La cuestión del petróleo, las dudas sobre la oposición libia y los riesgos de una opción militar planean en el debate en el seno de la OTAN y de la UE en torno a una crisis enquistada desde el inicio del levantamiento contra Gadafi, hace casi un mes. Siendo Libia el cuarto productor de crudo […]
La cuestión del petróleo, las dudas sobre la oposición libia y los riesgos de una opción militar planean en el debate en el seno de la OTAN y de la UE en torno a una crisis enquistada desde el inicio del levantamiento contra Gadafi, hace casi un mes.
Siendo Libia el cuarto productor de crudo de África -cuenta con las mayores reservas de oro negro del continente-, y sin olvidar sus yacimientos de gas, la estabilidad es un factor de primer orden. Más cuando el propio régimen reconoce que la producción petrolera ha caído en un 66%, hasta en un 80% según la oposición, incapaz de reactivar los campos del este del país.
Si a ello sumamos que Libia se ha convertido en una válvula de cierre del flujo migratorio subsahariano a Europa completamos un escenario en el que más de uno estará tentado de seguir el consejo de «que me quede como estoy».
El Consejo Nacional de Bengasi se está desgañitando estos días en Bruselas y Washington en busca de reconocimiento. A este paso va a acabar pidiendo abiertamente una intervención militar, una línea roja que podría suponer no sólo la defunción política del movimiento sino el incendio del conjunto del mundo árabe.
Y es que los mismos que tardaron horas en animarles a levantarse contra el tirano se hacen ahora de rogar. Por de pronto, ni EEUU ni la UE parecen tener prisa por reconocer al movimiento como la legítima oposición libia. El Estado francés del «pequeño Napoleón» Sarkozy es la voz discordante y su tono, que incluye la amenaza de bombardeos selectivos contra el régimen, contrasta con el maridaje que su diplomacia mantuvo hasta el último segundo con los sátrapas de Túnez y Egipto.
Washington se escuda en que no conoce con exactitud los planes de la oposición para un eventual día después de Gadafi y está contactando con opositores en el exilio más homologables para un hipotético escenario de transición controlada. La presencia del islamismo en la revuelta retrotrae a Washington al recuerdo de la alianza que forjó en los ochenta con Al-Queda, la misma red de Bin Laden que 20 años después se revolvió como un escorpión y aguijoneó a su antiguo mecenas el 11-S.
EEUU se escuda además en que el establecimiento de una zona de exclusión aérea «es una decisión que compete a la ONU». Sorprende la repentina conversión de un país que lleva años ciscándose en toda la legalidad internacional, sobre todo cuando se trata de intervenir militarmente en escenarios «interesantes».
Que el libio lo sea no está ya tan claro. Quizás no lo estaba desde el principio. Lo único claro es que Occidente jugará sus cartas sin tener en cuenta cuestiones como democracia y derechos humanos. Lo hizo contra Gadafi hasta el año 2001 y con Gadafi en los últimos diez años. Y lo hará con la oposición libia o dejándola en la estacada. Sin miramientos.