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Racismo y pena de muerte en Puerto Rico, 1898-1917

Fuentes: Rebelión - Imagen: Ejecución por garrote en la Antigua Casa Consistorial y Cárcel de Ponce (Alcaldía de Ponce), 1898.

Uno de los elementos fundamentales de toda relación colonial es la disciplina social impuesta a la población conquistada en función de los intereses de la dominación imperial. Puerto Rico no ha sido una excepción.

A lo largo de la presencia estadounidense en nuestro país (1898-2021), pueden distinguirse diversos momentos claves en que esa disciplina se ha calibrado y recalibrado, precisamente, para abrir paso a nuevas formas de explotación o, simplemente, mantener la existente.

Lo primero que convendría es descartar la noción ingenua de que Puerto Rico no es de importancia fundamental para las estrategias económicas del imperio en el Caribe. Lo sigue siendo. Todavía poseemos importantes recursos que son de interés para Estados Unidos. Sabemos de algunos (como el agua dulce), aunque, juzgando por la experiencia pasada, lo cierto es que nuestro país se entera de la cuantía de sus recursos potencialmente explotables mucho tiempo después de que las compañías estadounidenses los han sometido a un inventario cuidadoso. ¡Hey! Puerto Rico fue secretamente invadido en 1897 por geólogos hidrólogos y economistas estadounidenses que inventariaron, catalogaron y estimaron el valor de nuestras riquezas al dedillo, con miras a la futura invasión. Llegaron por la bahía de Jobos, justamente; mientras mucha gente, entretenida, pitaba la borinqueña.

Después vino, como se sabe, la invasión militar. Independientemente de que una invasión militar es de por sí un acto de violencia mayor, a partir de 1898 se implementa una maliciosa campaña para «disciplinar» a este pueblo en función de ser una colonia de un país extranjero. A menudo se comete el error de pensar que la disciplina social que sirve al capital se logra únicamente persiguiendo a los sectores y fuerzas abiertamente contrarias al régimen. De suma importancia es también la manera en que se avasalla al pueblo en general, particularmente por la vía del sistema criminal.    

Al respecto, viene a mi mente el período de 1898-1917 y el tema de la pena de muerte. En el contexto de la cultura criminalista perversa de la clase dominante estadounidense, uno de los mecanismos más significativo para el control social es la pena capital. ¿Qué pasaba con la pena de muerte en Puerto Rico antes de la llegada de las tropas invasoras de Estados Unidos? Éramos, como se sabe, una colonia española. En España existía la pena de muerte por la vía del garrote ordinario, que no era, en esencia, distinto al llamado garrote vil. Pero, a partir de 1870 comienza a darse en esa metrópoli un proceso de conmutación de las sentencias de muerte dictadas por los tribunales. Según Juan Eslava, autor de Verdugos y torturadores, durante el último tercio del siglo XIX se efectuaron en ese país tan solo un tercio de las sentencias a muerte emitidas por los tribunales civiles. Tan era así que los verdugos españoles se quejaban entonces de la poca demanda de sus servicios. Los presidios horrorosos establecidos por el régimen español en Filipinas y África vinieron a sustituir en gran medida el cadalso, particularmente si se trataba de anarquistas y la membresía de uniones campesinas.    

Y en Puerto Rico, ¿qué pasaba antes del 1898? Aquí nos tenemos que remitir al importante libro del Dr. Jalil Sued-Badillo La pena de muerte en Puerto Rico: Retrospectiva histórica para una reflexión contemporánea. Para el período 1870 y 1899, el Dr. Sued-Badillo logró verificar que se llevaron a término el 28% de las sentencias capitales. Las otras, según sus datos, fueron resueltas por conmutaciones o indultos: 11 sentencias a muerte verificadas, 12 indultos, 14 conmutadas y tres sin confirmar. De nuevo, un porcentaje no muy distinto al de la metrópoli española.

¿Y qué pasa luego del 1898 en Puerto Rico? Según las estadísticas del Dr. Sued-Badillo, entre 1900 y 1917 se llevaron a término el 83% (25/30) de las sentencias a muerte. Esto, sin mencionar que, de no haber sido por la legislatura del país y la abolición temporal de la pena de muerte entre 1917-1921, el porcentaje de ejecuciones verificadas para 1900-1917 habría sido de 93% (28/30). Los dirigentes militares del imperio llegaron incluso a ser promotores del uso del garrote ordinario entre 1898 y 1902; método que, según la prepotencia imperial estadounidense, era un barbarismo heredado de la Edad Media española. Entre 1900 y 1902, o sea directamente bajo el llamado régimen militar, fueron ejecutadas en el garrote 10 personas, una menos que entre 1870 y 1898. Para los años 1903 y 1917, el Dr., Sued-Badillo pudo verificar la ejecución de 15 reos en la horca. Además, hay cuatro conmutaciones y un indulto. Un dato comparativo interesante es que entre 1898 y 1917, o sea bajo el régimen de «libertad» del imperio estadounidense, la cantidad de personas ejecutadas en la isla, por horca o garrote, no fue muy distinta al total de ejecuciones efectuadas bajo el dominio español entre 1838 y 1844; que fue, interesantemente, un período de revueltas esclavas, indisciplinas y sublevaciones en Puerto Rico.

¿Y cree usted que eso no tiene que ver con el coloniaje y el moderno imperialismo, es decir, con un intento perverso de «disciplinar» a nuestra población? Recordemos que entre 1903 y 1916 los norteamericanos se apropian de nuestras tierras, nuestras aguas dulces y destruyeron una de las economías de pequeña propiedad y exportadora de bienes de consumo más exitosas del Caribe. Y entre 1907 y 1914 nos espetaron, de paso, una gigantesca deuda pública con la que, al modo de las antiguas conquistas de territorios indígenas, financiaron la explotación de la colonia. Eso explica, en gran medida, la otorgación de la ciudadanía estadounidense el 2 de marzo de 1917, con el motivo adicional de que peleáramos sus guerras. Aterrorizada por el abusivo sistema criminal y destituida de riqueza propia, ¿qué tipo de ciudadanía colonial podía ser la masa poblacional puertorriqueña, sino una dominada por la pasividad, el temor y la ambigüedad ideológica? De hecho, según los estudios del Departamento de Comercio de Estados Unidos la población de Puerto Rico sufría en 1915 más pobreza que la de Cuba.    

Según esos mismos estudios del gobierno federal, el dominio imperial en nuestra isla se consolida en lo económico, en realidad, para 1915. A Estados Unidos le tomó tiempo, pues, organizar el robo capitalista de nuestra nación y «disciplinar» al pueblo. Y en ese proceso interesaba ciertamente avasallar, por la vía del sistema criminal, a la población negra y mulata que conformaba, junto al blanco pobre, la clase obrera. Naomi Galindo, en su libro Ni un vaso de agua: Las ejecuciones, los ejecutados, y las resistencias en contra de la pena de muerte en Puerto Rico, 1900-1909, señala precisamente que la inmensa mayoría de las personas ejecutadas entre 1900 y 1909 eran trabajadores pobres, pequeños propietarios o personas desposeídas. La violencia ejercida a través de la pena de muerte sobre el reo era parte del proyecto, igualmente violento, de conquista y dominación de Puerto Rico. La pena de muerte, nos dice la autora, tenía un uso «ejemplar».

En términos raciales, llama la atención el siguiente porcentaje calculado también a partir del libro citado del Dr. Sued- Badillo: al menos 73% (11/15) de las personas ejecutadas entre 1900 y 1917 eran negras o mulatas. Decimos «al menos», porque 4 de las personas ejecutadas no aparecen identificadas por raza. Es decir, mirando el asunto de las ejecuciones de arriba para abajo, eran los negros y mulatos pobres los que sufrían la pena capital. Pero eso hace pensar en la pregunta opuesta. mirando el sistema criminal de abajo para arriba, ¿cuál era la composición étnica de las personas en control de la pena de muerte? ¿Blancos estadounidenses? ¿O estos en colusión con los blancos de Puerto Rico? Había de los dos.

Además, está el asunto de la manera en que se efectuaban las ejecuciones. En su libro Los que murieron en la horca, Jacobo Córdoba Chirino nos habla de la costumbre de los alcaides de Puerto Rico de escoger reos para que actuaran de verdugos. Se trataba de un canje, en que un prisionero cualquiera accedía a actuar de verdugo a cambio de una suma sustancial de dinero y un indulto. Esto es algo heredado de los tiempos del coloniaje español. Cierto, en España los verdugos eran funcionarios del estado designados conforme a un proceso de convocatorias que les daba titularidad. Pero ese no era exactamente el caso en las colonias de Puerto Rico y Cuba. A mediados del siglo XIX, se inicia en estas islas la práctica de escoger presidiarios para la labor de verdugo. Eso sí, debía de ser preferentemente reos negros. Por su parte, el Código de Enjuiciamiento Criminal impuesto por Estados Unidos en Puerto Rico 1902 mantenía silencio en cuanto a la figura del verdugo. La sección 331 solo indicaba que, una vez dictada la sentencia de muerte, el reo debía de entregarse al alcaide en un término de diez días. Efectuada la ejecución, el alcaide devolvía al tribunal que dictó la sentencia un decreto de muerte, «expresando en él la hora, forma y manera en que la sentencia fue ejecutada».

Por razones culturales no era fácil conseguir verdugos, ni los alcaides estaban muy dispuestos a cumplir esa tarea. El resultado es que después del 1898 se continúa con la práctica heredada de los tiempos del coloniaje español de usar otros reos, que no pocas veces convertían la ejecución en un acto grotesco, desmedidamente cruel, para la persona que iba a morir. Un cuadro macabro e inmoral «de un infeliz matando a otro infeliz, por motivo de una recompensa», según lo describía el periodista José Elías Levis en la edición del 7 de junio de 1902 de la revista espiritista El iris de paz. El verdugo era, según sus palabras, «un infeliz a quien la ley paga para matar». Por eso Levis, después de emplear los adjetivos más despectivos en contra de la figura del verdugo, también pedía que se le tuviera compasión.

«Quien mata es el Estado, no el verdugo»     

No se trata, por supuesto, de reivindicar la pena de muerte bajo España y de condenarla a partir de 1898. En ambos casos, se trataba sobre todo de asesinatos legalizados de gente negra y mulata. Las disposiciones del Código de Enjuiciamiento Criminal impuesto por Estados Unidos en 1902, en cuanto al «modo y lugar» de dar muerte al reo, no eran, en esencia, muy distintas al ritual prescrito por los artículos 89-93 del Código Penal de España de 1850, que varió muy poco en la segunda mitad del siglo XIX. Si aceptamos, como demuestra la historia, que las ejecuciones por horca pueden ser tan horrorosas o tan «humanas» como las efectuadas con el garrote ordinario, tenemos que las diferencias entre un código y otro eran de detalles. Bajo el sistema español, la ejecución no podía efectuarse hasta 18 horas después de confirmada la sentencia (período en que el reo era obligado a rezar en capilla), bajo el sistema impuesto por Estados Unidos, la muerte no podía ocurrir «ni antes de los sesenta días, ni después de los noventa». Bajo el sistema de la colonia estadounidense, una mujer encinta no podía ser ejecutada «hasta que hubiera salido de su preñez»; pero, bajo el español, «hasta que hayan pasado cuarenta días después del alumbramiento». Escoja usted, si tiene estómago, la barbaridad menos repugnante, de parte de estos poderes imperiales. Al final, una ejecución por horca chapuceada, debido digamos a un nudo mal hecho o una soga mal encebada o un cálculo equivocado de la caída, puede ser tan sanguinaria y grotesca como una efectuada con un garrote oxidado o mal colocado en la garganta.    

Lo cierto es que tanto la cultura estadounidense que llega en 1898 como la heredada de España eran altamente sanguinarias. El mundo anglosajón celebraba las ejecuciones por horca de muchas maneras grotescas. Así era en Inglaterra y, como resultado, en Estados Unidos. Cito aquí, a manera de ejemplo, el caso del ahorcamiento en 1863 de 38 revolucionarios indígenas Dakota en la ciudad de Mankato, Minnesota, por el recién territorio incorporado. Más de 5.000 personas blancas se dieron cita en ese lugar para celebrar, con música y borracheras, el ahorcamiento llevado a cabo por tropas del Norte. Lincoln mismo autorizó la orgía de ejecuciones públicas. Y de España ni se diga, pues desde los tiempos del Mío Cid y Don Quijote las ejecuciones eran un tema cultural importante en la literatura y en el arte; a veces a favor y a veces en contra, pero sobretodo la primera. En la segunda mitad del siglo XIX, las ejecuciones públicas en ciudades como Madrid o Barcelona, eran espectáculos culturales «masivos y morbosos», para usar la expresión de Pio Baroja.

Podría querer argumentarse que nuestra caracterización del sistema criminal impuesto en 1902 por el imperio en Puerto Rico está teñida de nacionalismo y subjetivismo. De lo primero no voy a defenderme; de lo segundo, sí. El código criminal de California, aprobado por la legislatura de esa provincia estadounidense en 1872, expresaba un acto soberano de ese estado. Esto en un doble sentido: fue aprobado por la legislatura de California, y no hacía sino codificar la ley común anglosajona. Esta última era su sustrato filosófico y de jurisprudencia. No fue así con los códigos criminales de la colonia. Aunque copiados en 1902 de los de California, estos funcionaban aquí como un compendio de reglas abstractas sujetas a la interpretación caprichosa del Tribunal Supremo de Puerto Rico, el cual era «una agencia al servicio de la causa asimilista», para usar la expresión del historiador y jurista constitucional José Trías Monge. Cierto es que toda sentencia de culpabilidad por asesinato en primer grado podía llevarse a partir del 1903 en apelación ante el Tribunal Supremo de la isla. La pregunta, claro está, es ¿cuántas de esas apelaciones conllevaron un fallo discrecional a favor del apelante? Sabemos, gracias a los estudios del Dr. Sued-Badillo, que entre 1903 y 1917 un total de 20 personas fueron encontradas culpables de asesinato en primer grado, lo que automáticamente conllevaba la pena de muerte, salvo que «hubiere circunstancias atenuantes». En uno de los casos, el de Pedro Díaz Martillo, hubo un indulto; en otros cuatro, se emitieron conmutaciones. Ahora bien, tres de esas conmutaciones eran, en realidad, «modificaciones de sentencias» en las cuales el Tribunal Supremo no tenía discreción. Esto es así porque las apelaciones para esos tres reos se radicaron antes de aprobada la Ley 36 del 30 de noviembre de 1917, que abolía la pena de muerte hasta 1921, pero se decidieron después de que la ley entró en vigor.

La ley 36 tenía carácter retroactivo aplicable a los reos condenados a muerte y cuya pena no se hubiera efectuado. Esta es la situación en los casos Pueblo v. Matos y Matos (26 D.P.R. 586), en el que había dos acusados, y en Pueblo v. Figueroa (26 D.P.R. 754). Ambos casos fueron resueltos por el Tribunal Supremo de Puerto Rico en 1918, con una afirmación modificada de las sentencias; concretamente con decretos de pena de reclusión perpetua en el presidio, en lugar de la horca. De hecho, uno de los apelantes en el caso Pueblo v. Matos y Matos murió esperando el fallo de la apelación. Su nombre era Domingo Matos. Puede entenderse, digo yo, que los apelantes perdieran la mayoría de las apelaciones, o incluso una buena parte, ¿pero que las perdieran todas, absolutamente todas? Ni el tribunal de la Santa Inquisición tenía un record tan limpio. El Tribunal Supremo de Puerto Rico, incluyendo los jueces de origen puertorriqueño, no pasaba de ser un ratificador del asesinato de gente pobre, sobre todo de negros y mulatos. Era una institución racista.          

Recordemos, que bajo la ley Foraker, el Tribunal Supremo de Puerto Rico estaba integrado por jueces nombrados por el presidente de Estados Unidos. Tres eran puertorriqueños; dos, estadounidenses. A su vez, los jueces de distrito eran nombrados por el gobernador, el cual recibía su designación del presidente de la nación invasora. Así se daban situaciones, como la de la apelación en 1911 en el caso El Pueblo v. Flores (17 D.P.R. 178), en que nuestro ilustrísimo intelectual Luis Lloréns Torres fue designado abogado de oficio para la apelación de la sentencia y condena de Juan Flores Casiano. Del otro lado, estaba el juez del supremo D. Emilio del Toro Cuevas, acompañado, por supuesto, de dos juristas estadounidenses. Uno de los acompañantes era el juez James H. MacLeary, un excombatiente en la Guerra Civil de 1860-1864 a favor del sur esclavista. Podemos decir, entonces, que en este caso coincidieron ante la corte dos independentistas. El primero es Luis Lloréns Torres, quien aspiraba a la soberanía de nuestra isla y a una interpretación amplia y humana de las leyes. El otro era un «independentista» que había luchado violentamente por la secesión como miembro del ejército confederado del Sur. Es decir, MacLeary era un traidor a los principios de la Constitución federal. Y así vemos en la decisión del Sr. Toro en contra del apelante, el mismo vicio malsano del Tribunal Supremo de Puerto Rico entre 1903 y 1917, consistente en interpretar los códigos criminales de 1902 de la manera más literal posible y a favor de la fiscalía. Ni repito el hecho de que los apelantes eran en su mayoría negros y mulatos.    

La oposición general a la pena de muerte por nuestro pueblo entre 1898 y 1917 era, en no poca medida, un resultado del contexto colonial de su aplicación. La queja de los gobernadores coloniales estadounidenses, tan temprano como 1903, de que el sentimiento abolicionista local se debía exclusivamente a los malos recuerdos de las injusticias pasadas del régimen español, es parte de toda la prepotencia ideológica de esa nación opresora. La pena de muerte fue abolida, a contrapelo de los deseos del imperio, por la legislatura colonial en 1929, luego de una breve abolición temporal o moratoria entre 1917 y 1921. Parecerá poca cosa, pero esta prohibición transitoria en las ejecuciones en 1917, al ser retroactiva a ejecuciones no efectuadas, salvó la vida de dos condenados; incluyendo la vida de un trabajador agrícola convicto, en un proceso amañado, por el asesinato de un mayordomo de una hacienda en Guánica en 1915, año de grandes batallas proletarias. Hubo después de esa fecha varios intentos de abolición por la vía estatutaria (1921, 1923 y 1925), pero fueron vetados en 1921 y 1923 por los gobernadores estadounidenses, cuyos poderes eran, para todos los efectos, absolutos.

En muchos sentidos, la lucha por abolir la pena capital en Puerto Rico estaba hermanada con el intento de afirmación nacional frente a Estados Unidos.    

Bibliografía:

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