“Venezuela es todo petróleo”, dijo el célebre Juan Pablo Pérez Alfonzo en la década de los setenta. Hoy, Venezuela es toda crisis. Algo visible en cada calle, en cada barrio, en cada palabra, en el campo, en cada río y lago contaminado, en la selva amazónica. Y es una crisis profunda, histórica, lo está removiendo todo. Aunque en la actualidad nos estén vendiendo el enésimo pote de humo de que Venezuela se arregló.
El pasado 14 de diciembre se cumplieron 100 años del reventón del pozo Barroso II, el acontecimiento que verdaderamente inaugura la llamada “Venezuela petrolera”. Historia de la que muchos se sienten orgullosos, otros nostálgicos. Pero este centésimo cumpleaños nos invita a mirar largo hacia atrás, a preguntarnos cómo llegamos hasta acá, hasta este desastre que marca la vida de todas y todos los venezolanos. Desastre y centenario que además se mezclan con una crisis civilizatoria global, también muy vinculada al petróleo. Hay demasiadas condiciones materiales críticas para seguir haciéndonos sólo preguntas superficiales o cortoplacistas; requerimos más bien plantearnos algunas preguntas fundamentales, estructurales, de fondo.
Pero no es tarea fácil, las élites políticas y económicas del país no ayudan. A pesar de la colosal debacle nacional petrolera, lamentablemente dichas élites siguen ancladas a la ya decadente retórica centenaria: el Gobierno nacional insiste en reimpulsar la producción petrolera hasta 2 millones de barriles diarios, Chevron recobra permisos de operación en Venezuela bajo esquemas bastante lesivos para el país y se expresan recurrentemente las intenciones de ‘ayudar’ a la Unión Europea a superar su crisis energética con petróleo y gas venezolano. Por su parte, días atrás Juan Guaidó, en presencia de varios personeros estadounidenses, afirmó que lo que necesitaba Venezuela era ‘democracia’ para poder ofrecer de manera estable energía al mundo y así enfrentar la crisis energética, refiriéndose obviamente al reimpulso de la industria petrolera. Todos alineados a las chupadoras imperiales de energía, alineando a Venezuela como un simple surtidor de recursos, un simple conjunto de pozos petroleros, misma visión de enclave neocolonial con la que se inició esta historia cien años atrás. Más nada parece importarles.
Venezuela era todo petróleo, y hoy es toda crisis. La manera como entendemos esta relación entre petróleo y crisis es fundamental, y sigue estando en disputa. Y por más que se insista, el asunto medular del petróleo no es sólo si se administra bien o mal, si se siembra o no se siembra. Hay mucho más que eso. En realidad es un asunto metabólico-social, de cómo el petróleo crea sociedades y qué tipo de sociedades; qué forma le da a la política –la petro-política–, qué patrones culturales e imaginarios promueve; qué ritmos y dimensiones configura, qué territorios y paisajes. Todo un mundo ha creado el petróleo, y es necesario no sólo comprenderlo, sino también cuestionarlo.
Un cambio de rumbo en Venezuela requiere, a nuestro juicio, un radical cambio de perspectiva epistémica; una alternativa política requiere una otra lectura crítica sobre el petróleo. Necesitamos ser, seguir existiendo como Nación, más allá de la Venezuela petrolera.
I. Petróleo, me’enee y capitalismo/modernidad
Eso que hoy llamamos petróleo, lo sabemos, es una sustancia de vieja data. Para cada pueblo, para cada momento histórico, esta sustancia tiene un sentido, un significado diferente. Para el pueblo indígena añuu, habitante histórico del lago de Maracaibo, el me’enee ha sido tradicionalmente una especie de ser vivo, con funciones naturales, energéticas y espirituales particulares. Nada de ‘recurso estratégico’, ‘oro negro’, u otra categorización ya conocida. El me’enee está conectado a toda una cosmogonía, a una visión de mundo, a una particular forma de reproducir la vida en la Tierra.
De manera que eso que naturalmente llamamos ‘petróleo’ es en realidad sólo un puntual e histórico modo de caracterizar y entender la energía, y en el fondo, la naturaleza. Su sentido contemporáneo se lo otorga el modelo civilizatorio, y en específico, el desarrollo capitalista moderno/colonial de los últimos dos siglos. El encuentro entre capitalismo y petróleo combinó una formación sistémica mundial de crecimiento y acumulación geométricos nunca antes vista, con una sustancia extremadamente funcional a ella debido a sus propiedades físicas, sus niveles de energía por unidad extraída, sus bajos costos y su accesibilidad. Esta combinación creó una endemoniada organización socio-económica devoradora de naturaleza, energía y fuerza de trabajo –Segunda Revolución Industrial, sociedad de masas, guerras mundiales, La Gran Aceleración, globalización– que cambió el mundo tal y como lo conocíamos.
Así que, muy buena parte de la fisionomía de eso que le ha tocado ser a Venezuela en los últimos 100 años está determinada por al menos 4 factores:
1. El petróleo no es un recurso más en el concierto de commodities. La Venezuela petrolera no fue igual al extractivismo de cobre en Chile; de caucho en Brasil; o de bananos en Honduras. Es petróleo, quizás el commodity más preciado por décadas. De manera que ha sido un extractivismo muy particular en América Latina (y el mundo), mucho más si tomamos en cuenta el enorme volumen de exportaciones alcanzadas (1er exportador del mundo por décadas), lo temprano y acelerado de su desarrollo respecto a otros países petroleros, y su cercanía con los EEUU.
2. Un metabolismo social acelerado que cambió radicalmente la relación espacio-tiempo y potenció sociedades de consumo y formas de enriquecimiento súbito (que marcó el desarrollo social y económico de Venezuela).
3. Por las características físicas del petróleo y de su industria (apropiable fundamentalmente por vía de tecnologías industriales), tiende a una muy fuerte centralización del poder económico y político (monopolios y Petro-Estados). Además, por ser un extraordinario negocio, atrae y concentra grandes intereses e inversiones.
4. Por todas estas características, en torno al petróleo se han creado narrativas míticas sobre riqueza y modernidad, con un enorme poder de persuasión y fascinación sobre amplios sectores de la población.
II. Petróleo y asimetría extrema: crisis y colapso
Quizás no haya habido en todo el mundo en el siglo XX un país que haya sufrido un impacto metabólico más profundo por el petróleo que Venezuela. No hay pretensión de simplificación, pero si en este artículo pudiésemos hacer énfasis en un factor crucial para comprender la historia de la sociedad petrolera venezolana, y esta crisis de largo plazo que vivimos, ese factor es la asimetría extrema. Asimetría que volcó extraordinariamente los balances de poder y la capacidad de captación de riqueza en el Petro-Estado, y la centralidad valorativa y económica en la renta petrolera. Todo, de una u otra forma configurado, o girando en torno a estos; todo muy concentrado en estos generadores petroleros, que son profundamente inorgánicos porque sostienen toda una sociedad con una industria que no produce, sino que extrae.
El Petro-Estado se fue consolidando como el mega-mediador de la sociedad, la política y la economía, sea como agente principal de lo político y/o como instrumento fundamental de las élites económicas. El ingreso petrolero internacional, la vocería y dirección de la ruta hacia la modernidad, las bases de la organización de la sociedad, la forma de la organización del espacio geográfico, todo pasaba por las manos del Petro-Estado.
La renta petrolera era el medio por excelencia para alcanzar los fines, el acceso fácil al poder y la riqueza, que sube y baja con los booms y caídas, creando súbitas riquezas. La renta petrolera lleva a su máxima expresión ese hechizo propio del dinero; el posibilitador de sueños, modernidad y nuevos Dorados, el objeto del deseo social y político.
En este sentido podríamos decir que el petróleo es totalitario. Al metabolizarse como lo hizo en el cuerpo de la nación venezolana, ha configurado esta asimetría extrema. Pero, ¿qué queda entonces si se esfuma la renta, qué queda si se desploma el Petro-Estado? ¿Con qué se responde cuando una sociedad se configura como ‘todo petróleo’, cuando ha socavado sus propias capacidades para actuar ante la debacle de eso que es, pero que va dejando de funcionar?
Esta larga crisis tiene al menos 40 años, y fue acentuando la decadencia cada vez más. No tenía que ser necesariamente así, pero lo fue. De una u otra manera, y con sus variaciones, todos los gobiernos, adecos, copeyanos, ‘revolucionarios’, todos, mantuvieron los patrones de rentificación de la sociedad y la economía; de asimetría, concentración y grandilocuencia petrolera; de hecho, se sostuvieron en dichos patrones, porque obtuvieron riquezas de los mismos.
En el debate político polarizado venezolano, un bando u otro se acusan por la debacle, se ensalzan a sí mismos y criminalizan al otro, reafirman sus diferencias. De lo que no hablan es de sus semejanzas, de sus parentescos petroleros, de las continuidades que han existido entre sus regímenes y proyectos. Si había un primer paso para avanzar hacia la verdadera independencia, hacia la liberación nacional, a la ‘Revolución’ –dijeron algunos–, ese era al menos escapar o atenuar lo más posible la asimetría extrema. Pero nadie lo hizo. De hecho, aunque tenían la misión histórica de ‘salvar el país’ de la primera debacle petrolera de fines del siglo XX, los ‘revolucionarios’ la terminaron acentuando y, en consonancia con otros factores, empujaron al país al colapso.
Así como RECADI, los Jeeps de Ciliberto, las Partidas Secretas o el Banco Latino eran reflejos de la decadencia de la Venezuela petrolera cuarto republicana; del mismo modo, CADIVI, caso Derwick, Bolichicos, Pdval y un largo etcétera expresan la decadencia de la Venezuela petrolera quinto republicana. El Gobierno de Maduro es el Frankenstein de este histórico proceso de descomposición: extractivismo predatorio, empresas militares que gestionan recursos naturales, vacío institucional, política para-estatal y desintegración del estado de derecho. Pero es necesario insistir: la decadencia del proceso bolivariano no es producto de un factor externo que se implanta en la estructura de la vieja República petrolera, ‘pervirtiendo’ su tejido institucional, como algunos afirman con nostalgia del pasado; al contrario, surge de sus entrañas. Lo parió la Venezuela petrolera.
Es no sólo un asunto de buenos o malos administradores. Es, como hemos dicho, un asunto metabólico-social, el producto de una sociedad fundada en el petróleo.
III. Petróleo, “daño colateral” y desertificación de la vida: huellas del desastre en nuestros cuerpos y ecosistemas
En el otro lado de esta asimetría extrema, ha estado precisamente el entramado de vida que sostiene esta petro-sociedad: naturaleza y biodiversidad –económicamente llamados ‘recursos naturales’–; territorios, pueblos y culturas diversas que constituyen eso que llamamos la nación venezolana. También la ‘fuerza de trabajo’ y los ‘agentes de consumo’ que posibilitan y movilizan la estructura económica nacional que se configura a través de los mecanismos de distribución de la renta petrolera, y que conforman el orden jerarquizado de clases sociales del país. En todo este proceso de apropiación, extracción y capitalización de vida, de origen imperial/colonial, el Petro-Estado fue siendo cada vez más protagonista, hasta que paradójicamente terminó nacionalizando el mismo. Aunque poco se hable de ello, el Petro-Estado fue también un agente colonial en su propio territorio. Así fue concebido. Y esto continuó siendo así durante el propio proceso bolivariano: afectación, transculturación y desplazamiento de comunidades indígenas por emprendimientos extractivos y modernizadores; creación y mantenimiento de zonas de sacrificio; colonización de la naturaleza; prevalencia de la exportación de naturaleza al mercado mundial por encima de la soberanía alimentaria local; entre otras políticas que podrían ser mencionadas.
Mucha vida, mucha otredad, mucho agonismo, invisibilizados; silenciados, política, epistémica y culturalmente. Una parte constitutiva de Venezuela históricamente marginada, desestimada, no sólo por la injusticia económica, sino también la ambiental y cultural. Bajo los anhelos de la Gran Venezuela y las celebraciones nostálgicas por los 100 años del Reventón del Barroso II, la Nación está llena de dolorosas huellas, cicatrices, cada vez más visibles por el avance de la crisis. Huellas evidentes en nuestros cuerpos, en nuestros territorios, en nuestros paisajes.
Maravillas como el lago de Maracaibo, que terminó convertida en la más grande cloaca de la Venezuela petrolera; comunidades enfermas por su exposición a los numerosos mechurrios que se despliegan sea en el oriente o en el occidente del país, ante el silencio de Pdvsa; Cabimas en la desidia, pobreza que chorrea petróleo en sus calles, en sus casas, en sus paredes y en sus aguas; pescadores arrinconados, u otros que dejan la actividad, ante la persistente contaminación petrolera de las costas venezolanas; aguas superficiales y subterráneas despojadas y contaminadas en perjuicio de las comunidades y productores agrícolas que viven en los territorios llaneros de eso que llamamos Faja Petrolífera del Orinoco; el delta del Orinoco absorbiendo por décadas los impactos de la modernización nacional mientras se acelera la dramática degradación del pueblo warao, que hoy hace parte de los millones de venezolanos que han salido del país ante la crisis.
Y esta enumeración va más allá de la industria petrolera: el proceso de configuración económica de la Venezuela de los últimos cien años ha dejado numerosos ríos, lagos y cuencas hidrográficas muy afectados; millones de hectáreas de bosque deforestado, como ha ocurrido con el arrase de los llanos; trabajadores y comunidades afectadas y enfermas por otras industrias como ha ocurrido con la cementera, la del carbón o la agroindustrial. En la actualidad, es la Amazonía venezolana una de las que peor está pagando la crisis, producto principalmente de la minería legal e ilegal.
Esta descripción es más que una colección de lamentos. Expresa en su conjunto el socavamiento de los medios fundamentales de vida en Venezuela, más allá del dinero; de relaciones sociales esenciales con la tierra y los bienes comunes; de otras riquezas asociadas a la naturaleza; nos revela cómo el petróleo desertifica la vida. Comprender la crisis venezolana es asumir que sus efectos no sólo provienen de la caída sostenida del PIB durante años, la debacle del salario o el declive del circulante monetario; hay también una dimensión socio-ecológica fundamental en ella. La crisis venezolana también es ambiental, también está asociada a la pérdida de capacidades y medios endógenos y ecológicos para responder al derrumbe de la Venezuela petrolera; a la grave crisis del agua que experimentamos millones de habitantes; a las múltiples consecuencias de la deforestación; a la merma de peces, a la progresiva desaparición de semillas autóctonas, y en general a los efectos de la pérdida de biodiversidad y su relación con la crisis alimentaria que vive el país; a los trastornos climáticos, que impactan con sequías e inundaciones a los asentamientos poblacionales y la agricultura. No todo se explica desde el dinero y con indicadores macroeconómicos, y mucho menos se resolverá esta crisis sólo con ellos.
Pero sobre todo, de estas heridas de la modernización petrolera que están en todo el cuerpo de la nación venezolana, y que quizás sea conveniente también asumirlas como heridas que necesitamos sanar y cerrar para poder seguir adelante, de ellas poco o nada se quiere hablar cuando se conmemora románticamente y con nostalgia el ‘grandioso’ legado de la Venezuela petrolera, el centenario del gran reventón. Es como un secreto sucio, o bien como el fruto de un proceso generalizado de desensibilización social. Ciertamente algunos otros en su narrativa sí mencionan varios de estos impactos, pero generalmente asumiéndolos como los ‘daños colaterales’ de la modernidad; daños que ‘lamentablemente’ tendrían que ocurrir. La fascinación con el ‘progreso’, o su asunción casi como parte de un credo social, lamentablemente ha dejado muy internalizada en buena parte de la sociedad la idea de que es inevitable la imposición de estos daños colaterales sobre sectores de la población y la naturaleza. Internalización que encontramos inclusive en buena parte de la izquierda, que en teoría lucha por la justicia social. Algo extremadamente problemático.
Ante esto, hemos asumido un desafío radical a este horizonte etnocida y ecocida, a este desierto que nos va dejando el petróleo, a este no-futuro que garantiza el imperativo petrolero que siguen impulsando líderes políticos y nostálgicos de la promesa siempre incumplida del oro negro. Toda la devastación que ha dejado y seguirá dejando en realidad no es algo negociable. De hecho, si esto no nos indigna, quizás fue porque la desertificación también avanzó sobre el sujeto; si esto no indigna, quizás algo ha muerto dentro de nosotros.
IV. Petróleo, subjetividad, disidencia y resistencia
Entre otras cosas, esta crisis desafía lo que fuimos, lo que somos; y abre importantes preguntas sobre lo que podemos ser. La crisis venezolana también ha sido una crisis de subjetividad, una crisis cultural. Los venezolanos hemos sido históricamente sobre-determinados por una cultura y una antropología del petróleo –algo que ya anunciaba Rodolfo Quintero más de 50 años atrás–, las cuáles han funcionado para consolidar la sociedad rentista petrolera, enfocando la dinámica y el deseo social en torno a la captura de rentas, limitando seriamente nuestras posibilidades de pensar algo más allá del petróleo, generando constantes reediciones del dorado del oro negro, a pesar de toda la debacle.
La desertificación de la vida que produce el petróleo ha procurado también una desertificación cultural: no nos referimos sólo a lo extraño que es conseguir pensadores o grupos críticos al petróleo en Venezuela; a que un cuestionamiento de este tipo sea tildado de locura, como ocurrió con Juan Pablo Pérez Alfonzo; o a que visionarios como Ibrahim López García o Esteban Emilio Mosonyi hayan sido muy poco escuchados. Se trata también de cómo el hechizo petrolero le dio una extraordinaria centralidad cultural a la valoración crematística de la renta, del Petro-Estado, del petro-caudillo, y generó un enorme desplazamiento de las valoraciones sociales hacia otras dimensiones de la vida, como la ecológica, la de la tierra y las culturas asociadas a ella, la de nuestra ancestralidad y sus saberes, elementos que son material e inmaterialmente constitutivos de nuestra vida en el país.
¿Qué elementos están entre los más importantes culturalmente para los venezolanos? ¿Por cuáles factores se movilizan, se indignan; cuáles se les hacen indiferentes? O pensemos en este ejemplo: ¿por qué en un país como Colombia, donde históricamente se ha respondido con tanta violencia a la movilización social, se concentran más de 50.000 personas en defensa del agua –como ha ocurrido en Bucaramanga para salvar el páramo de Santurbán– y en Venezuela, donde se vive una extraordinaria crisis hídrica a nivel social, muy rara vez salen 50 personas a defender este preciado bien común? Entonces, volvemos a preguntar: ¿Qué elementos y dimensiones prevalecen en la cultura venezolana? ¿O cómo la cultura del petróleo nos ha alejado de valoraciones de los elementos más esenciales para la reproducción de la vida?
El colapso societal venezolano está provocando que en el país se estén viviendo importantes cambios culturales, de códigos sociales y políticos, de culturas económicas, que no sabemos hacia dónde nos están llevando, y que de hecho apuntan hacia varias direcciones diferentes. Estos códigos culturales y potenciales horizontes de transformación siguen estando en disputa, como ya hemos dicho.
En la agrietada sociedad venezolana no sólo hay caos y desestructuración; también es posible ir germinando radicales cambios epistémicos y de sentidos en esas grietas, que allanen el camino a un cambio sistémico significativo más allá de esa “Venezuela petrolera” que hemos sido. Y aprovechar que no es sólo el país lo que cruje, que estamos ante un escenario global convulso, muy revuelto y volátil, una crisis histórica en la que el cambio climático, la pérdida masiva de biodiversidad, la crisis energética, entre otros, nos muestra que hemos llegado a límites en el planeta, y que precisamente esto está generado por un modelo económico global voraz impulsado por el petróleo, y en general por los combustibles fósiles.
¿Dónde pueden estar esos referentes de cambio? Podemos siempre rastrear precisamente en las disidencias y resistencias del pasado, y las del presente. La frugalidad y conservación ambiental que promovía el pensamiento de Pérez Alfonzo, el pensamiento ambiental y las ideas post-petroleras de Francisco Mieres; la valentía de la comunidad del Hornito Viejo, encabezada por mujeres, que se enfrentó a Pdvsa en los años 90; la irreverencia artística contra la sociedad petrolera de El Techo de la Ballena; la lucha de Sabino Romero y Lucía Martínez contra el carbón en la Sierra de Perijá; las propuestas tecnológicas populares de Ibrahim López García; los saberes y legados de numerosos maestros pueblo campesinos del país como Pablo Characo o Walterio Lanz; el Jkyo jkwainï como filosofía de la vida del pueblo amazónico jotï, junto a las sabidurías de otros pueblos originarios; o el actual crecimiento del Movimiento Unidos por el Agua en el estado Lara, en defensa de este bien común como un derecho humano; entre otras más que seguramente puedan mencionarse.
Hoy nos encontramos ante un enorme descontento popular en el país. Descontento no solo contra el Gobierno nacional, sino contra la oposición tradicional y el actual sistema de partidos. Descontento que revela el agotamiento de algunos códigos políticos que fueron dominantes aunque, como ya hemos afirmado, no necesariamente suponen la emergencia de una nueva corriente cultural emancipatoria. No lo sabemos. Pero una alternativa política en Venezuela deberá allanar realmente el camino hacia una sociedad post-petrolera, deberá nutrirse de otras visiones y nuevos paradigmas. Movimientos sociales, defensores de derechos humanos, cuidadoras y cuidadores, pequeños partidos políticos disidentes, sindicatos, movimientos de mujeres, intelectuales, campesinos, comunidades indígenas, ambientalistas, docentes y estudiantes, que siguen en el país luchando por la defensa de la vida; requerimos desertar de esa matriz socio-cultural petrolera y extractivista, impulsar saberes disidentes, saberes de la tierra, de la ecología social y política.
Y vibrar al calor de los enormes cambios globales que están en desarrollo. Vibrar por otra visión planetaria.
Emiliano Terán Mantovani. Sociólogo de la Universidad Central de Venezuela, investigador/ activista y ecologista político, orientado a las luchas contra el extractivismo y por la justicia socioambiental en América Latina. Miembro del Observatorio de Ecología Política de Venezuela. Master en Economía Ecológica por la Universidad Autónoma de Barcelona y candidato a Phd en Ciencia y Tecnología ambientales por la misma universidad.