os congoleños pensaban que la salida del túnel estaba cerca. Las elecciones generales (presidenciales y legislativas) y las regionales (asambleas y gobiernos provinciales) habían dado la legitimidad democrática indispensable a las nuevas instituciones. Quedaba una gigantesca tarea, la de reconstruir material y moralmente un enorme país devastado por la guerra, la ocupación y el pillaje. […]
os congoleños pensaban que la salida del túnel estaba cerca. Las elecciones generales (presidenciales y legislativas) y las regionales (asambleas y gobiernos provinciales) habían dado la legitimidad democrática indispensable a las nuevas instituciones. Quedaba una gigantesca tarea, la de reconstruir material y moralmente un enorme país devastado por la guerra, la ocupación y el pillaje. Todo parecía posible, aunque difícil, y la esperanza no era una ilusión vana.
Los problemas y las frustraciones han surgido, como siempre, desde el este, desde las provincias del Kivu. Las guerras de «liberación» de 1996 y 1998 (la 1ª llevó al poder a Kabila padre y la 2ª condujo al control y saqueo de casi la mitad del país por parte de Uganda y Rwanda), tuvieron su punto de partida en los Kivu. No es extraño que en las elecciones de 2006, las poblaciones de estas regiones votaran masivamente a Joseph Kabila, por considerarlo el artífice de la pacificación y expulsión de los extranjeros ocupantes y depredadores. Sin embargo, mientras los gobiernos central y provinciales tratan a trancas y barrancas de poner en pie programas de reconstrucción, la autoridad del Estado y la integridad del territorio han estado en juego en los Kivu.
En los acuerdos de Pretoria, primer paso del proceso de transición culminado por las elecciones de 2006, los firmantes se comprometieron a disolver sus ejércitos para integrarlos en unas fuerzas armadas nacionales. A la complejidad de unificar en un solo ejército a beligerantes hasta entonces enemigos, se añadió la negativa de algunos mandos, que mantuvieron sus propias tropas. Es el caso del general Laurent Nkundabatware (Nkunda), que dice defender a los tutsi congoleños, en peligro según él, tanto por la actividad de los hutu ruandeses rebeldes como por la enemistad y política excluyente de las etnias «autóctonas» (nande, hunde, nyanga). Los militares ruandeses se retiraron oficialmente del territorio congoleño en 2003, pero han seguido apoyando con armas y hombres a «su» hombre, Nkunda. Éste se ha hecho fuerte e inexpugnable en el Masisi, zona del Kivu-norte, habitada mayoritariamente por ruandófonos. La negativa de Nkunda a integrarse en el ejército, le convirtió en rebelde y traidor, y la acusación de haber cometido crímenes contra la humanidad, entre otros el reclutamiento de niños, ha hecho que pese sobre él una demanda de arresto internacional. A pesar de ello, ni las numerosas fuerzas gubernamentales ni las de la Misión de las Naciones Unidas (MONUC) desplazadas en la zona han logrado detenerlo ni desalojarlo de su enclave. Antes al contrario, fuerte militarmente, ha forzado conversaciones y negociaciones varias. Algo incomprensible para una población obligada a desplazamientos masivos y harta de violencias; ¿por qué la MONUC no va a por él – se pregunta, temerosa de que exista una agenda oculta manejada desde el exterior – si sabemos dónde está, quién le apoya y cómo se abastece de hombres y armas?
La comunidad internacional, que ejerce una presión y tutelaje evidentes sobre el gobierno, ha frenado cualquier solución militar, ante el peligro de una previsible sangría, y el Presidente Kabila ha impulsado una Conferencia de Paz en Goma, capital del Kivu-norte. Acaba de terminar. Los 300 participantes previstos, se convirtieron en 1.300. Unos y otros se han lanzado reproches y acusaciones, en una ceremonia de desahogo colectivo. Las conclusiones estaban previstas: aunque aprobado por todos, se trata sustancialmente de un acuerdo entre los representantes del gobierno y el movimiento rebelde de Nkunda. El precio pagado por las instituciones democráticas: una ley de amnistía por hechos de guerra e insurrección, excluyendo crímenes contra la humanidad. Está por ver si ha habido concesiones políticas, con relación a las exigencias de los tutsi sobre su nacionalidad (que muchos congoleños les niegan) y sus pretensiones de lograr un territorio propio. Una comisión técnica velará el proceso de desmilitarización, reinserción y reinstalación de las poblaciones. La sociedad civil podrá quizás respirar, que no es poco, si el acuerdo se convierte realmente en pacificación. Ésta depende también de la reacción de grupos armados congoleños maï maï incontrolables y «patriotas» defensores de la «congoleidad» frente a «extranjeros» al servicio de Rwanda. El prometido desmantelamiento y expulsión de los rebeldes hutu ruandeses, cuya actividad desestabilizadora ha sido el pretexto, que no la razón, de la rebeldía de Nkunda, no será tarea sencilla. Además de la dificultad de desalojarlos de las zonas que controlan, su repatriación forzosa sería un escándalo, ya que, obligarles a regresar a Rwanda significaría llevarlos al matadero.