Señor presidente: su elección ha despertado en casi todo el mundo tanto entusiasmo y expectativas tan grandes como las que hace casi medio siglo había suscitado el nombramiento del presidente John Fitzgerald Kennedy. Pero muchos de sus admiradores nos preguntamos si usted logrará cumplir sus promesas electorales o si, como Kennedy, terminará por defraudarnos. Tememos […]
Señor presidente: su elección ha despertado en casi todo el mundo tanto entusiasmo y expectativas tan grandes como las que hace casi medio siglo había suscitado el nombramiento del presidente John Fitzgerald Kennedy. Pero muchos de sus admiradores nos preguntamos si usted logrará cumplir sus promesas electorales o si, como Kennedy, terminará por defraudarnos. Tememos las presiones a las que lo someterán tanto los «demócratas de Bush» como los funcionarios estatales y las grandes corporaciones.
Permítame que, con característica humildad porteña, le ofrezca algunos consejos sobre política internacional y nacional.
Primero: renuncie públicamente al título de líder del mundo libre, del que abusaron sus predecesores. No lo digo porque usted se parezca al último emperador de Bizancio en que hereda un trono desprestigiado y un tesoro público vaciado por su predecesor. El motivo es estrictamente lógico: no se puede conducir a una comunidad de personas libres si éstas no lo han elegido libremente. Y usted ha sido elegido solamente por el uno por ciento de los terráqueos.
Pero renunciar a un título imposible no implica, necesariamente, aislarse del mundo. Es sabido que hoy en día toda nación depende de las demás.
Y aquí viene mi segundo consejo: para que esta dependencia no sea unilateral -y, por lo tanto, injusta- instruya a su secretaria de Estado para que, a su vez, dé la siguiente orden a cada uno de los embajadores norteamericanos: «Presente sus excusas, oficialmente y con gran pompa y publicidad, a cada una de las naciones agredidas por los EE.UU. desde su fundación, empezando por Canadá, México, España y Filipinas, y terminando por Cuba, Vietnam, Chile e Irak».
Tercero: instruya a su secretaria de Estado para que cumpla y haga cumplir las normas del derecho internacional. Normalice las relaciones diplomáticas de su país con todo el mundo y facilite los intercambios culturales a escala internacional. Que ella ofrezca colaboración, no ayuda. Menos aun, amenaza o soborno.
Cuarto: ordene el desmantelamiento de las 1000 bases militares que su país instaló en los cinco continentes. Esta medida mostraría que su gobierno renuncia a sus ambiciones imperiales. Además, señor presidente, calcule la millonada que se ahorraría.
¿Qué hacer con el personal militar y civil de esas bases, que suma más de un cuarto de millón de personas? Le sugiero que se les dé la opción de jubilarse o de regresar a su país e incorporarse en el Servicio de Reconstrucción Nacional. Este último (supongo que ya se ha propuesto fundarlo) consolidaría todas las agencias estatales encargadas de reparar y modernizar la infraestructura del país.
Quinto: proponga la consolidación de los 16 servicios de espionaje existentes actualmente, así como la estricta prohibición de interferir en los asuntos de otros países.
Sexto: plantee la internacionalización efectiva del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, que hasta ahora han funcionado principalmente para servir a los EE.UU., como lo señaló Zbigniew Brzezinski. En particular, procure que esas agencias repudien el infame Consenso de Washington, flagelo del Tercer Mundo.
Séptimo: ponga término al conflicto israelí-palestino para asegurar no sólo la supervivencia de Israel, sino también la de Palestina y, sobre todo, para salvaguardar la paz mundial. Para lograr estos objetivos tendrá que adoptar algunas medidas radicales, en lugar de enviar a su secretaria de Estado (conocida por su parcialidad) a besarse con mandatarios amigos y a reanudar conversaciones que no harían sino prolongar el conflicto. Las únicas medidas que darán resultado positivo inmediato serán las siguientes:
a) Conmine al gobierno israelí a que evacue todos los territorios palestinos ocupados ilegalmente desde 1967 y a que lo haga dentro del término de tres meses, so pena de perder el subsidio de más de un millón de dólares que viene recibiendo todos los días desde hace decenios. Si ese plazo venciera antes de terminar el retiro de las tropas de ocupación, su secretario del Tesoro cerraría el espiche, lo que, seguramente, haría reaccionar al electorado israelí. Al mismo tiempo, pídales a los países europeos que hagan otro tanto con las autoridades palestinas: que cesen de ayudarlas mientras no se entiendan con los israelíes.
b) Inste a los mandalluvias de la región a que arreglen sus diferendos por sí mismos y a la mayor brevedad. Si este llamado fuera desoído en el término de tres meses, instruya al embajador norteamericano en las Naciones Unidas para que proponga en el Consejo de Seguridad el diseño de un plan de desarme de toda la región (Israel, Palestina, Líbano y Siria), cuyo cumplimiento sería vigilado por cascos azules. Ellos actuarían como tropas de ocupación y no como meros veedores, testigos impotentes de crímenes de guerra, como ocurrió en las invasiones israelíes al Líbano y durante la guerra civil de Ruanda.
c) Este desarme incluiría la destrucción de las 200 o más bombas nucleares israelíes, la conversión de la planta nuclear de Dimona en una usina de energía nuclear, la transformación de las fuerzas armadas de los cuatro países en otras tantas gendarmerías o guardias territoriales, la destrucción de todas las armas ofensivas (cañones, ametralladoras, tanques, aviones y helicópteros de combate, etc.) y el embargo de armas destinadas a países u organizaciones de la región. Tanto el diseño como la ejecución de dicho plan de desarme estarían a cargo de las Naciones Unidas, en consulta con los cuatro países afectados. La ONU ocuparía militarmente esa región hasta que se pacificara por entero. Hasta que emerja una generación de jóvenes deseosos de vivir normalmente en lugar de morir en aras de las fantasías de sus abuelos.
Finalmente, me permito darle algunos consejos sobre política interna.
Primero: bosqueje y someta al Congreso un anteproyecto de ley por el cual se reemplace el actual régimen presidencialista por el parlamentario. El motivo es obvio: el presidencialismo es una forma de dictadura, así como la manera más eficaz de reemplazar técnicos competentes por cortesanos incompetentes. El régimen parlamentario es notoriamente inestable, lo que obliga a entrenar y mantener una burocracia estatal altamente calificada, bien remunerada e inamovible, que haga marchar el aparato del Estado entre crisis parlamentarias. Un ministro que sea a la vez diputado nacional puede ser incompetente o venal, pero no puede hacer mucho daño, porque está asesorado y vigilado por su deputy o delegado, el más alto funcionario de su ministerio, para quien los intereses del Estado tienen prioridad sobre las ambiciones de los políticos de turno.
Segundo: nombre un secretario de Salud Pública con el encargo de estudiar los sistemas de Canadá y Europa Occidental. Ellos aseguran la atención médica gratuita, o casi gratuita, de toda la población. (Esto hizo hace un siglo el gran estadista argentino Joaquín V. González.) En el Tercer Mundo hay un precedente interesante y casi desconocido: el anteproyecto de ley de seguro nacional de salud, que presentó mi padre, el diputado nacional doctor Augusto Bunge, y que ocupa más de mil páginas del Diario de Sesiones, de 1936. (Supongo que el archivo del senador Ted Kennedy conservará la carta que yo le envié al mismo efecto en 1964.)
Tercero: instruya a su secretario de Educación para que averigüe cómo se las arreglan unas veinte naciones, mucho menos ricas y poderosas que los Estados Unidos, para tener escuelas públicas tanto mejores que las norteamericanas, y para ganarles a los EE.UU., año tras año, en las olimpíadas matemáticas. Sospecho que hallarán que, en otras partes, los maestros están mucho mejor preparados y son mucho mejor tratados, que los planes de estudio incluyen la matemática y las ciencias como asignaturas obligatorias y que los estudiantes no son sometidos a exámenes tan frecuentes.
Cuarto: instruya a su secretario de Justicia para que prepare un anteproyecto por el cual se ponga fuera de ley la profesión de lobbista o gestor parlamentario, quien no sólo gestiona tratos preferenciales para corporaciones, sino que redacta ordenanzas e incluso proyectos de ley para favorecerlas a costillas del consumidor. Es obvio que esta profesión es altamente inmoral, ya que su función es hacer privar el interés privado por sobre el público, a la vez que sobornar a legisladores y funcionarios públicos.
Quinto: estudie los argumentos morales y prácticos contra la pena de muerte, que no es sino un asesinato legalizado. Las estadísticas demuestran que carece de poder persuasivo y que la tasa de criminalidad es mucho mayor en los EE.UU. que en cualquiera de las naciones que han repudiado la pena de muerte. Y una vez persuadido de que la pena capital es un residuo bárbaro, monte usted una campaña para persuadir a los parlamentarios demócratas de que eliminen la pena de muerte.
La puesta en práctica de mis recomendaciones contribuiría a reemplazar la improvisación oportunista propia de la campaña electoral por una planificación racional, a la luz de las ciencias y técnicas sociales. También contribuiría a transformar a su país, de la civilización en ciernes y plutodemocracia que ha sido durante casi dos siglos, en una civilización madura, así como en una auténtica democracia política.
Finalmente, le diré por qué me creo con derecho a darle consejos: no porque sea ducho en política, que no lo soy, sino porque, como todo el mundo, he sido tanto víctima como beneficiario de su país. Es el mismo motivo por el cual mi finado amigo el gran periodista Pepe Ortega Spottorno, fundador del diario El País, dijo que todo el mundo debería poder votar en las elecciones presidenciales norteamericanas, porque sus resultados nos afectan profundamente a todos.
Me despido respetuosa y cordialmente, y con el deseo de que siga siendo Barack Obama, pese a llevar el manto purpúreo, pero apolillado del último emperador del mundo.