En este país cada vez hay menos lugares comunes de encuentro, con malls que sustituyen centros urbanos, cafés donde todos están aislados, enchufados a una computadora; con menos gente que va al cine porque han instalado enormes pantallas de televisión digital para ver películas en casa. Uno ya no va a comprar discos o libros […]
En este país cada vez hay menos lugares comunes de encuentro, con malls que sustituyen centros urbanos, cafés donde todos están aislados, enchufados a una computadora; con menos gente que va al cine porque han instalado enormes pantallas de televisión digital para ver películas en casa. Uno ya no va a comprar discos o libros para toparse con otros ahí, conversar, hasta enamorarse en una librería, sino que baja su música y libros, o los pide para entrega a casa (mientras eso de buscar amor ahora también se hace por Internet). Dicen que estamos más conectados que nunca a nivel mundial, pero todo indica que todos están más aislados que nunca también, cada quien en su mundo virtual.
Al mismo tiempo, el bombardeo cotidiano con el mensaje de que otros son amenaza no ayuda. Una y otra vez se afirma que hay quienes quieren atentar contra el American way of life, sean terroristas, inmigrantes, pueblos o gobiernos que no comparten la idea de la libertad estadunidense, ni hablar de anarquistas. No es gratuito que una línea de ataque de la ultraderecha estadunidense repita constantemente que el presidente Barack Obama es musulmán y/o socialista -o sea, un otro- hasta hoy día.
Ante todo esto, el reconocimiento del otro es tal vez el milagro más importante y básico en este país.
Hace ya muchos años -de hecho en el marco del gran debate binacional sobre el Tratado de Libre Comercio de América del Norte-, un líder granjero de Kansas participó en un encuentro con sus contrapartes mexicanos para hablar de los efectos de la integración económica entre Estados Unidos y México. Después de platicar de cómo en su país cada día familias granjeras eran obligadas a abandonar sus tierras por la combinación de la especulación de los precios de grano y el endeudamiento, escuchó que millones de campesinos mexicanos eran expulsados del campo, muchos forzados a emigrar a las ciudades o a Estados Unidos. Ahí comentó que todos los días pasaba frente a su granja un mexicano y preguntó a sus colegas si era posible que ese señor hubiera sido granjero. Cuando le respondieron que seguramente sí, pensó, abrió los ojos, y de repente comentó: entonces, ¿ese mexicano soy yo?
Esta semana en el metro de Nueva York, un padre afroestadunidense entró a un vagón con sus dos hijos pequeños y buscó dónde sentarlos. Una mujer china dejó su lugar para que la familia se sentara toda junta; sin palabras y sólo con una sonrisa indicó su invitación. Un nerd blanco, enchufado a su iPod y viendo algo intensamente en su tablet digital, levantó la vista para ver todo esto y se encontró con la risa de los dos niños y la sonrisa de la china. Por un segundo, todos se vieron, se encontraron, se reconocieron.
Otro día, un jamaiquino sentado en el metro veía su reflejo en la ventana. Decidió hablarse en voz alta: Nadie de afuera de este país va a venir a destruir Estados Unidos. Estados Unidos se va destruir solito. Sus propios hijos lo van a destruir. Otros pasajeros escuchaban, aunque, como casi siempre, disimulaban que no. Pero sus ojos se encontraban, breves sonrisas, y reconocieron algo en común: la retórica oficial no convence.
La serie de televisión House of Cards tiene gran impacto. Es un drama sobre el cinismo profundo de la cúpula en Washington. El papel estelar está en manos del gran actor Kevin Spacey, quien comentó en entrevista con Jon Stewart sobre lo que ha aprendido al observar el quehacer de los políticos en Washington al estudiar para el papel: «es en gran parte un arte de performance… Y la mayoría de ellos son muy malos actores. No creo que la mayoría crea en lo que dice o en lo que hace». La serie tiene enorme éxito justo porque todos reconocen lo mismo: que los políticos que dicen representar al pueblo en esta democracia no son creíbles.
El periodista Pete Hamill suele contar cómo sus padres, inmigrantes irlandeses, llegaron a este país como tantos otros trabajadores del mundo, y que su padre, que amaba jugar futbol, sufrió un cruel accidente que le destrozó una pierna. La pierna le dolía después de estar parado todo el día en la fábrica, y su madre le cantaba lamentos irlandeses para consolarlo en las noches. Hamill dice que hoy día escucha canciones parecidas en las calles de Nueva York, y que seguramente una esposa le está cantando eso a un marido agotado por su trabajo incesante, pero que ahora, en lugar de una letra en inglés, se escucha en español. Concluye que aquí los que ahora cantan y sufren son iguales que aquellos con quienes creció. Por eso hay que darles la bienvenida, porque se tiene que reconocer que ellos somos nosotros.
Una sindicalista cuenta algo parecido, de cómo su abuela le contaba que en una maquiladora de confección en Nueva York ella y sus compañeras trabajaban cantando canciones como una sobre un sueño de un jardín con sus plantas y flores bajo el sol. Dice que hay canciones hoy día muy parecidas en las maquilas. Su abuela la cantaba en yiddish, ahora son en español y chino. Se hubieran reconocido.
Este reconocer -conocer de nuevo, conocer otra vez- es esencial para la solidaridad, para crear esperanza, para romper el anonimato y rescatar el futuro. Fue la experiencia de reconocimiento que estaba al fondo de expresiones como Ocupa Wall Street o el movimiento altermundista, al igual que en otros momentos de rebelión y resistencia. Es lo que se está expresando hoy día entre sindicatos, organizaciones de defensa de libertades civiles, maestros, inmigrantes, latinos, afroestadunidenses, religiosos, estudiantes y más que participan en el creciente movimiento de los Lunes Morales, primero en Carolina del Norte y Georgia, y que en estos próximos días se estrenará en Florida.
Tal vez el futuro de este país dependerá de si la gente logra apartar los ojos de las pantallas, salir a buscar a otros, ver alrededor, y reconocerse.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2014/02/24/opinion/026o1mun