayor que ya estaba graduada y trabajaba, y en segundo plano en los míos que de dicha en enero conseguí trabajo.
Ellos se fueron de aventureros a vivir el sueño de ser propietarios de un transporte pesado, con el que andaban haciendo fletes, jalando bloques, costales de maíz, y el negocio que les saliera, pocas veces al mes les vimos la cara, mis hermanos crecieron en ausencia de sus dos padres, porque ellos prefirieron vivir el sueño de un camión que hacerse cargo por primera vez en su vida, por lo menos de sus dos hijos pequeños.
Mientras mis amigos hacían valla yo quebré los tiestos de flores, saqué las varillas ya armadas para fundición y se las regalé a mis vecinos de la cuadra, a las que yo cuando estudiaba les iba a tocar la puerta a las cinco de la mañana para que me prestaran para el pasaje. Las vecinas lloraban sintiendo mi dolor, ellas nos habían visto crecer, habían sido testigos de las malmatadas que me daba mi mamá y también en muchas ocasiones tuvieron que ir a quitármela de encima cuando mis hermanitos salían corriendo pidiendo auxilio, porque ella ya me tenía prácticamente inconsciente de tanto golpe. Mi Negrita, me decían, nosotras no sabíamos que doña Lila y don Guayo iban a hacerles esto, les hubiéramos avisado, para nosotros también fue sorpresa ver el camión donde estaban echando todo, ni adiós nos dijeron.
Con una parihuela saqué la arena y también se las regalé, lo mismo con el piedrín. Le habían regalado unos gallos de pelea que mi papá ya no quería y le dije, ¡usted qué dijo, ya me quedé con los gallos, pues fíjese que no, esos yo los crié y son míos y yo decido qué hacer con ellos! Y se los di a uno de mis primos. El hombre me trataba de puta sidosa, de marimacho, de perra, de pegamentera, de todo, me gritaba de todo.
Cuando ya había sacado todo, y había dejado mis dos jardines convertidos en baldío, solté el machete y mis amigos me abrazaron y lloramos todos y mis vecinas también. Me despedí y me fui a casa de una de mis tías que me explicó que ellas ya sabían que mi mamá la iba a vender pero que no quisieron decirnos nada porque nunca creyeron que pasaría porque la idea era deschavetada. Caminé por toda la calle Danubio y bajé por el Pinito hacia el bulevar, llegué a la estación de buses y abordé uno, mi mirada perdida y mis lágrimas calientes quemando mi rostro, el nudo en la garganta doliéndome en lo más profundo de mi ser, fueron los únicos testigos de aquella impotencia y desolación, juré que jamás volvería a sembrar una flor hasta que no fuera en casa propia. Me sequé por dentro. Aborrecí a mis padres porque una vez más nos dejaban a la deriva, porque ya estábamos cansadas y justo cuando pensamos que íbamos a salir adelante porque ya estábamos las dos graduadas y solo nos quedaban los pequeños y tendríamos más solvencia económica, resulta que nos tocaba hacernos cargo del alquiler de la casa y correr con todos los gastos de la familia, nuevamente.
Así fue como nos fuimos de Ciudad Peronia, no tuve tiempo de despedirme de mi tapial, de la aldea, ni de mis montañas. Los cinco años que viví fuera de la colonia antes de mi emigrar son una laguna mental en mi vida, sin importancia, todo lo que soy se forjó en aquella alcantarilla, a ella le debo la escuela, mi dignidad y la autenticidad de ponerle el pecho a la adversidad y no bajar la mirada.
En 1986 en el Gobierno de la Democracia Cristiana de Guatemala nació el proyecto habitacional que estuvo bajo el respaldo del BANVI, el Banco de la Vivienda. Con los años le robaron a miles de familias que confiaron en su seriedad y las dejaron el aire. Mis padres fueron a averiguar los requisitos para poder enganchar un terreno y sí pudieron hacerlo, ese mismo años mi abuelo materno dejó Comapa temporalmente para ir a cuidar el material con el que construirían el cuarto que fue nuestro hogar, el hombre dejó los pulmones en el talpetate, zanjeando para cimentar las bases de la casa, también le ayudó al albañil para la construcción y en noviembre de 1988 llegamos a vivir ahí. Les pusimos pedazos de cartón a las puertas, fuimos la tercera familia en llegar a la colonia, todo aquello era montarral y la maquinaria pesada hacía los cortes y para la lotificación, quedó como en graderío. Nosotros en lo más alto del sector.
Ahí viví los años más amargos de mi vida y también los más fabulosos, ahí conocí la amistad verdadera y la lealtad y la responsabilidad y la disciplina. Ahí conocí la solidaridad y la decencia de la gente marginada. Ahí me hice mujercita siendo apenas una niña, porque desde que llegamos nuestra vida cambió, perdimos la infancia y nos volvimos adultas, de golpe.
Mi Nanoj llegó preñada de mi hermano que nació en febrero y a los meses se volvió a preñar de mi hermana que nació en mayo del siguiente año. Fue así como nos convertimos mi hermana mayor y yo en mamás siendo niñas y sin haber parido.
Ahí comencé a odiarme. Ahí viví el desprecio de mi madre y fui receptora de todas sus frustraciones, ahí aprendí a mirar de frente, con ella, jamás le bajé la mirada y eso la hacía enfurecer más, yo le decía: si me vas a matar por lo menos que sea viéndome a los ojos, tené valor para ver a tu hija. Más la encendía y peor me iba. Como no podía sacar mi dolor de otra forma me agarraba a somatarme la cabeza en la pared una y otra vez, con todas mis fuerzas y también buscar el refugio del alcohol contrastantemente con el fútbol. Me hice adicta al alcohol prácticamente desde que llegamos a Peronia. Veía tomar a mis padres y como era la que iba a comprar las botellas de licor o los litros de cerveza, me tomaba los culitos que dejaban las botellas. Así empezó mi camino tortuoso de muchos años.
En Ciudad Peronia aprendí a comer al pedalazo, una taza de café hirviendo, un pan cuando había, almuerzo de una tortilla con sal o con mantequilla cuando teníamos suerte, durmiendo tres horas al día, parándonos en un pie y sacando fibra, de pasmadas nada. En la ausencia aprendí el valor de las cosas. El privilegio de tener un par de zapatos, de haber llegado a la edad de cuando bajó mi primera sangre y no haber tenido para comprar un sostén, jamás para una pelota de fútbol y mucho menos para el lujo de una bicicleta.
Aprendí a valorar la cama de metal con la pata coja donde dormíamos las cuatro crías. El par de calcetas de lavar y poner. El valor de un abrazo que no tuve, las palabras de aliento que no existieron. Ahí perdí la vergüenza el primer día que me eché la hielera de helados al hombro y me tocó hacer micos y pericos para venderlos, faena que realicé durante muchos año en los que no tuve nombre y llamada simplemente: la heladera.
En sus calles aprendí el valor de la lealtad, no en mi familia, fue en la calle con los niños huele pega, con los marihuanos, con las putas, con los homosexuales, con los jornaleros, con los niños recogedores de basura, con ellos aprendí las lecciones más importantes de mi vida y con ellos me nació el amor y conocí el sentimiento monumental de la hermandad.
Salí de Ciudad Peronia y quise recuperar la casa pero mi sueldo de maestra con los gastos de alquiler y demás no daba para semejante ilusión, fue el extranjero ya en el país de residencia cuando había terminado de pagar el dinero que le debía a mi hermana que me decidí a recuperarla, había estado ahí como en rescoldo, quemándome por dentro, quería demostrarle a mi mamá que yo podía recuperar la que nunca tuvo que haber vendido para lanzarse a un sueño que fracasó una y otra vez debido a sus malas decisiones, a causa de querer aparentar, de sentir vergüenza de su clase social, y buscar dinero a cambio de dejar a sus hijos en el aire. Querían llegar una a Comapa y el otro a Teculután, en carros de último modelo, con ropa de marca y pegarse la embolada de su vida ahí mismo y demostrar que los campesinos niños que emigraron la lograron hacer en la capital. Algo similar viví yo en el extranjero pensando que regresar sin ni un centavo y deportada era el rostro del fracaso. Ellos querían alardear y yo quería demostrarle a mi mamá que llegaría a Guatemala triunfadora no con la cola entre las patas, tanto daño que me hice pensando así.
Cuando logré contactar a la dueña de la casa me le triplicó el precio porque me dijo que yo estaba en Estados Unidos y que tenía cómo pagarlo, sabía que se estaba aprovechando de mi amor por mi arrabal y sin embargo mis ganas de demostrarle a mi mamá que la iba a recuperar me hicieron trabajar más duro y ahorrar para poder comprarla y cuando llamé para decirle que ya tenía una parte, me le volvió a subir el precio, eso me hizo comprender que estaba obsesionada y que ése no era el camino, que tenía que dejarla ir, que de nada servía esa lucha absurda. Pero pasarían varios años desde el momento en que me di cuenta que aquello me estaba robando mi vida, al momento en que decidí dejarlo ir, y que lo fluyera por sí solo sin que yo me empecinara en tenerlo atado a mí.
Fue en el año 2012 que pude finalmente decirle adiós a mi obsesión por aquella casa. No lo logré sola, fue gracias a ese embrujo de niebla que se aparece en forma de nube y baja a mi ladera en días temporal, a él le debo mi libertad emocional. A esa bruma que no sé por qué pero me abraza cuando más lo necesito.
En el 2012 terminó mi duelo por el que fue mi nido, 14 años después de haber tocado la puerta y verlo vacío, curiosamente también en el tiempo de los barriletes, 24 años después de haber llegado al montarral…
Lo tengo en mi alma, sigue siendo mi gran amor.
(Continúa.)
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.