Mientras el mundo expectante se aproxima al cambio de mando en los Estados Unidos y se regodea en las nuevas olas del Covid-19, como si solo fuera un castigo celestial y no obra de la irresponsabilidad personal de muchos, en lo más profundo y remoto de ese mismo mundo, en la soledad más absoluta, un pueblo o los muchos que conforman la República Democrática de Congo, con casi 85 millones de habitantes, no deja de abismarse en la violencia.
De manera constante masacres, cuyos responsables jamás son alcanzados por la justicia, al tiempo que ni siquiera se puede desentrañar los verdaderos motivos de ellas, ya que los intereses aviesos de los más importantes jugadores de la comunidad internacional, les interesa que esos crímenes se prolonguen en el tiempo. Lo que sucede prácticamente sin interrupción, desde el comienzo del colonialismo. Para muchos expertos, la proliferación de grupos insurgentes, más que una intención política, encubren intereses económicos de diferentes carteles criminales, obviamente siempre vinculados los poderes políticos, de los países limítrofes del este congolés y desde el corazón del poder en Kinshasa, con los que intentan disimular la depredación de las infinitas riquezas naturales del país. Solo en 2013, fueron sacados de contrabando del este del Congo, unos 400 millones de dólares en oro, en una alianza entre comandantes, de grupos armados, funcionarios estatales.
Por lo que pensar en la actual República Democrática del Congo, es pensar en una guerra, como en un juego de mamushkas, que desde sus entrañas siempre emerge otra, más brutal y sangrienta. Ese territorio parece condenado a vivir en la violencia y la pobreza extrema, justamente por ser uno de los más pródigos de la tierra, en minerales oro, diamantes, estaño y tantalio; además de la mitad de las reservas conocidas en el mundo de cobalto y el 70 % de las de coltán, además de sus condiciones para la producción agrícola, tras el Congreso de Berlín aquel ubérrimo territorio cayó en las atroces manos de Leopoldo II de Bélgica, responsable directo de la muerte, en tan solo 23 años (1885-1908), de entre cinco, diez o veintidós millones de nativos, como si el detalle tuviera importancia. Las cifras, dado la falta de registros de la época generan todavía discusiones.
Hablar de la historia de la RDC es hablar de la violencia como se habla de un dato turístico, un accidente geográfico o una nota de color… local. Guerras que solo han cambiado de nombres, para seguir matándose persiguen al país africano. Se estima que entre las que se conocen como la Primera (1996-1997) que dejó 200 mil muertos y la Segunda guerra del Congo (1998-2003) en la que se estima murieron unos cinco millones y medios de personas, y que ha dejado numerosas organizaciones armadas, algunos estudios hablan de unos 140 grupos de mayor y menor porte, que se debaten entre lo ideológico y lo meramente criminal, aunque algo es seguro, siguen produciendo sangrías de manera permanente y poniendo al país entre lo que más desplazados tiene por causa de la violencia, con más de 2 millones de personas.
La última de estas matanzas se produjo contra una aldea de la tribu Mbuti, conocidos vulgarmente como pigmeos, en la que fueron asesinos 46 de ellos y casi un centenar resultó herido. Los hechos que se produjeron el pasado jueves catorce en el territorio de Irumu, jefatura de Walese Vonkutu, en la provincia de Ituri, junto a la frontera con la provincia de Kivu del Norte, epicentro del accionar de estas bandas, ubicado a 1700 kilómetros al este de Kinshasa, la capital del país. La reciente matanza fue adjudicada al grupo Fuerzas Democráticas Aliadas (ADF), musulmanes de origen ugandeses, fundado en 1989, que desde 1995, se han establecido en la RCD, teniendo como santuario la cadena montañas de Rowezori, junto a la frontera con Uganda, donde se estima tienen unos quince campamentos. En esos territorios también se encuentra, desde hace veinte años, la mayoría de los 18 mil efectivos de la MONUSCO (Misión de las Naciones Unidas en la RDC) que no solo han sido ineptos para controlar a la insurgencia, sino también a las Fuerzas Armadas de la RDC (FARDC), responsable de innumerables asesinatos contra la población civil, y de incontables violaciones a los derechos humanos. Las mujeres se han convertido en las víctimas propiciatorias, en el actual conflicto, ya que como un arma más, se ha establecido la violación masiva, registrándose de manera constante este tipo de asaltos que ya suman ciento de miles. En Paris acaba de ser detenido para ser enjuiciado por crímenes de lesa humanidad Roger Lumbala, antiguo líder de la Agrupación Congoleña para la Democracia Nacional (RCD-N), un grupo armado fundado en 1998.
El domingo, anterior al ataque a la aldea Mbuti, en una emboscada tendida por elementos todavía no individualizados, habían asesinado a por lo menos seis guardabosques del Parque Nacional Virunga, declarado Patrimonio de la Humanidad en 1979, que se suman a los ya casi 200, asesinados en los últimos veinte años, en ese santuario para gorilas de montaña, que se encuentran en grave peligro de extinción. Aunque las ADF se atribuyeron la responsabilidad de ambos hechos, las autoridades no han encontrado el nexo entre ellos.
El crecimiento de takfirismo entre la minoritaria comunidad musulmana de RDC, poco más del dos por ciento, de la totalidad de la población, mayormente cristiana con casi el ochenta. se comprueba con el asentamiento de nuevas mezquitas, en Kikwit, de cerca de dos millones de habitantes, de los que solo cuatro mil son musulmanes, en la región sur oriental de la provincia de Bandundu, se multiplicó por cinco, en tres años, sustentadas por una organización musulmana llamada Asociación Caritativa para la promoción y desarrollo de la Comunidad (ACPDEC).
Veinticinco años de soledad
La violencia casi endémica, no solo ocupa el este congolés, sino en un área mucho mayor donde organizaciones armadas operan entre las fronteras del este de la RDC, Uganda, Ruanda y Burundi. La mayoría de estas organizaciones en realidad no son más que “patrullas perdidas” de las guerras de las últimas dos décadas, oficialmente terminadas en 2003. Aunque las ADF, considerada como la más letal de ellas y que en la actualidad opera en la región de Kivu y en el sur de Ituri, por donde se filtran a Kivu del Norte, fue fundada el emir wahabita, Jamil Mukulu, nacido en Uganda en 1964, en una familia cristiana con el nombre de David Steven: Detenido en Tanzania en 2015, y en espera del juicio de la Corte Penal Internacional junto otros 37 muyahidines por diversos crímenes. Su militancia se origina en perteneciente al grupo Tablighi Jamaat (Sociedad de los predicadores) una organización con presencia en unos 150 países con varios millones de seguidores, que no que se define como política y cuyo lema se resumen en “ordenar en bien y combatir el mal”. Mukulu en los años noventa durante una larga estadía en Jartum (Sudán) conocería nada menos que al fundador de al-Qaeda, Osama bin Laden.
La ADF, se unió a la fuerza residual del disuelto Ejército Nacional de Liberación de Uganda (ENLU), tras la caída de Idi Amin, en procura de derrocar el gobierno de presidente ugandés Yoweri Museveni, en el poder desde 1986, envuelto en estos días en un nuevo escándalo, tras las denuncias de un nuevo fraude en las últimas elecciones, para la creación de un estado fundamentalista islámico. Con la ayuda de “hermanos” de Tanzania y Somalia, comenzó a financiarse con el producto de la minería ilegal, según fuentes de inteligencia las ADF cuentan la estrechar relaciones con el grupo integrista somalí al-Shabbab y el Lord´s Resistance Army (Ejército de la Resistencia del Señor) o LRA, del alucinado Joseph Kony.
La ADF, en 1998, fue responsable del ataque a la Kichwamba Technical College de Kabarole, Uganda, donde quemaron vivos a ochenta estudiantes, atrapados en sus habitaciones y secuestraron a otros cien. Para el 2002, las operaciones continuas del ejército ugandés, forzaron a las ADF a refugiarse en la vecina RDC, desde donde sus acciones se sucedieron en pequeña escala hasta qué en 2013, el grupo emprendió una fuerte campaña de reclutamiento y una serie de acciones militares que atrajeron la atención de muchos jóvenes voluntarios, a los que se les promete una paga de 250 dólares por cada muerte.
Las acciones de las ADF en estos últimos dos años han sido intensas y degradante tanto para las autoridades como para la población civil, aunque el hecho más significativo del verdadero poder de fuego de estos supuestos muyahidines, fue el asalto a la prisión central de Kangbayi, en la provincia de Kivu Norte, de donde fueron rescatados alrededor de 1300 “hermanos” de la ADF el pasado 20 de octubre. Operación que desarrolló con un plan minucioso, perfectamente ejecutado y en la que demostraron un gran despliegue táctico y estratégico. En abril de 2019 el Daesh se adjudicó lo que se cuenta como el primer ataque en tierras congolesa, contra un cuartel del ejército congoleño próximo a la remota aldea de Bovota, en el norte del país. Lo que le permitió al actual presidente congolés, Félix Tshisekedi, en su primera gira oficial a los Estados Unidos a principios de abril de 2019, esgrimir la palabra terrorismo en procura del apoyo norteamericano.
La vieja teoría que las ADF eran un fenómeno marginal y descrito como carente de una agenda política precisa. Sin antecedentes, ni ideología, de la que se desconocía su organización interna, capacidad militar, líneas de suministro y cantidad de militantes ha logrado imponerse por sobre el resto de las organizaciones terroristas que operan en el país, lo que promete continuar haciendo que la República Democrática del Congo, se perpetúe como lo más triste de los trópicos.
Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central. En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC.