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Decimosexto día del pueblo tunecino

Se acabó la libertad

Fuentes: Rebelión

Fotos de Ainara Makalilo

Maquiavelo decía, con otras palabras, que el príncipe a veces, cuando pierde legitimidad ante su pueblo, tiene que llamar a la continuidad «revolución». Se cambian los nombres no porque hayan cambiado las cosas sino para que todo siga igual. O parecido, porque los nombres son también cosas -como guantes- que no se ajustan a todas las situaciones. En la antigua China, los emperadores que iniciaban una nueva dinastía, tras un golpe palaciego, cambiaban todos los pesos y todas las medidas y comenzaban desde cero el cómputo del tiempo. Ben Alí derrocó desde dentro a Bourguiba y a ese putsch cortesano lo llamó el Gran Cambio, le Grand Changement. Y si es verdad que nunca había ocurrido antes que un pueblo árabe derrocase a un tirano, una gran contracción se vive en estos días en Túnez, donde empieza a temerse, tras el asalto ayer a la Qasba, que todos los sacrificios de estos días hayan sido inútiles.

– Es como si nunca hubiera habido un 14 de enero -resume desolada Amira.

La policía, en efecto, tras dos semanas de contención, ha vuelto a adueñarse de la situación. Ayer rompió manos y piernas en la Qasba y durante todo el día han circulado listas sin confirmar de muertos y desaparecidos. Al menos veinte detenidos seguían esta tarde en comisaría. Y sobre la plaza de la Qasba quedaron ayer, entre mantas, jaimas y cacerolas, decenas de teléfonos móviles desperdigados. De muchos de los dispersados de ayer no se sabe nada. Entre tanto esta mañana, 12 horas después, mientras se repintaban las paredes de lo que fue durante cinco días el ministerio del pueblo, La Press publicaba en portada una fotografía de la concentración triturada con el titular: «en la Qasba la caravana de la libertad sigue las protestas». La revolución es ya la marca -la chispa de la vida- de un gobierno que teje en la oscuridad y de una prensa que utiliza nuevos nombres para nombrar las mismas cosas.

Los inversores extranjeros se impacientan y EEUU, pendiente de Egipto, quiere sofocar definitivamente el foco tunecino. Las protestas, debilitadas por la claudicación de la UGTT, se reprimen ahora sin contemplaciones. A los tunecinos, que se habían acostumbrado a campar a sus anchas en la avenida Bourguiba, se les ha recordado durante todo el día que hay una ley marcial, que las manifestaciones están prohibidas, que es la policía, y no el pueblo, la que ocupa las calles. Bombas lacrimógenas y golpes de porra han escandido una jornada en la que los medios internacionales, volcados sobre Egipto, ni siquiera estaban presentes -o apenas- en la rueda de prensa de Human Rights Watch. Empezábamos a habituarnos a saltar y ahora hay que aprender de nuevo a correr.

Pero en esta jornada de resaca -en la que el mar retrocede llevándose los restos de la fiesta- he conocido a un tipo enorme, descomunal, un tipo cuyo pesimismo musculoso induce paradójicamente al optimismo. Me lo ha presentado el periodista italiano Gabriele del Grande, admirado reportero que se toma en serio su profesión, y hemos pasado algunas horas con él. Se trata de Redha Redhaoui; es un abogado de Gafsa que ha dedicado los dos últimos años de su vida a defender, sin atender a riesgos ni a ambiciones, a los encausados por las revueltas mineras de 2008 en Redeyef y los otros pueblos de la región. Es un hombre grande, cuadrado, de cabellos grises y maneras francas y cálidas; gran bebedor, extraordinario narrador de anécdotas jocosas y de una generosidad apabullante. Uno se siente tranquilo a su lado mientras enumera implacablemente los motivos de inquietud.

– ¿Que por qué dio el nuevo ministro del Interior la orden de desalojar la Qasba? No la dio el ministro del Interior. Los nuevos ministerios son de cartón-piedra. No deciden nada. Hay un gobierno paralelo en la sombra.

Ese gobierno paralelo tiene que ver, claro, con la intervención de los Estados Unidos. No es que la revolución haya sido manipulada o provocada desde el exterior, dice; ha sido, al contrario, de una pureza tan grande que su propia autonomía la pone en peligro. Pero desde 2009, mientras todos los demás descartaban esa eventualidad, los EEUU se preguntaban si realmente era posible que los movimientos sociales en el mundo árabe derrocasen un gobierno. El imperialismo estadounidense no accionó ni gestionó las revueltas, pero estaba preparado para ellas. Hasta el punto de que -asegura- el concepto de «revolución de los jazmines», en el que nadie se reconoce, había sido ya enunciado 8 días antes de la inmolación de Mohamed Bouazizi el 17 de diciembre.

– La situación ahora es muy complicada -dice, recordando la famosa frase de Gramsci. – Nos encontramos varados entre un mundo antiguo que no acaba de morir y un mundo nuevo que no acaba de nacer. En ese hueco se ha despertado de golpe la conciencia de la gente; es una conciencia explosiva que lo quiere todo aquí y ahora, que no está dispuesta a esperar ni a negociar, pero que choca con límites económicos, sociales, políticos muy severos. Esta desproporción entre la libertad pura y sus posibilidades reales de materialización hace complicado maniobrar frente a un régimen que se ha alterado apenas. En ese pantano, entre el mundo antiguo que no acaba de morir y el nuevo que no acaba de nacer, está además la policía, un cuerpo educado para defender la dictadura, muy difícil de controlar y aún más difícil de depurar.

Por otra parte asegura que con la UGTT no se puede contar. Está ocupada en resolver su propia crisis. La dirección está implicada en las entrañas corruptas del sistema y ha colaborado en su sostenimiento impidiendo la formación de otras fuerzas sindicales. Los militantes de izquierdas obligados a operar a su sombra chocan ahora contra límites infranqueables debilitando al mismo tiempo la unidad del sindicato. Las divisiones son grandes, como lo prueba, por ejemplo, el comunicado que el sector de la enseñanza ha repartido en la calle Bourguiba y en el que se apoya la lucha del pueblo contra el gobierno provisional de Ghanoushi.

Mientras habla y bebe cerveza en el Hotel Internacional, Redha Redhaoui comenta la situación en Egipto, cuyas imágenes ofrece Al-Jazeera en tiempo real. Le divierte mucho la reproducción paso por paso de los acontecimientos en Túnez y la paradójica concesión de Mubarak, que por primera vez nombra un vicepresidente o, lo que es lo mismo, un sucesor: Omar Suleiman, jefe de los servicios secretos y el hombre más próximo a Israel. En ese momento suena su teléfono móvil. Le llaman desde Qasserine.

– Mañana han convocado una huelga -dice- y me piden que se alerte a los medios extranjeros para cubrirla. Quedan muy pocos y eso que esto, al contrario de lo que se puede pensar, no ha hecho sino empezar.

Salimos a una avenida Bourguiba revuelta y oscurecida, en la que se han manifestado Las mujeres demócratas, grupos de estudiantes y pequeños coágulos gritones disueltos una y otra vez por la policía. En la calle Marsella, un joven cubierto con una capucha, demacrado, delgadísimo, balbuciente se acerca a nosotros; le muestra a Redha un papel con mano temblorosa y le cuenta que es hermano de uno de los mártires de Qasserine y que no tiene dinero para volver a su ciudad. Redha le pasa la mano por el hombro, le escucha y luego le da discretamente veinte dinares (10 euros), una cantidad descomunal de dinero.

– La primera historia es falsa -dice con picardía- pero la segunda puede ser verdad. Así que apliquemos el principio de presunción de inocencia.

Y luego tenemos que ajustarnos a toda velocidad sobre la boca la mascarilla que nos han dado por la mañana en la avenida Bourguiba y salir corriendo. El aire se vuelve de nuevo tenso y picante. Silban las bombas lacrimógenas y una sombra lejana nos pisa los talones.

En la avenida de Paris aflojamos el paso. Como si no pasara nada, Redha nos propone ir a beber y comer algo. Pero en ese momento suena de nuevo su teléfono móvil. Tenemos que retroceder porque su amiga Faten, una joven de Gafsa a la que nos presentó algunas horas antes, está herida. La encontramos cien metros más allá, sostenida por tres o cuatro personas. Apenas si puede caminar y cuando llegamos hasta ella se desploma en el suelo. La kufiya palestina que le cubre el pelo está manchada de sangre.

– La policía ha entrado en el café y le ha golpeado con la porra en la cabeza -nos dice unos de sus acompañantes.

Redha la levanta, para un taxi y, despidiéndose de nosotros precipitadamente, se la lleva al hospital Charles Nicole.

La atmósfera del Passage es pastosa y sórdida. No hay ni manifestaciones ni protestas. Sólo algunas personas desperdigadas inmóviles en las aceras. Pero hete aquí que de pronto llegan tres furgones policiales, se abren las puertas y desembarca un racimo de uniformados negros. Los contemplamos casi como una curiosidad turística, sin comprender de qué se trata. Luego todo el mundo sale corriendo y nosotros también. Vuelven a detonar las bombas lacrimógenas; corremos, corremos, corremos con el corazón en la boca, con la impresión de que están por todas partes, zigzagueando entre callejuelas y arrastrando con nosotros a todos los que paseaban tranquilamente por ellas.

Cuando llegamos a casa, llamamos por teléfono a Redha. Sigue en el hospital, pero afortunadamente Faten está bien.

Túnez no.

La conciencia de la gentes es muy superior a la estrechez del contexto. La estrechez es, en efecto, muy estrecha.

   Nuestro irritante amigo verde

   Jóvenes en la avenida Bourguiba

  Las Mujeres demócratas piden laicismo y el fin de la represión

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

rCR