El próximo 22 de diciembre de 2025 se cumplen quince años del asesinato de Saïd Dambar, un joven saharaui de 26 años muerto en El Aaiún, capital del Sáhara Occidental ocupado, en circunstancias nunca esclarecidas. Quince años después, su familia sigue reclamando lo mismo que exigió desde el primer día: verdad, una autopsia independiente y justicia. Nada de eso ha ocurrido. En su lugar, ha habido silencio oficial, encubrimiento, represión y castigo colectivo.
Con motivo de este aniversario, su hermano Driss Dambar, hoy exiliado en España por razones de seguridad, volvió a alzar la voz en París durante la Conferencia Europea de Apoyo y Solidaridad con el Pueblo Saharaui (EUCOCO), celebrada a finales de noviembre. Su testimonio, recogido por el semanario Politis, no es solo un relato personal: es una denuncia política de la impunidad estructural que impera en los territorios saharauis bajo ocupación marroquí.
Saïd Dambar fue asesinado la noche del 22 de diciembre de 2010, apenas mes y medio después del violento desmantelamiento del campamento de Gdeim Izik, levantado pacíficamente a las afueras de El Aaiún para reclamar derechos sociales y políticos del pueblo saharaui. Aquel episodio marcó un punto de inflexión represivo: muertos, decenas de detenidos y condenas que llegaron hasta la cadena perpetua. La familia Dambar había participado en el campamento, como tantas otras.
Aquella noche, Saïd no regresó a casa. No era un joven violento ni temerario; era licenciado en Economía y militante tranquilo. Horas después, varios funcionarios se presentaron en el domicilio familiar y pidieron hablar con el cabeza de familia. A partir de ahí comenzó una sucesión de versiones contradictorias: una supuesta pelea, un disparo policial “accidental”, un traslado urgente al hospital. La familia apenas pudo verlo de lejos, con la cabeza vendada y conectado a máquinas. Tres horas después, se les comunicó su muerte.
Desde el primer momento, la familia exigió recuperar el cuerpo y practicar una autopsia imparcial. Nunca se les permitió. Quince años después, siguen sin saber dónde fue abatido Saïd, en qué circunstancias exactas ni quién disparó. El estado de la ropa devuelta, las incoherencias del relato oficial y la negativa sistemática a una investigación independiente refuerzan una convicción clara: Saïd Dambar fue víctima de una ejecución extrajudicial con un arma del Estado marroquí.
Driss Dambar lo explicó en París con claridad: las autoridades comprendieron pronto que no estaban ante una familia dispuesta a aceptar compensaciones a cambio de silencio. Hubo intentos de compra de voluntades, ofertas de empleo, presiones directas. Todo fue rechazado. Lejos de rendirse, la familia decidió transformar el duelo en resistencia: conmemorar el asesinato de Saïd cada día 22 de mes.
Aquellas conmemoraciones convirtieron la casa familiar en El Aaiún en un símbolo de dignidad y desafío. Vecinos y activistas acudían para mostrar su apoyo, hasta que la policía comenzó a cercar la vivienda. Aun así, la gente encontraba la forma de llegar, incluso pasando por las azoteas. Las imágenes circularon por redes sociales. Con el tiempo, la represión se intensificó: registros, agresiones, hostigamiento permanente.
Ocho meses después del asesinato de Saïd, el padre de la familia murió, hundido por la presión y la enfermedad. Tampoco entonces se permitió un duelo normal: su cuerpo fue retirado del hospital y enterrado discretamente para evitar que el funeral se convirtiera en un acto de protesta. La persecución continuó. Driss fue despedido de su trabajo; después llegó el chantaje explícito: recuperar el empleo a cambio de enterrar a su hermano sin autopsia. Se negó. Sus hermanas y hermanos fueron expulsados de la administración. Incluso su madre, hoy con 80 años, sufrió agresiones físicas.
La represión no fue solo política, sino también social y económica. Driss se vio obligado a sobrevivir con trabajos precarios en distintas ciudades marroquíes. La presión constante terminó afectando gravemente a la vida familiar: separaciones, divorcios, exilio. En 2014, una invitación a Canarias para dar testimonio abrió una vía de salida. Poco después obtuvo asilo político en España.
Hoy vive y trabaja en Canarias, en el sector de la restauración. Su hijo permanece en el Sáhara Occidental con su madre; apenas han podido verse desde su salida. Mantiene el contacto con su familia por medios digitales y confía en poder regresar algún día a El Aaiún para visitarlos, amparado por su condición de refugiado político. Pero la incertidumbre persiste.
Quince años después, el asesinato de Saïd Dambar sigue siendo una herida abierta. No solo para su familia, sino para todo un pueblo que continúa sufriendo una ocupación marcada por la represión, la impunidad y la negación sistemática de derechos. La pregunta sigue siendo la misma que Driss Dambar formuló en París ante la solidaridad internacional: ¿cuánto más tendrá que esperar el pueblo saharaui para que la verdad y la justicia dejen de ser una excepción?


