Los países miembros de la Confederación de Estados de Sahel (CES) (Mali, Burkina Faso y Níger), cuyos gobiernos los conforman las juntas militares que llegaron al poder entre 2020-2021 y 2023, están sobrellevando los momentos más difíciles desde su llegada al poder.
La pésima, si no cómplice, conducción de la guerra contra el terrorismo wahabita, la corrupción y la postura servil ante las potencias occidentales han sido los detonantes por los que los jóvenes oficiales se han decidido a seguir los difíciles caminos de Sankara, Gadafi o Nasser.
A partir de 2012, desde el norte de Mali, el terrorismo comenzó a extenderse a Níger y Burkina Faso, para años después alcanzar Togo y Benín, en el Golfo de Guinea, y ahora la franquicia de al-Qaeda para la región, el Jamāʿat nuṣrat al-islām wal-muslimīn, JNIM (Grupo de Apoyo al Islām y los musulmanes), busca establecer una cabecera de playa en Senegal y Mauritania. (Ver: Mauritania, Senegal, el terror busca nuevos frentes).
El crecimiento casi exponencial de los grupos takfiristas con más y mejor armamento y nuevos combatientes se entiende a partir de que las naciones de la CES quebraron el statu quo que había mantenido a sus países atados a Francia. La antigua potencia colonial y los Estados Unidos, como potencia hegemónica, fueron obligados a retirar sus tropas de esas naciones, al tiempo que se extinguía la influencia política, diplomática y económica que París había mantenido desde que en apariencia les había concedido la independencia a principios de la década del sesenta.
Además, los países del CES amenazaron con retirarse de la Comunidad Económica de los Estados de África Occidental (CEDEAO), conformada por estados vasallos de las potencias occidentales, entre los que se encuentran Costa de Marfil, Nigeria y Sierra Leona, una herramienta clásica de dominación postcolonial.
Al tiempo que los gobiernos de la CES se afianzan y tejen alianzas con Rusia, China e Irán, las incursiones terroristas se han multiplicado. En particular, durante estas últimas semanas se han registrado ataques que han generado centenares de muertos entre las filas de los tres ejércitos.
El JNIM mantiene sitiadas varias ciudades del norte de Mali y ocupado casi en su totalidad el norte de Burkina Faso, el EIS concentra la mayoría de sus operaciones en la región de Tillabery, en el suroeste de Níger, que cuenta con extensas fronteras tanto con Burkina como con Mali, en total unos mil quinientos kilómetros, por lo que el tráfico de hombres y armamento se hace incontrolable.
La rama de al-Qaeda, se ha aproximado a las ciudades de Bamako, capital de Mali, y a Uagadugú la capital de Burkina Faso, dando una muestra evidente del incremento de las capacidades operativas, lo que confirma que el JNIM, al igual que Estado Islámico en el Sahel, están recibiendo mayor financiación de sus habituales aportantes, las monarquías del golfo, por cuenta y orden de Washington y París, para quienes es prioritario desestabilizar y terminar la Confederación de Estados del Sahel, que se ha convertido en la puerta de entrada al Sahel, además de reafirmar a China como su principal socio comercial y a Irán como un nuevo socio en los sectores energéticos, que se ha comenzado a abastecer de uranio nigerino, y proveyendo de tecnología para la explotación petrolera.
En este contexto, no resulta para nada extraño que tanto del GSIM como del EIS se encuentren operando a más de mil doscientos kilómetros de los sectores donde más presencia tenían, sin necesidad de descuidarlos, ni distraer efectivos ni materiales, para la profundización de sus operaciones. Los takfiristas, al tiempo, mantienen ciudades bloqueadas, generando con mayor frecuencia bajas a los ejércitos de la CES, en una escalada que parece incontenible.
Lo que obliga a las juntas militares, que no solo habían prometido intensificar y mejorar la conducción de la guerra, sino también dar mayores posibilidades a sus ciudadanos para salir de la pobreza, a distraer recursos de los planes de desarrollo social.
Hay que tener en cuenta que Níger y Burkina Faso tienen unas de las tasas más altas de pobreza multidimensional a nivel mundial, con más del ochenta por ciento de su población en esa condición. Mientras que las cifras de Mali son irrelevantemente superiores, ubicadas entre el setenta y el ochenta por ciento.
Un panorama ideal para que las khatibas, con recursos excepcionales, puedan ofrecer sueldos impensados en esa realidad, armas, uniformes y, en algunos casos, hasta vacaciones, y tentar a los miles de jóvenes de esas áreas a incorporarse en ellas o a emigrar a un destino quizás más peligroso que el terrorismo.
Sahel, un paisaje afgano
En el contexto afgano es muy difícil diferenciar los intereses, las formas y los modos del talibán de los de al-Qaeda, al punto que ambas organizaciones combaten en este momento y desde mucho antes de la victoria de los mullah, de agosto del 2021, al Wilāyat Daesh Khorasan o WDK (Estado Islámico para la provincia de Khorasan), que consiguió su reconocimiento internacional a partir del ataque al Centro de Conciertos Crocus City Hall, cercano a Moscú, en marzo del año pasado, el que dejó cerca de ciento cuarenta muertos (Ver. Rusia: El Laberinto de Crocus).
También el WDK fue el responsable del ataque suicida al Aeropuerto Internacional Hamid Karzai de Kabul, en agosto de 2021, en medio del maremágnum de colaboracionistas de los Estados Unidos que intentaban escapar de las venganzas de los talibanes. Ese ataque, que dejó casi doscientos muertos y unos ciento cincuenta heridos, también provocó la sensación de que los Estados Unidos no se retiraban del todo. (Más leña para la primavera afgana).
Recolectados por la CIA, en 2015, algunas decenas de muyahidines de lo que por entonces era el frente al-Nusra, en Siria, fueron transportados hasta el norte de Afganistán. Para intentar quebrar la monolítica unidad de los talibanes, quien tenga dudas al respecto le pregunte al nuevo niño mimado de Occidente, el presidente sirio Ahmed Huseín al-Charaa, en ciertos ambientes mejor conocido como Abu Mohamed al-Golani, o el comecorazones, cuando tan solo era un emir de al-Nusra.
El mismo escenario se está repitiendo en el Sahel, donde el Jamāʿat nuṣrat al-islām wal-muslimīn, JNIM (Grupo de Apoyo al Islām y los musulmanes), la franquicia de al-Qaeda para esa región, libra una guerra en dos frentes: los respectivos ejércitos de la Confederación de Estados del Sahel (CDS) y contra el Estado Islámico en el Sahel (EIS).
Si bien los objetivos de ambos grupos son distintos, para las poblaciones que las sufren no hay mayores diferencias; el JNIM tiene fines más políticos, pretendiendo la conquista del país, similar al modelo de sus hermanos, los talibanes en Afganistán. Mientras que el EIS se alinea a lo que llaman la “yihad global”, cuyas pretensiones mínimas son tomar regiones o una ciudad desde donde articular un califato de apetencias globales.
Algo similar a lo que consiguieron establecer en algunos sectores de Siria y de Irak, y más tarde en las ciudades libias de Sirte en la costa central, entre Trípoli y Bengasi, entre finales del 2014 y principios del 2016, donde había nacido y fue martirizado el coronel Gadafi, y la ciudad de Derna en la región de Cirenaica, donde el Dáesh logró instalarse a finales del 2014, de donde fue desalojado al año siguiente. Si bien en ambas plazas el tiempo no fue muy prolongado, sus pobladores sufrieron las consecuencias de un gobierno ferozmente fundamentalista. Con ejecuciones casi a diario y castigos físicos a la menor falta, que incluyen azotes, la clásica amputación de manos a los ladrones, lapidación, decapitación y autoinmolación. Estos castigos se ejecutan casi siempre en mercados o ferias ante toda la población, como manera de disciplinamiento general de la población. Tales acciones no han quedado reservadas a Derna o Sirte, sino que se siguen aplicando en cada una de las poblaciones que ocupan.
Para evitar que esto suceda en el Sahel, la AES anunció la formación de una fuerza conjunta de cinco mil efectivos a principios de este año, mientras sus ejércitos realizan operaciones conjuntas.
En el comienzo del desarrollo de su “guerra santa” a principios de la década pasada, las dos organizaciones colaboraron entre sí. Llegando a participar de manera conjunta en alguna operación, que, si bien no era lo habitual, sucedía ocasionalmente. Generalmente en asuntos como la gestión de rehenes o en la liberación de prisioneros.
Aunque, a medida que ambas khatibas se expandían en la región del Sahel, comenzaron a interferir en sus planes, al punto que, desde finales de 2019, las dos franquicias se han empezado a enfrentar entre ellas.
El control territorial, en las regiones de Mopti (Mali) y en la de Tillabery (Níger) por el manejo de las rutas, la ocupación de aldeas y la utilización de sus recursos, fue el detonante del conflicto. Más allá de las interpretaciones religiosas y las mutuas acusaciones de khawarij (desviados) del Corán, ambas organizaciones se encuentran en guerra entre ellas, habiéndose generado cientos de muertos.
Algo similar sucede también en Nigeria entre Boko Haram y Estado Islámico en África Occidental (ISWAP), aunque en este caso ambas han realizado el al-baya’t (juramento de lealtad) al mismo Dáesh, para quienes la Tawḥīd (unicidad) de Allah, para los terroristas, parece bastante fortuita.
Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asía Central. En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC