Traducción de Anahí Seri
Mientras que los Estados Unidos han sufrido la peor recesión que se recuerde, yo me encuentro con que tengo muy pocas preocupaciones financieras. Muchos de mis amigos están en la misma situación: la mayoría de nosotros fuimos a colegios privados y a buenas universidades, y podremos ofrecerles las mismas oportunidades a nuestros propios hijos. Nadie en mi círculo inmediato tiene a ningún familiar destinado a Afganistán o a Irak. De hecho, tras el 11 de septiembre de 2001, el único sacrificio que nos pidieron que hiciéramos para nuestro amado país fue ir d compras. Ha pasado casi una década, la influencia y la infraestructura de nuestra ración se derrumba por momentos, y sin embargo aquellos de nosotros que hemos sido tan afortunados como para poder de verdad vivir el sueño americano (y no sólo soñarlo) nos hemos librado de cualquier molestia. Ahora nos dicen que pronto nos harán una gran rebaja de impuestos para compensarnos. ¿Con qué palabra podría describir el sentimiento que esto me provoca? Imagine el lector que está sentado, a salvo, en un bote salvavidas, mientras innumerables náufragos se están ahogando, y se entera de que se ha conseguido otro bote salvavidas para llevar a tierra su equipaje. . . .
La mayoría de los americanos piensa que cada persona debería disfrutar de la totalidad de los frutos de su trabajo, por más abundantes que sean. Desde este punto de vista, los impuestos tienden a verse como algo intrínsecamente malvado. Sin embargo, merece la pena señalar que en la década de los 50 (una época por la que los conservadores americano dan a entender que sienten una conmovedora nostalgia), el tipo impositivo marginal para los ricos estaba por encima del 90 por ciento. Es más, hasta los años 80 nunca había caído por debajo del 70 por ciento. Pero desde 1982 se ha reducido a la mitad. Mientras tanto, el patrimonio medio del 1 por ciento más rico de los americanos se ha multiplicado por dos (alcanzando los 18,5 millones de dólares), mientras que el del 40 por ciento más pobre ha disminuido un 63 por ciento (llegando a 2.000 dólares). Hace 30 años, los ejecutivos mejor situados ganaban 50 veces más que la media de sus empleados. En 2007, el trabajador medio tendría que haber estado trabajando 1.100 años para conseguir lo que este ejecutivo ganaba en un año.
Ahora vivimos en un país en el cual el 40 por cien inferior (120 millones de personas) poseen solo el 0,3 por cien de la riqueza. Los datos de este tipo nos dan la impresión de estar participando en un experimento psicológico de gran alcance: ¿cuánta desigualdad es capaz de aguantar la gente libre? ¿Ha visto usted la colección de coches de Ralph Lauren? Sí, es hermosa. Y cuesta cientos de millones de dólares. «¿Y qué?» dirá mucha gente. «Es su dinero, se lo ha ganado, puede hacer con él lo que quiera.» En los círculos conservadores, plantear alguna duda al respecto es desde hace tiempo sinónimo de ser marxista.
Y sin embargo, en la actualidad hay un millón de niños americanos sin techo. A las personas acogidas al plan Medicare se le niegan trasplantes de órganos vitales que antes de la recesión estaban cubiertos. Más de la cuarta parte de los puentes de nuestra nación tienen defectos de estructura. ¿Cuál sería el momento adecuado para pedir a los americanos más ricos que ayuden a resolver problemas de este tipo? ¿Qué tal ahora?
Es fácil comprender por qué incluso la persona más generosa podría ser contraria al pago de impuestos: desde hace muchísimo tiempo, nuestro sistema legislativo ha sido secuestrado por intereses políticos a corto plazo y a otros incentivos perversos. Consecuentemente, nuestro gobierno malgasta una cantidad ingente de dinero. Tampoco parece controvertido afirmar que todo aquello que el sector privado esté más capacitado para lograr debería dejarse en sus manos. También debería reformarse nuestro sistema fiscal; quizá incluso sea cierto que se debería reducir el impuesto sobre la rente para todo el mundo, siempre que encontremos otra fuente de ingresos para pagar las facturas. Pero no puedo imaginar que nadie piense en serio que el nivel de desigualdad de riqueza que existe ahora mismo en los EEUU es bueno y debe preservarse, o que la primera prioridad de nuestro gobierno debería ser el evitar que una persona privilegiada, como yo, sufra el más mínimo inconveniente mientras se va a la ruina lo que fue una gran nación.
Y es que es realmente posible que los EEUU se vayan a la ruina. Por ejemplo, se ha informado de que los estudiantes de Shangai dejan muy atrás a los nuestros en ciencia, comprensión lectora y matemáticas. De hecho, en comparación con otros países, los estudiantes americanos están en una triste media (algo por debajo en matemáticas), y la media incluye utopías como Kirguizistán, Azerbaiyán, Albania, Kazajstán e Indonesia. Obama tenía razón al reconocer que se trata de un «momento Spútnik». Pero es aún peor. La historia iba seguida de una noticia sobre creacionistas chalados del estado de Kentucky a quienes se ofrecen 40 millones de dólares en subsidios fiscales para que construyan un modelo del arca de Noé a tamaño real. Lo que es aún más terrible es que este uso ridículo de dinero público probablemente sea una sabia inversión, ya que tal monumento a la ignorancia científica sin duda atraerá a un flujo de turistas cristianos que acudirán cual borregos desde los estados vecinos. Ante hechos como estos, que se yuxtaponen sin ironía ni remedio en este nefasto momento de la historia, es difícil evitar la sensación de que estamos siendo testigos del irreversible declive de América. Ni que decir tiene que la mayoría de los americanos no tiene más remedio que enviar a sus hijos a escuelas horribles, donde aprenderán menos que nada y de donde saldrán ya convertidos en mendigos, gracias a una deuda nacional que va a alcanzar los 20 billones de dólares. Y sin embargo, en todos los estado los republicanos tienen éxito haciendo campaña con al promesa de gastar menos en lujos como la educación, a la vez que ofrecen rebajas fiscales a personas a quienes, si se les pregunta por su patrimonio, se equivocarían en seis o siete órdenes de magnitud aún si la vida les fuera en ello.
La oposición americano a la «redistribución de la riqueza» ha adquirido el tinte de una fe religiosa. Y al igual que ocurre con todas las religiones, nos encontramos con que los fieles abrazan, neciamente, unas doctrinas que perjudican prácticamente a todo el mundo, incluidos su propios hijos. Por ejemplo, si bien la mayoría de los americanos no tienen posibilidades de heredar una fortuna significativa, ni de obtenerla con su trabajo, sin embargo el 68 por ciento desean que se elimine el impuesto sucesorio (y el 31 por ciento considera que se trata del impuesto peor y más injusto de los impuestos federales). La mayoría cree que limitar este impuesto, que tan sólo afecta al 0,2 por ciento de la población, debería ser una prioridad del actual Congreso.
Sin embargo, la realidad es que todos deben inclinarse, en algún momento, a favor de la «redistribución de la riqueza». Tiene que ver directamente con el tema de la educación: a medida que desaparece la necesidad de realizar trabajos aburridos y peligrosos (bien porque hemos construido mejores máquinas e infraestructuras, bien porque hemos llevado al extranjero los empleos menos deseables), la gente debe estar mejor educada para poder dedicarse a un trabajo de más interés. ¿Quién pagará esta educación? A estas alturas, sólo hay un grupo de gente que puede pagar algo: los ricos.
Para poner las cosas aún más difíciles, los americanos han convertido en fetiche religioso algo llamado autosuficiencia. La mayoría parece pensar que si bien una persona puede no ser responsable de las oportunidades que se le presentan en la vida, cada uno es totalmente responsable de lo que hace con estas oportunidades. Si consideramos la biografía de cualquier americano «hecho a sí mismo», de Benjamin Franklin en adelante, nos encontramos con que su éxito fue debido totalmente a circunstancias vitales fuera de su alcance, de las que era un mero beneficiario. No hay ninguna persona en la Tierra que haya elegido su genoma, o su país de nacimiento, o las condiciones políticas o económicas prevalecientes en momentos cruciales para él. En consecuencia, nadie es responsable de su inteligencia, de sus aptitudes o su habilidad para realizar un trabajo productivo. Si has luchado por sacar el máximo partido a lo que la naturaleza te dio, aún tienes que admitir que la naturaleza también te dio la habilidad y la tendencia a luchar. ¿Hasta qué punto es mérito mío el no tener el síndrome de Down o cualquier otra dolencia que haría imposible el trabajo al que me dedico? No lo es en absoluto. Y sin embargo, los entusiastas de la auto suficiencia arremeten contra aquellos que obtendrían algún derecho (atención sanitaria, educación etc.), mientras que ellos sí consideran, con toda naturalidad, que tienen derecho a su relativamente buena fortuna. Sí debemos animar a las personas a que rindan al máximo en su trabajo, y debemos desanimar a los que se aprovechan del sistema, pero en estos momentos se debe reconocer que hace falta mucha suerte para tener éxito en esta vida. Los más afortunados (los inteligentes, los bien relacionados, los ricos) deberían pensar que les ha tocado la lotería, y compartir parte del premio con el resto de la sociedad.
Muchos de los americanos más ricos viven como si ellos y sus hijos no tuvieran nada que ganar de las inversiones en educación, infraestructuras, energías limpias e investigación científica. Por ejemplo, el multimillonario Steve Balmer, ejecutivo de Microsoft, recientemente ayudó a tumbar una propuesta e ley que habría creado un impuesto sobre la renta para el 1 por ciento más rico en Washington (uno de los siete estados donde no existe impuesto sobre la renta). Todos estos fondos se habrían dedicado a mejorar las escuelas de su estado. ¿En qué clase de sociedad quiere vivir Ballmer – en una en la que abunde la gente pobre y sin educación? ¿Quién piensa que va a comprar sus productos? ¿De dónde sacará su próxima remesa de ingenieros de software? Tal vez a Ballmer simplemente le preocupe que el gobierno se gaste mal su dinero – al fin y al cabo, actualmente ya gastamos más que casi cualquier otro país en educación, con pésimos resultados. Bueno, pues entonces debería decirlo, y en vez de dedicar cientos de miles de dólares a atizar la paranoia anti impuestos en su estado, debería de dirigir parte de su enorme fortuna a mejorar la educación, como ha comenzado a hacer su colega Bill Gates.
De hecho, hay signos de que podría estar surgiendo una nueva era de filantropía heroica. Por ejemplo, los dos hombres más ricos de América, Bill Gates y Warren Buffet, recientemente invitaron a los demás multimillonarios a que prometieran donar la mayor parte de su fortuna al bien público. Es una iniciativa sabia, que debería haber llegado hace ya tiempo, y sería imperdonable rechazarla con cinismo. Sin embargo, me parece que Gates y Buffett podrían fácilmente ampliar y encauzar este esfuerzo: pidiéndole a aquellos que han hecho la promesa, y al resto de las personas más ricas de América, que donen inmediatamente un porcentaje de su fortuna a un fondo más amplio. Este grupo de benefactores incluiría no sólo a los súper ricos, sino también a gente de medios mucho más modestos. Yo no poseo ni una milésima parte de lo que posee Steve Ballmer, pero desde luego que me cuento entre aquellos a quienes se les debería pedir que hicieran un sacrificio por el bien de este país. Las fortunas de los hombres y mujeres en la lista Forbes 400 suman 1.370 billones de dólares. Se estima que hay al menos 1500 personas más que poseen una fortuna de más de mil millones. Yo diría que cualquier persona de éstas podría deshacerse del 25 por cien de su fortuna sin verse obligado a vender sus yates, aviones, chalets u obras de arte. En 2009, había 980.000 familias con una fortuna de más de 5 millones, sin incluir su residencia habitual. ¿Sería mucho pedir que hicieran una única donación del 5 por cien para rescatar a nuestra sociedad de las fauces de la historia?
Algunos lectores señalarán que yo soy libre de donar a la hacienda pública ahora mismo. Pero un sacrificio en solitario de este tipo sería muy ineficaz, y yo no tengo más intención que otros de llenar las arcas de políticos corruptos. Sin embargo, si Gates y Buffett crearan un mecanismo que evitara las actuales disfunciones del gobierno, reservando el dinero para proyectos que claramente merecieran la pena, sospecho que hay millones de personas que, igual que yo, no dudarían en invertir en el futuro de América.
Imaginemos que Gates y Buffett reúnen un billón de dólares de este modo: ¿en qué deberíamos gastarlo? Lo primero que hay que reconocer es que casi cualquier uso de este dinero seria mejor que dejarlo ahí. Si nos pusiéramos, sin mayor planificación, a reparar todos los puentes, túneles, pistas de aterrizaje, puertos, embalses y zonas recreativas de los EEUU, eso sería preferible a lo que estamos haciendo en estos momentos. Sin embargo, hay dos sectores en los que la inversión me parece especialmente prometedora:
Educación: es difícil pensar en algo más importante de lo que es proporcionar la mejor educación posible a nuestros hijos. Son ellos los que desarrollarán las próximas tecnologías, los avances médicos y las industrias mundiales, a la vez que mitigan los efectos no deseados, o bien fracasarán en estos intentos y nos condenarán a todos al olvido. El futuro de este país lo conformarán en su totalidad los chicas y las chicas que ahora mismo están aprendiendo a pensar. ¿Qué les estamos enseñando? ¿Los estamos equipando para crear un mundo en el que merezca la pena vivir? No me lo parece. Nuestro sistema público de educación es una vergüenza internacional. Incluso los niños más favorecidos de los EEUU aprenden menos que los niños de otros países. Sí, la ineficiencia del actual sistema podría remediarse, y debe remediarse, y a estos ahorros se les puede sacar partido, pero no cabe duda de que un auténtico avance en educación requerirá una enorme inversión de más recursos. Una idea cara para empezar: que la universidad sea gratuita para todos los que no se pueden permitir el gasto.
Energía limpia: como han señalado Thomas Friedman y otros, nuestra dependencia de fuentes no renovables de energía no sólo es mala para nuestra economía y para el medio ambiente, sino que nos obliga a subvencionar a los dos bandos del choque de las civilizaciones. Gran parte del dinero que nos gastamos en petróleo se usa para exportar la ideología lunática del Islam conservador: construir mezquitas y madrazas por decenas de miles, reclutar yihadistas, y financiar atrocidades terroristas. Deberíamos habernos dedicado al proyecto Manhattan de energías limpias hace treinta años. Un éxito en este frente proporcionaría una enorme riqueza a este país, y al mismo tiempo llevaría a la bancarrota a los estados de Oriente próximo que sólo fingen ser nuestros aliados. Nuestra incapacidad de responder a este desafío ya constituye uno de los mayores ejemplos de estupidez masoquista de la historia de la humanidad. ¿Por qué prolongarlo?
Soy consciente de que una propuesta de este tipo sonará quijotesa. Pero ¿por qué los americanos más ricos no habrían de financiar el Renacimiento del siglo XXI? ¿Qué político se opondría a que se gastara inmediatamente un billón de dólares en mejorar la educación y la seguridad energética? Tal vez hay incluso ideas mejores a la hora de invertir este dinero. Que Gates y Buffett convoquen a un equipo de personas brillantes para que fijen las prioridades. Una vez más, debemos recordar que muy raro sería que no mejoraran nuestra situación. Simplemente repavimentar nuestras carreteras, cuyo mal estado supone daños en nuestros coches por valor de 54.000 millones de dólares anuales, sería mejor que no hacer nada.
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