Fotos de Ainara Makalilo
Bajo un cielo gris que empieza a ajustarse al calendario, después de un pequeñísimo remanso, Túnez vuelve a la lucha. No acepta apaños ni la idea del calcetín reversible ni la transición a la española. La nueva dimensión -con sus angustias nocturnas y sus tiendas cerradas, pero preñada de esperanzas- no quiere absorberse de nuevo en su gemela falsa. Del pasado no se quiere conservar nada, salvo el futuro que sin saberlo llevaba dentro.
A las 10 de la mañana parece haber un poco más de tráfico y Hemda expresa su alivio: «Nunca pensé que iba a alegrarme de ver un embotellamiento». Algunos supermercados han abierto, como el lunes, y en la avenida de la Libertad las severas persianas metálicas se alternan con puestos de zumos y pequeños quioscos que despachan tabaco y frutos secos. Pero la ilusión se desvanece al acercarnos a Lafayette. Como el día anterior, una pequeña manifestación está subiendo por la avenida de París, gritando consignas contra el RCD y el gobierno de coalición. No parece en todo caso una gran protesta y seguimos por la calle de la República hasta el extremo del bulevar de la avenida Bourguiba, en una de cuyas calles adyacentes, junto a la embajada francesa, dejamos el coche. El acceso en automóvil a la Bourguiba está cortado por todos los lados; alambradas de espinos, tanques, retenes militares y policiales, junto con furgonetas de todos los cuerpos imaginables, se suceden en la arboleda hasta donde alcanza la vista.
La tensión parece aletear en el aire. Oímos enseguida, en la callecita paralela por la que subimos, voces excitadas y vemos algunos metros más arriba un grupo de unas treinta personas que ocupan la calzada. Dos de ellas discuten a gritos sobre el nuevo gobierno, con un acaloramiento que exige la intervención de los compañeros, mientras dos hombres invitan a la gente a encaminarse hacia la sede central del RCD, el partido del dictador depuesto.
Entramos en la avenida Bourguiba y la recorremos por la acera derecha, subiendo hacia el ministerio del Interior. La vía principal de la ciudad, con el hermoso Teatro Municipal, la catedral, sus hoteles y cafés -centro habitual de encuentro de turistas y nativos- aparece aplastada y obscenamente desnuda. Como si le hubieran pasado por encima un cepillo de púas. Nadie circula por el bulevar central, cortado en tiras por el ejército y la policía, aunque grupitos susurrantes comienzan a coagular en las esquinas. Algunos periodistas están sentados en las terrazas, aguardando acontecimientos cuyo embrión se forma a ojos vista y crece en dirección a la plaza 7 de noviembre. Es extraña, por lo demás, esa contigüidad en el espacio del ejército y la policía, como dos especies distintas de las que la gente aguarda también distintas reacciones. La policía da miedo. En algunos de los tanques los ciudadanos han depositados ramos de flores.
Muy cerca de la plaza 7 de Noviembre, en la avenida Mohammed V, se levanta el colosal edificio del partido RCD, uno de los más altos de la ciudad, construido hace cinco años por Ben Alí y símbolo avasallador de la fortaleza de la dictadura. Hacia allí se dirige la gente con consignas escritas en folios de papel: «Fuera el RCD», «Pan y agua, RCD no» (jubz wa ma, tayamu’ la); se corean eslóganes imperativos: «Túnez Túnez libre libre, RCD fuera fuera». Son las mismas que llevaron al derrocamiento del dictador el viernes pasado, pero que ahora piden la disolución inmediata del partido y la formación de un gobierno de transición sin lastres del pasado. Hay algunos abogados con toga, profesores, artistas, empleados de banca. Está Munir Trudi, un conocido cantante, que defiende con calor su posición frente a algunas objeciones de Hemda: «Llevamos días demostrando en los barrios que somos perfectamente capaces de organizarnos. No necesitamos ninguna tutela. No podemos alcanzar libertad y democracia a través de un gobierno corrupto y criminal. Que se vayan ya».
Son pocos por el momento, unas cien personas que alzan sus puños y sus consignas frente al edificio mientras los militares, muy próximos, parecen contener a la policía, apostada al otro lado de la avenida. Hay mucha tensión, muchos gritos, mucha obstinación. De pronto suenan tres disparos y el grupo se dispersa. Pero enseguida se forma de nuevo y vuelve sobre sus pasos. Vuelven a gritar, a exhibir sus carteles, a reclamar la disolución de partido. Un rumor sobrevuela las cabezas y se convierte en un grito de alegría y en una salva de aplausos: se difunde la noticia de que Mohammed Ghanoushi, el primer ministro de Ben Alí, el primer ministro del gobierno de coalición, ha dimitido. Es una buena señal, una pequeña victoria.
Poco después, un hombre con bigote y gorra de lana, con aspecto de militante de izquierdas, reclama silencio. Los militares le han pedido la disolución inmediata de la manifestación: «Dicen que ya nos hemos expresado y que debemos dispersarnos en cinco minutos». Obedecemos mansamente.
Pero entonces, mientras caminamos en paralelo a la avenida Bourguiba, cuando parece haber acabado todo, con la duda ya sobre la renuncia de Ghanoushi, que no logramos confirmar, se despejan todas las incertidumbres sobre lo que verdaderamente importa. Es la revolución. A medida que caminamos hacia la avenida de París nos vamos contando y cada vez somos más; todos los grupúsculos desperdigados por el centro, cristalizados al azar, aglutinados por una ambición compartida, afluyen desde las calles laterales, decenas, centenares, luego algunos miles de personas que cantan el himno nacional: namutu namutu wa yahi al-watan. Un camarero, de pie en la calle, a punto de cerrar el local, se une a los gritos contra el RCD, insulta al gobierno, vocifera su «Túnez libre libre» (Tunis jurra jurra); desde un tranvía con el que nos cruzamos los pasajeros levantan el pulgar y hacen el signo de la victoria. En la avenida de París se unen los artistas convocados por la mañana al teatro Le Quatrieme-Art para discutir la situación. Llegan noticias de manifestaciones semejantes en Sfax, en Sidi Bouzid, en Qasserin. La decisión está tomada: es, en efecto, la revolución. Ni apaños ni calcetines reversibles ni transición a la española.
Y llega, claro, la carga policial. Se oyen las primeras detonaciones y por encima de la muchedumbre se elevan las parábolas humeantes de las bombas lacrimógenas. Hay que correr evitando las trampas de las callejuelas, alejándonos del lugar donde dos horas antes dejamos el coche. Se impone un largo rodeo por la Medina. Caminamos al lado de dos jóvenes guapísimos que nos agradecen la solidaridad; un viejo elegante tocado con shashia nos detiene, nos explica fervoroso lo que está pasando y exige una amnistía general.
La calle de las Salinas, bajo el cielo plomizo, recoge parte de la tensión. Los tenderetes de fruta, aún abiertos, comienzan a cerrar. Pero la tensión ya no es un cepillo de púas sino una vibración de fiesta, de poder, de decisión. Allí, al volver un recodo, nos encontramos en la recoleta plaza de Mohammed Alí Al-Hammi, bullente de sindicalistas reunidos delante de la sede de la UGTT, la Unión General de Trabajadores, el histórico sindicato tunecino. La atmósfera es de excitación, pero más bien jubilosa. No es Mohammed Ghanoushi el que ha dimitido, nos aclaran, sino los tres miembros del sindicato que habían aceptado formar parte del gobierno. «Sólo empezando de cero podemos realmente empezar», dice Saida Sharif, presidenta de la Federación de Cineclubs. «Con el RCD en el poder no habrá ningún cambio». Todos están de acuerdo en que no se puede participar en un gobierno del que forme parte el aparato del partido corrupto y criminal que ha gobernado Túnez en las últimas décadas. La UGTT se ha plegado a la determinación del pueblo y sus afiliados. Se habla abiertamente de revolución. Los nasseristas y los Patriotas Democráticos (una escisión del PCT) reparten panfletos en árabe llamando a la movilización.
Nos desplazamos hasta la Place Pasteur, a la calle de Alain Savary, sede de la Unión General de Trabajadores del Maghreb Arabe, donde la UGTT ha convocado una rueda de prensa. Abdelsharif Badawi, ministro adjunto al primer ministro, está razonando ante los medios de comunicación allí presentes la decisión de dimitir del gobierno provisional: «UGTT aceptará responsabilidades de gobierno en un gabinete distinto. La revolución del pueblo no puede ser confiscada por el RCD». El comunicado oficial, leído por Abdel Salim Jedar, secretario general de la organización, anuncia la dimisión de todos los cargos de la UGTT de todas las instituciones del Estado, locales y nacionales, rechaza toda injerencia externa en el proceso y llama a la formación de un «consejo constituyente» elegido en elecciones libres y democráticas. Es una gran noticia. La dimisión de los ministros de la UGTT 24 horas después de aceptar sus cargos indica la fuerza de las movilizaciones de este día y también -y no menos importante- la conciencia por parte de la UGTT, tantas veces ambigua cuando no colaboracionista, de que realmente se puede emprender un camino al margen de las amenazas del aparato del Partido/Estado de Ben Alí. Junto a la noticia del regreso a Túnez de Moncef Marzouki, opositor histórico del Congreso por la República, quien reclama un gobierno de unidad nacional con todos los partidos excepto el RCD, la decisión del sindicato tunecino deja claro que el pueblo de Túnez puede gobernarse a sí mismo.
Las manifestaciones de hoy parecen reproducir la dinámica de la semana pasada, cuando a las concesiones de Ben Alí se respondía con nuevas protestas. El gobierno de coalición ha durado 24 horas, tumbado por la voluntad del pueblo. Al volver a casa, leo la noticia de la dimisión de Ghanoushi, en efecto, pero no del gobierno sino de sus cargos en el partido; y leo también la noticia de que el partido ha expulsado a Ben Alí y otros siete miembros señeros. Nada puede ser más surrealista: el partido se descontamina expulsando al dictador y el primer ministro se descontamina saliéndose del partido. ¿Pueden seguir pensando, tras este mes de insobornable lucha, que están tratando con niños o con idiotas? Mañana los tunecinos responderán de nuevo en la calle.
Más preocupante es que los medios occidentales, y algunos usuarios de facebook, relacionen de nuevo las manifestaciones de hoy con los islamistas del Nahda. Puede que hubiera alguno en las protestas y habrá que acostumbrase, por lo demás, a que forman parte legítima de la opinión pública tunecina; pero lo cierto es que sólo la manipulación más interesada puede localizar un sello religioso en la nueva marejada. El que afirme haber oído una consiga o un haber visto un símbolo islamista miente. Una vez más el himno nacional y la bandera del país, rescatados de la ignominia, eran las únicas enseñas que unían a todos los presentes.
A las 17:30 un vecino me pide ayuda para arrastrar un tronco y cerrar nuestra calle. Va a comenzar otra noche de toque de queda, angustiosa, llena de murmullos y de tiros, con el irritante helicóptero tranquilizador sobre nuestras cabezas. Los peligros son muchos. Pero el pueblo sigue defendiendo los barrios y nadie puede decir ya que no hay una alternativa política al terror.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
rCR