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Resolviendo el ‘caso Haidar’

Fuentes: Estrella Digital

Un viejo compañero de profesión, ya hace tiempo retirado pero curtido en algunas batallas de los servicios secretos, unas ganadas y otras perdidas, y en algunas acciones clandestinas, dentro y fuera de las fronteras españolas, al servicio del Estado que desapareció con la Constitución de 1978, me exponía el otro día el modo definitivo de […]

Un viejo compañero de profesión, ya hace tiempo retirado pero curtido en algunas batallas de los servicios secretos, unas ganadas y otras perdidas, y en algunas acciones clandestinas, dentro y fuera de las fronteras españolas, al servicio del Estado que desapareció con la Constitución de 1978, me exponía el otro día el modo definitivo de resolver el espinoso problema causado por la presencia en el aeropuerto de Lanzarote de la activista saharaui Aminetu Haidar.

Allí donde la diplomacia española parece estar fracasando, así como los intentos de Washington y de la ONU para convencer al déspota monarca marroquí de que ceda siquiera unos milímetros en su intransigencia, el plan de acción de mi antiguo compañero de armas produciría, según él, un resultado eficaz y contundente, que modificaría la situación de modo radical.

Para ello bastaría con depositar a Haidar en El Aaiún, por supuesto de modo ilegal. Tras recordarme, con entusiasmo y profusión de detalles, varias operaciones realizadas en el pasado por otros servicios secretos, sobre todo israelíes pero también de EEUU y Francia, relacionadas con el secuestro de personas o con el rescate de rehenes, el castigo a traidores o la neutralización de personajes incómodos, la infiltración en bandas terroristas y otras aventuras propias de una novela de Le Carré, me describió su plan. Consistiría, sencillamente, en que, una vez obtenido el libre acuerdo de Haidar -que él daba por sentado-, se organizaría una operación de cobertura en el mismo aeropuerto, haciendo creer a todos los seguidores de su causa allí presentes que Aminetu estaría recluida unas horas en su habitáculo, sin dejarse ver, viva pero en estado de preocupante gravedad, lo que aconsejaba interrumpir temporalmente las visitas.

Mientras tanto, aprovechando las horas nocturnas o mediante alguna operación de diversión (que podría consistir en la concentración de todos los presentes en otro local, para ser informados de ciertas novedades urgentes del máximo interés), sería transportada a un helicóptero contratado al efecto, que en vuelo rasante, para evitar ser detectado por los radares del tráfico aéreo, recorrería en poco tiempo los 200 km que separan El Aaiún del aeropuerto lanzaroteño. En un lugar determinado de antemano y próximo a la capital saharaui, que ofreciera garantías de seguridad, tomaría tierra el aparato y sus viajeros se pondrían en contacto con otros colaboradores saharauis de la operación, que tendrían organizado el traslado a su domicilio. Allí, al día siguiente, haría Amietu Haidar su aparición oficial, habiendo puesto previamente sobre aviso al mayor número posible de medios de comunicación internacionales, para aumentar el efecto de resonancia pública de su regreso al hogar, tras la odisea padecida.

Como suele suceder en casi todos los servicios secretos, quienes en ellos trabajan se dividen, grosso modo, en dos tipos: los operativos y los intelectuales. Raras veces coinciden en una sola persona las cualidades de ambas categorías. Por eso, a mi amigo, cuya adscripción al primer grupo ha sido indiscutible desde que empezó a moverse en las sombras del Estado, no le preocupaban las cuestiones de fondo. Como viejo militar, sigue sintiendo la vergüenza del abandono en que España dejó sumido al pueblo saharaui a partir de 1975, y eso le impulsa a apoyar sus reivindicaciones. Por otra parte, apenas le molesta el proceder autocrático del medieval monarca marroquí, ni las violaciones de los derechos humanos tan frecuentes en el vecino país («cada pueblo tiene los gobernantes que se merece», es su principal receta política, que no requiere muchas aclaraciones) y tampoco se pierde en disquisiciones jurídicas, legales o diplomáticas sobre lo que puede o no puede hacerse en las relaciones internacionales. Aplica la fórmula que oyó a un conocido general español que ostentó en el pasado altas responsabilidades en la seguridad del Estado, al referirse a la lucha antiterrorista: «Hay cosas que no se deben hacer. Si se hacen, no se deben decir. Y si se dicen, hay que negarlas».

Intenté hacerle ver, con poco éxito, que la operatividad debe estar subordinada a los objetivos políticos para que sea verdaderamente eficaz. Saltó con un exabrupto: «¡Ya estamos otra vez con la política! Lo que hay que hacer, se hace, sin más contemplaciones». Intenté explicarle la complejidad del asunto: la situación geoestratégica de Marruecos respecto a España, como vía de inmigración ilegal y objetivo del terrorismo islamista, pero también competidor comercial, entre otras cosas. Le recordé la exclusiva responsabilidad del Gobierno de Rabat en el conflicto, por mucho que la mayoría de la población marroquí, sólo informada por una prensa controlada, respalde a su monarca y sufra un acceso de patrioterismo excitado por sus gobernantes. No pareció convencido.

Al despedirnos, le dije: «Amigo, en tiempos de Franco se hacía lo que él o sus generales decidían. Si salía mal, nadie protestaba. Sólo por la BBC o Radio París podías enterarte de lo ocurrido. Ahora las cosas son más complejas y es precisamente la acción política, que tanto detestas, la única que puede dar soluciones a problemas tan enmarañados como éste. Deja actuar a la política y, si el resultado no te gusta, la próxima vez vota a otros». Se alejó refunfuñando.

Fuente: http://www.estrelladigital.es/ED/diario/278473.asp