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En nombre de la democracia, no deberían celebrarse como emblemas a aquellos individuos que fueron esclavistas y genocidas. La profanación es el acto más bello y más útil de ecuanimidad.

Profanar a Colón

Fuentes: El Salto

Hace apenas unos días, la filósofa y activista afroamericana Angela Davis afirmaba que se sentía agradecida por estar viva y poder presenciar el momento histórico que está viviendo Estados Unidos. Las protestas contra la brutalidad policial y el racismo a raíz del asesinato de George Floyd son clamorosas, y con ellas no solo Estados Unidos entró en una “nueva normalidad” antirracista, sino que ha arrastrado al mundo hacia coyunturas antes impensables. Pocos podían imaginar que en el 2020 estaríamos presenciando una oleada iconoclasta frente a las figuras propulsoras del orden colonial y de la modernidad de Occidente. Algunos ya lo han bautizado como la guerra de las estatuas, la cruzada contra el patrimonio colonial que recuerda el esplendor de los grandes imperios y coronas y ensalza la relación histórica de dominación, el dolor y la agonía de millones de personas.

Bajo la presión del antirracismo mundial, las ciudades se ven obligadas a responder por sus símbolos, y el debate se ha colocado encima de la mesa

La polémica sobre el constructo de iconografía esclavista y colonial no es reciente, pero las constantes demandas de abolición, reparación o restitución por parte de muchos movimientos antirracistas eran, casi siempre, ignoradas. Hoy, bajo la presión del antirracismo mundial, las ciudades se ven obligadas a responder por sus símbolos, y el debate se ha colocado encima de la mesa. ¿Y ahora qué? ¿Qué van hacer con sus héroes genocidas y esclavistas? ¿Son símbolos tan sagrados que no permiten una relectura crítica? ¿Son dignos representantes de los valores occidentales?

Uno de los personajes más vilipendiados es, sin duda, Cristóbal Colón. Consagrado y erigido como una suerte de divinidad laica, inmortalizado en ciudades de América y Europa, se le homenajea por ser aquel que consiguió cambiar el rumbo de la Historia Universal con mayúsculas. La historia que nos hicieron creer como única y nos obligaron a memorizar en todos los territorios colonizados. Ya hubieses estudiado en España, Portugal, Mozambique o Brasil, en todos los libros nos contaban que Colón, intentando demostrar que la tierra era redonda, impulsa una ruta alternativa camino a las Indias, pero “descubre” por equivocación América. Tras este accidente se inicia la conquista territorial y moral de los salvajes indígenas merecedores de la labor civilizadora y cristiana.

Esta es la cara A de la narrativa embaucadora del descubrimiento, que no habla de genocidio ni deja entrever la evangelización con fines lucrativos, y oculta la idea impuesta de superioridad racial. Esta narrativa omite la existencia de una cara B, es decir, de la misma historia contada desde ese mundo inferiorizado, la cual pone de relieve el horror y el expolio material y cultural de aquella “aventura” colonizadora. Al aceptar un solo lado de la misma moneda, entramos al trapo del juego de la historia, consintiendo los relatos hegemónicos de los triunfadores como “única verdad”, negando la existencia de cualquier otra realidad y apelando a la amnesia e invisibilidad de los damnificados.

No obstante, los hechos acontecen y la historia regresa, por lo que siempre es posible volver a evocarla derribando cualquier “política del olvido” creada como mecanismo psicológico o como resultado de una elección ideológica y económica. Y es que estamos siendo testigos de la invocación de la historia que resurge desde sus blind spots o puntos ciegos. Los movimientos antirracistas han roto el silencio y, al contrario de lo que alegan quienes pretenden mantener vigente su status quo desactivando cualquier contranarrativa, estos movimientos no promueven una hispanofobia gratuita, no son irracionales ni ignorantes. Están formados por individuos y colectivos brillantes que, entre otros aspectos, demuestran las conexiones entre el capitalismo mundial y el racismo globalizado desde la época de la esclavitud hasta el presente.

Ellos son quienes están al frente del movimiento iconoclasta internacional. Con estas acciones, no solo ejercen el derecho al rencor y a la ira frente a una historia invisibilizada que está en el origen de un presente opresor. Pretenden, además, romper con los imaginarios que emergieron de la colonialidad y acabar con los privilegios de la supremacía blanca. Porque no hay razón para seguir viviendo bajo la obediencia colonial, mucho menos para seguir aceptando el racismo estructural.

En esta “nueva normalidad” tiene que haber espacio para la reparación, porque las celebraciones de cualquier relato del triunfo colonial y esclavista son totalmente insostenibles 

Por ello, la profanación es el acto más bello y más útil de dicha ecuanimidad. Profanar supone restituir otras posibilidades y otros usos para esos símbolos. Es la apertura hacia un nuevo orden que nos sobreviene. En esta “nueva normalidad” tan aclamada, tiene que haber espacio para la reparación, porque hoy en día las celebraciones de cualquier relato del triunfo colonial y esclavista en los estados occidentales son totalmente incompatibles e insostenibles en su actual composición demográfica. Esto es, las diásporas exigen un ajuste de cuentas no solo en nombre de la memoria histórica, sino porque los valores racistas que emanan de esos símbolos siguen aún vigentes, en todas las estructuras e instituciones. La historia de la superioridad nacional es antagónica a la existencia de descendientes de los indígenas de América, África y Asia.

En nombre de la democracia, no deberían celebrarse como emblemas a aquellos individuos que fueron esclavistas y genocidas. Colón, el icono que encarna los valores del sistema de explotación y la tiranía que siguen vigentes, es el objetivo prioritario para la iconoclastia, aunque sea el más difícil de aceptar porque los cimientos de la España moderna están construidos bajo su figura. Pero ha llegado el momento de sentar el proyecto colonial europeo en el banquillo de los acusados para cuestionar, entre otras cosas, sus monumentos consagrados y todas sus simbologías racistas.

Ha llegado el momento de profanar las estatuas como metáfora del porvenir, porque hacerlo es traer al más acá de los usos políticos aquello que estaba en el más allá de los limbos de la historia colonial. Es el símbolo de una “nueva normalidad” antirracial en esta “era post Floyd”, en la que las demandas de revisión histórica y las reparaciones irán ganando fuerza y serán constantes. No atenderlas o negarlas nos llevará al colapso.