Fotos de Ainara Makalilo
En algún sentido me siento estos días muy tunecina: porque, como los demás tunecinos, me doy cuenta de que no he comprendido nada hasta ahora de Túnez. Y porque lo que hoy me queda claro, como a todos los demás tunecinos, es sobre todo una gran confusión. La situación, ocho días después del derribo del tirano, se estira y se estira sin llegar a romperse. Como en todas las revoluciones, en las primeras semanas se decide todo y hoy uno tiene la sensación un poco molesta -como de libertad vaporosa, dolorosa, informe- de una gran indefinición.
Hay pedacitos por todos lados que no acaban de reunirse. Esos pedacitos dan un aire festivo a una ciudad hasta hace muy poco amortajada bajo un cristal sucio. Pero también alimentan la impresión de que cualquier cosa -cualquier cosa- puede pasar, y no todas ellas buenas. La descomposición rapidísima del régimen, que hoy ha arrastrado a la policía, mezclada en la avenida Bourguiba con el resto de los manifestantes, reivindicativa y patriótica, genera una alegría furiosa, una emoción contagiosa, pero también rinde vulnerables a las fuerzas populares. Debemos recordar que en estos momentos, mientras la vida reprimida estalla por todas las costuras, hay muchas sectores organizados haciendo cálculos en la oscuridad: de Gadafi a los EEUU, de las milicias negras a los dirigentes del RCD, de la Unión Europea a los islamistas. ¿Qué está haciendo la izquierda?
Sumergido en el torbellino, uno apenas si puede hacer otra cosa que imaginar. Y yo imagino las cosas así: el gobierno gana tiempo; la UGTT lo pierde en discusiones sin salida; la pequeña burguesía empieza a a añorar un poco de orden y estabilidad; los artistas e intelectuales componen odas a los mártires y festejan la libertad de expresión en teatros y centros liberados; los islamistas, minoría debilitada, comienzan a asomarse a la calle; y el ejército, que algunos consideran la baza de los EEUU, se deja querer por el pueblo y se mantiene a la expectativa. Resta saber qué ocurre en el resto del país, sobre todo en el centro-oeste, donde empezaron las protestas y donde probablemente se está decidiendo la situación a espaldas de la capital.
A las 12 de la mañana, la avenida Bourguiba sigue con sus hervores excitados. Esta vez, junto a los tanques que custodian el ministerio del Interior, son los policías los que se manifiestan, prolongando el giro sorprendente del día anterior. Se les reconoce enseguida, aun si la mayor parte de ellos visten de paisano, e imponen un cierto recelo: ahora son buenos, dicen, pero hay en sus rostros una opaca chulería que invita poco a la confraternización. Si uno mira a las paredes de los edificios contiguos al ministerio no puede dejar de emocionarse: «el pueblo ha liberado a la policía», «la policía con la revolución», «somos inocentes de las muertes de los mártires» y en una valla publicitaria un espurreo de desprecio hacia el dictador: «la policía escupe sobre Ben Alí». Pero si se vuelve la cabeza hacia el apretado grupo de cuero negro -color visualmente dominante- se recuerda sin querer la noche muy próxima del 14 de enero, en la que amigos y conocidos fueron implacablemente perseguidos por los edificios circundantes y algunos de ellos conducidos a los sótanos siniestros del ministerio, torturados y sólo liberados días después.
Me acerco a algunos de ellos o, más bien, me buscan para hacerme llegar su mensaje. Está claro que no quieren verse atrapados en la debacle ni verse convertidos en chivos expiatorios de la revolución. La maniobra defensiva es evidente. Quieren hacerse escuchar y su misma necesidad de justificarse delata un nerviosismo poco tranquilizador. Uno de ellos me cuenta que era oficial de la policía hasta 1998, fecha en que dimitió para permanecer ligado al ministerio como simple funcionario. Asegura haber mantenido vínculos con asociaciones de derechos humanos y haber tratado de denunciar muchas veces los abusos y violaciones allí cometidos.
– Nosotros no hemos reprimido ni torturado.
– ¿Y entonces quién lo ha hecho?
– Han sido la Guardia Presidencial y las milicias del dictador.
Un compañero a su lado, muy excitado, interviene, alza la voz, se defiende en tono casi agresivo:
– Somos muchos, muchos, los que nos hemos negado a cumplir órdenes y a torturar a los detenidos.
Los dos insisten en una consigna que se repite una y otra vez entre estrofa y estrofa del himno nacional: «estamos al servicio del pueblo, no de la mafia». Son, dicen, proletarios; muchos de ellos ganan sólo 300 dinares al mes (150 euros), y están también ahí para reivindicar mejoras salariales. Como para confirmar sus palabras, en la tribuna improvisada sobre uno de los furgones, uno de los oradores exhibe una naranja y un bocadillo, símbolos de la pobreza de su vida material. «Queremos patria, democracia y dignidad», grita alzando las manos y cientos de voces responden coreando la misma consigna.
Pero otro, entre tanto, me llama aparte y me dice que están ahí también -y que se lo haga saber al mundo- para reivindicar el derecho de sus mujeres a llevar velo, prohibido por la dictadura laica de Ben Alí. «Tenemos derecho a vestir como queramos», me dice.
En el comunicado que reparten en el bulevar no se incluye esta demanda. Se habla de su condición de hijos del pueblo, se acusa al RCD y se reclama la separación entre el Estado y los partidos políticos, así como su derecho a formar un sindicato policial. Se cierra con un: «Viva Túnez libre e independiente».
Entre tanto, al otro lado de la Medina, sigue en la Qasba la presión ante la sede del Primer Ministro, ahora protegido por el ejército. Unas quinientas personas se han reunido se nuevo a exigir la disolución del gobierno a gritos, hoy a dos metros de la puerta y las ventanas. Pero hay algo que me llama la atención. De algún modo el perfil social de los manifestantes ha cambiado. Son más bien familias completas, ellas -madres e hijas- con velo; ellos con barba y estigma de oración en la frente. Está claro que los islamistas, muy minoritarios y estos días casi completamente ausentes (el propio Rachid Ghanoushi, líder del Nahda, ha confesado su nulo protagonismo en la revolución) se atreven a hacerse ver y sustituyen en parte a los estudiantes, intelectuales, profesores, que ayer gritaban en la Qasba y que ahora festejan su libertad nueva en la Avenida Bourguiba, a doscientos metros de la policía rebelde, entre el Teatro Municipal y el café Univers.
Allí voy de nuevo y le manifiesto mi preocupación a Inés y Mohamed:
– Vosotros estáis aquí tocando la guitarra mientras los islamistas presionan al gobierno. Desde fuera da la impresión de que en estos días es cuando se decide todo, y cuando también se puede perder todo.
Sabi, un hombre mayor, de aspecto muy inteligente, periodista tunecino ya retirado que ha vuelto del exilio en Francia para participar en el movimiento de transformación, interviene para decirme que hay que darse tiempo, que hace sólo ocho días que se expulsó al dictador y cita la Revolución de los Claveles en Portugal.
– Pero precisamente: esa revolución se perdió.
Dice, en todo caso, algo muy serio. No se puede medir la consistencia y dirección del proceso a partir de la capital. Una de las características singulares de la revolución tunecina es que no se ha impuesto desde la ciudad de Túnez al conjunto del país sino que, al contrario, ha comenzado fuera, en el centro-oeste, en las zonas más deprimidas y abandonadas, para alcanzar sólo al final el núcleo económico y administrativo de la capital. Es allí -en Sidi Bou Sid, en Thala, en Menzel Bouzaine, en Reguev, en Qasserine- donde la gente se está organizando, apoyada por el sindicato, pero a partir de un impulso enteramente propio. Un comunicado firmado el 20 de enero en Qasserine por el Consejo Local de Defensa y Desarrollo de la Revolución así parece demostrarlo. En él, tras reclamar la disolución del gobierno, el enjuiciamiento de los represores y asesinos y el establecimiento de una asamblea constitucional, se habla de los enemigos internos y externos que quieren invalidar el sacrificio de los «mártires» en favor del «imperialismo, el sionismo y los regímenes árabes reaccionarios» y reclama «justicia social» y «reparto equitativo de la riqueza» entre los sectores más desfavorecidos.
Casi al mismo tiempo Inés me entrega otro comunicado. Por fin se ha constituido el Frente 14 de Enero, anunciado ayer. Lo forman la Corriente Baazista, la Liga de la Izquierda Laborista, los Patriotas Democráticos, el Movimiento de Patriotas Demócratas, el Partido Comunista de los Trabajadores de Túnez, el Movimiento Naserista, el Partido del Trabajo Patriótico y Democrático y la Izquierda Independiente. Su programa, que coincide en lo básico con las reivindicaciones mayoritarias, incluye algunos puntos concernientes a la política social e internacional: «la construcción de una economía nacional al servicio del pueblo que ponga los sectores vitales y estratégicos bajo el control del Estado, con la nacionalización de todas las empresas e instituciones privatizadas» y «el rechazo de toda naturalización de relaciones con la entidad sionista, así como el apoyo a todos los movimientos de liberación nacional del mundo árabe».
Al caer la tarde, una multitud se ha formado delante del Teatro para rendir homenaje a los mártires. Se encienden velas en el suelo del bulevar mientras se cantan viejas canciones del movimiento estudiantil de los 80 y se entona de nuevo el himno nacional. Varias manos pintan en un gran lienzo trazos de libertad. De pronto me fijo en que no nos hemos fijado en que la imagen de Ben Alí ha desaparecido de todos los edificios, todas las tiendas, todos los cafés y me acuerdo de un espléndido chiste visual colgado en facebook: en él se ve la silueta del dictador con el cuerpo en blanco y encima el rótulo «Error 404 Not found» (el indicativo de las páginas censuradas en internet). Un joven a mi lado se ríe a carcajadas, con una felicidad infantil, moviendo la cabeza con incredulidad: «Y decían que los tunecinos éramos unas bestias». Todo está por decidir, pero otro chiste que circula en estos días -hay un germinar loco de ingenio y ocurrencia- da buena medida de lo que ya ha cambiado entre la gente: «Ben Alí creó los fondos de solidaridad; se ha llevado los fondos y ha dejado la solidaridad».
UGTT debe decidir entre mañana y pasado si convoca o no la huelga general que puede romper la indefinición a favor de la ruptura con el pasado.
Y antes de acostarme me llega la noticia de una caravana que ha salido de Menzel Bouziane, a 280 kilómetros de la ciudad de Túnez, y a la que se va sumando por el camino gente de otras regiones. Se habla ya de cuatro mil personas, cuyo propósito es alcanzar la capital para reclamar la disolución del gobierno. El frío invernal que por fin se ha abatido sobre el país sin duda se atemperará bajo su aliento.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
rCR