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El salafismo y las revueltas árabes

¿Quién gobierna Libia?

Fuentes: El Mundo

Las violentas algaradas registradas en numerosos países árabes y musulmanes, con la película ‘La inocencia de los musulmanes’ como telón de fondo, ha motivado que las reticencias de muchos en Occidente con respecto a la llamada primavera árabe se hayan convertido en crítica manifiesta. El batallón de detractores incluye tanto a corrientes neoconservadoras como a […]

Las violentas algaradas registradas en numerosos países árabes y musulmanes, con la película ‘La inocencia de los musulmanes’ como telón de fondo, ha motivado que las reticencias de muchos en Occidente con respecto a la llamada primavera árabe se hayan convertido en crítica manifiesta. El batallón de detractores incluye tanto a corrientes neoconservadoras como a filosionistas e incluso miembros de la autodenominada izquierda antiimperialista.

Y sucesos como los de Túnez, Egipto, Afganistán y, sobre todo, Libia, donde cuatro estadounidenses, entre ellos el embajador, perdieron la vida la semana pasada, les dan, dicen, la razón. Si bien desde enfoques distintos: para unos, las revoluciones árabes no han servido más que para derrocar o debilitar a regímenes despóticos pero eficaces en la lucha contra el terrorismo y aupar a movimientos islamistas reacios, lo mismo que la generalidad de las sociedades musulmanas, a la democracia; para otros, nos hallamos ante una especie de conspiración universal de Occidente para imponer una lógica teocrática hostil a proyectos genuinos de emancipación nacional y anticolonialistas.

La realidad, por supuesto, es más complicada. Los movimientos de protesta contra determinados regímenes árabes corruptos y criminales parten de amplios sectores sociales, hastiados de dictaduras predadoras que han sido incapaces de aportar un mínimo de bienestar a la población. Tanto en aquellos sitios donde las revueltas han propiciado la caída de este o aquel presidente, Egipto, Túnez o Libia, o donde la movilización social sigue en curso sin deparar un cambio efectivo de régimen, como en Bahréin o, con sus peculiaridades de guerra fratricida, Siria, la iniciativa ha surgido de una población joven y desideologizada que ha sabido canalizar el descontento general.

Beneficiarios de las revueltas

Suele decirse que los islamistas no participaron en las revueltas pero se han convertido en sus principales beneficiarios, pero no es del todo cierta. La acción de las organizaciones y asociaciones de jóvenes no habría triunfado sin la participación en la calle de los cuadros islamistas, los cuales constituyen la fuerza política más extensa. Por otro lado, «islamistas» comprende una generalización malsana que no refleja las enormes diferencias existentes entre los diferentes grupos políticos y sociales que se reclaman defensores de una acción de gobierno islámico. En realidad, si algo confirma la efervescencia política y social que vive el mundo árabe desde hace casi dos años es que, más que de choque de civilizaciones, deberíamos hablar, hoy, de choque de islamismos.

Disputa sobre el estado y la sociedad

Un ejemplo paradigmático de lo anterior lo aporta el caso de Libia. No es de extrañar que los disturbios más violentos y de mayor repercusión mediática, en señal de repulsa por la citada película, se hayan producido allí y en Túnez y Egipto, vanguardia de las revueltas árabes. Se dice que los asaltos salvajes a las legaciones estadounidenses confirma la falta de madurez de unas sociedades, las musulmanas, inasequibles a la democracia, pero, más bien, nos hallamos ante el enconamiento de una disputa doméstica entre diferentes concepciones sobre cómo construir el estado y la sociedad modernas.

El hecho de que en los ataques a las embajadas occidentales se viesen y oyesen numerosas enseñas y lemas afines a Al Qaeda y la calle fuera tomada por barbudos de estampa indudablemente salafistas no esconde que, tras la utilización de los sentimientos de ira de la población musulmana ante este «nuevo ultraje occidental», se está poniendo a prueba la visión tolerante y pacífica de buena parte de la sociedad contra los sectores islamistas no salafistas, los cuales se niegan a convertir el puritanismo a ultranza en un dogma político.

En un reciente viaje a Trípoli y ciudades de alrededor, pude apreciar la gravedad de esta tensión creciente en el seno de una sociedad profundamente creyente y tradicionalista pero no por ello islamizada, como demuestran los resultados de las recientes elecciones a la asamblea nacional, dominada por fuerzas no islamistas.

Sociedad polarizada

Al igual que en Túnez o Egipto, los ataques a símbolos y santuarios sufíes -el gran enemigo del salafismo y el wahabismo integristas, junto con el chiísimo- se han convertido en moneda corriente, lo mismo que las exhibiciones de fuerza contra los festivales, películas o acontecimientos culturales «inmorales». Este tipo de actuaciones está polarizando a los libios y creando entre sus dirigentes la sensación de que los salafistas constituyen una amenaza tan ominosa para la estabilidad social como los partidarios del antiguo régimen de Muammar Gadafi. El salafismo utiliza episodios como las imágenes de una película burda e ignota para pescar en un río revuelto en el que todos los musulmanes muestran su indignación; pero la reacción de libios -y tunecinos, por ejemplo- certifica que la reivindicación de su fe no pasa por justificar la agresión a personas e intereses estadounidenses.

Por desgracia, en Europa estamos muy poco acostumbrados a que en los países de la ribera sur del Mediterráneo la gente, y sus asociaciones y partidos políticos, se expresen libremente. Los sangrientos sucesos de las embajadas exceden con mucho los márgenes de la libertad de expresión, por supuesto, y revelan la debilidad de los estados actuales.

Economía estancada

La economía de todos estos países permanece estancada y las perspectivas de desarrollo son lúgubres, pero no puede negarse que, en materia de derechos humanos y libertad de expresión, los avances, aun con las denuncias de torturas y exacciones por parte del poder y círculos afines, son muy notorios. El extremismo salafista no es la norma y mucho menos el yihadismo de al Qaeda, responsable del atentado en el consulado estadounidense de Bengasi: en las calles libias, tunecias, egipcias y muchas más se palpa un afán de edificar un clima de convivencia y tolerancia. El que este propósito se conforme en torno a una percepción «islámica» de la edificación social e institucional, ajena a los criterios occidentales, no significa que sea necesariamente antidemocrática.

Si algunos aquí echan de menos a dirigentes omnipotentes que corten de raíz cualquier atisbo de divergencia y den patente de corso a corporaciones y multinacionales occidentales, grandes beneficiarios de un saqueo alevoso, demuestran escaso bagaje democrático. Libia es un estado y una sociedad en construcción, sometida a los vaivenes de una transición azarosa. Los dirigentes libios reconocen su incapacidad para enfrentarse a las organizaciones y milicias armadas, incluidas las salafistas, que amenazan el presente del país.

Pero tendrán que hacerlo más temprano que tarde, al igual que poner coto a los grupos radicales que coartan cualquier debate sobre la identidad secular del estado o la situación de las minorías o las mujeres. Poco favor se hace, desde aquí, hablando de otoños árabes y de favores no correspondidos, como si ese mismo occidente que aupó y amparó a dictadores como Ben Ali en Túnez o Mubarak en Egipto -y colaboró con Gadafi tras su «redención»- fuera el responsable primero de que algunos países tengan la oportunidad, desaprovechada según parece, de democratizarse. 

Ignacio Gutiérrez de Terán Gómez-Benita es profesor del Departamento de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid.

Fuente: http://www.elmundo.es/elmundo/2012/09/17/internacional/1347879933.html