Las expectativas desmesuradas de los sectores progresistas que vieron en la elección de Barack Obama una revolución en la política de Estados Unidos comienzan a trocarse en desconcierto y hasta decepción. Por otro lado, la derecha republicana, histérica y cada vez más impregnada de un tufillo macartista, estigmatiza al primer Presidente negro como a una […]
Las expectativas desmesuradas de los sectores progresistas que vieron en la elección de Barack Obama una revolución en la política de Estados Unidos comienzan a trocarse en desconcierto y hasta decepción. Por otro lado, la derecha republicana, histérica y cada vez más impregnada de un tufillo macartista, estigmatiza al primer Presidente negro como a una especie de demonio subversivo. Un profundo equívoco subyace a ambas actitudes: la creencia en que un poder individual puede transformar por sí solo y de repente las estructuras sociales, económicas y políticas configuradas tras un largo proceso histórico.
La lucha política favorece a veces las oposiciones personalizadas y los rechazos obsesivos. Las necesidades de la lucha frontal originan entonces agrupamientos heteróclitos, motivados por el único deseo de destruir el mismo objetivo. Así, en cuanto el enemigo cae, comienzan los problemas, y con ellos la pregunta: ¿qué hacer ahora? A medida que se toman decisiones políticas, deben eliminarse los equívocos que favorecían al antiguo cartel de oponentes; el desencanto se instala. Antes de que pase mucho tiempo el adversario detestado vuelve al poder. Su paso por la oposición no lo ha hecho más amable.
Un esquema de este tipo se aplicó ya en la Italia de Silvio Berlusconi. Vencido en 1995 por una izquierda a la vez paliducha, heteróclita y sin proyecto, volvió a triunfar seis años más tarde. En estos tiempos, también en la Francia de Nicolas Sarkozy se multiplican las alianzas circunstanciales, tanto entre partidos (ecologistas, centristas, socialistas) como entre personalidades (Dominique de Villepin se unió por un tiempo al llamado antigubernamental de Olivier Besancenot, del cual casi todo lo separa). Con un único objetivo, el jefe de Estado. De acuerdo, pero, ¿y después?
El tríptico coalición transitoria, política incierta y decepción programada remite también a la actualidad estadounidense. Hace un año, la derrota de los republicanos y el fin de la presidencia de George W. Bush provocaron un momento de alborozo. Aun cuando una parte del electorado, cuya suerte no ha mejorado, sigue dándole crédito a Obama (véase Popelard y Vannier, página 24), ese entusiasmo parece haber acabado. La intensificación de la guerra en Afganistán disgusta a los pacifistas, y a la reforma del sistema de salud se la ubica por debajo de una esperanza razonable, así como también a la política medioambiental. La opinión «menos que bien, pero mejor que nada» se propaga, y genera un clima pesimista. La pasión política cambia otra vez de bando.
Semejante espiral de hundimiento fortalece el peso de los lobbies, al mismo tiempo que obliga a interrogarse sobre el poder real del Presidente de Estados Unidos. Ciertamente Obama no es Bush; Romano Prodi tampoco fue Berlusconi. Pero eso no es suficiente para saber hacia dónde va Obama y para que den ganas de seguirlo. Pero el país sufre: la tasa de desempleo se ha disparado, barrios enteros yuxtaponen casas embargadas por sus acreedores. El Presidente no deja de hablar, de explicar, de tratar de convencer; sus discursos se suceden, a veces elocuentes. Pero, ¿qué queda de ello? En El Cairo, condena a las colonias israelíes; pero nuevas colonias se implantan y él se resigna. Promete una reforma ambiciosa del sistema de salud; los parlamentarios la edulcoran, y él queda satisfecho.
Un día anuncia a los cadetes de West Point que va a enviar nuevos refuerzos a Afganistán; poco después recibe el premio Nobel de la Paz. El ejercicio podría volverse esquizofrénico. Pero la cacofonía de las situaciones encuentra un remedio aparente en un nuevo raudal de palabras que equilibra cada enunciado con una sugerencia contraria. Al final, casi siempre prevalece la cantinela «mis amigos progresistas proclaman esto, mis amigos republicanos replican esto otro; los primeros exigen demasiado, los segundos no lo bastante. Yo elijo el camino intermedio».
Así, Obama alentó a los cadetes de West Point a «dar pruebas de discreción en el uso de las fuerzas armadas»; y llamó a los jurados de Oslo a medir «la necesidad de la fuerza a causa de las imperfecciones del hombre y de los límites de la razón». Estos últimos debieran meditar también el ejemplo del presidente Richard Nixon, quien, a pesar de los «horrores de la revolución cultural», aceptó encontrarse con Mao en Pekín en 1972. Puntilloso sobre el tema de los derechos humanos, como lo era el ex jefe de Estado republicano, ese encuentro le resultó tan costoso que poco después hubo de consolarse ordenando el bombardeo a las grandes ciudades vietnamitas y favoreciendo en Chile el golpe de Estado del general Augusto Pinochet… Sin embargo, Obama no les dice nada de esto a los jurados de Oslo. Impecablemente «centrista», prefirió saludar tanto a Martin Luther King como a Ronald Reagan.
Esperanzas iniciales
No obstante, todo había comenzado bien. En noviembre de 2008, casi dos estadounidenses de cada tres en edad de votar (y el 89,7% de los electores inscriptos) decidieron la elección presidencial. Llevaron a la Casa Blanca a un candidato atípico cuyos antecedentes sugieren la amplitud del cambio que vendría: «No tengo el pedigrí habitual y no hice mi carrera en los pasillos de Washington». Precisamente por esa razón pudo movilizar a los jóvenes, los negros y los hispanos, así como a una fracción inesperada (43%) del electorado blanco. Al recibir un porcentaje de votos superior al que obtuvo Reagan en su elección de 1980 (52,9% contra 50,7%), Obama puede hacer prevalecer un «mandato». Por otra parte, nadie se lo discute. La derrota de los republicanos es completa. Su filosofía liberal, que fue resumida con concisión y pedagogía por el nuevo Presidente -«dar más a quienes tienen más, y dar por supuesto que su prosperidad salpicará a todos»- no es más que un montón de ropa vieja. Y los demócratas tienen una amplia mayoría en cada una de las dos cámaras del Congreso.
Tres meses antes de su elección Obama había prevenido: «El riesgo mayor que podríamos correr sería recurrir a las mismas técnicas políticas con los mismos jugadores, y esperar un resultado diferente. En momentos así, la historia nos enseña que el cambio no viene de Washington; llega a Washington porque el pueblo estadounidense se levanta y lo exige». Entonces la militancia en el terreno debe permitir sacudir la pesadez conservadora de la Capital Federal, residencia oficial de todos los lobbies del país. Pero un año más tarde, cuando no se percibe ninguna huella de un movimiento popular, ya no se cuentan los proyectos de ley bloqueados, edulcorados, amputados por «las mismas técnicas políticas y los mismos jugadores».
En lo que hace al pedigrí, el del actual Presidente desentonaba con el de sus predecesores. Por la razón visible que conocemos, y también porque no es habitual que el inquilino de la Casa Blanca haya sacrificado en su juventud la posibilidad de ganar grandes sumas de dinero practicando el derecho en Nueva York por el deseo de ayudar a los habitantes de los barrios pobres de Chicago.
Realidades posteriores
De todas maneras, cuando se examina la elección que hizo Obama de los miembros de su gabinete, enseguida la novedad parece menos sorprendente. Al lado de una secretaria de Trabajo cercana a los sindicatos, Hilda Solís, que promete una ruptura con las políticas anteriores, se encuentra una secretaria de Estado, Hillary Clinton, cuyas orientaciones diplomáticas difieren muy poco de las del pasado, y un secretario de Defensa, Robert Gates, decididamente heredado de la administración Bush. E incluso un secretario de Finanzas, Timothy Geithner, demasiado ligado a Wall Street para poder o querer reformarlo; y un consejero económico, Lawrence Summers, que fue el arquitecto de las políticas de desregulación financiera que le valieron al país quedar al borde de la apoplejía. En cuanto a la «diversidad» del equipo, no es de orden sociológico. Veintidós de las treinta y cinco designaciones efectuadas por Obama recayeron en titulares de un diploma de una universidad estadounidense de elite o de un colegio británico de alto rango.
Desde el comienzo del siglo XX, los demócratas vienen cediendo, particularmente seducidos por la ilusión tecnocrática de la competencia, del pragmatismo, del gobierno de los mejores («the best and the brightest»), de la excelencia y de la pericia que debe imponer su voluntad a un mundo político sospechado de demagogia permanente. Una filosofía de este tipo -a la cual, paradójicamente, teniendo en cuenta su recorrido, se une el Presidente de Estados Unidos (¿para no ser confundido con un militante afroamericano?)- mira con desconfianza a las movilizaciones masivas, al «populismo». De entrada, Obama esperó que la fracción más razonable de los republicanos estuviera de acuerdo con él para sacar al país de la encrucijada. Y les tendió la mano. Pero en vano. Hace poco comentó ese desaire: «Tuvimos que tomar una serie de decisiones difíciles sin recibir ayuda del partido de oposición que, desgraciadamente, después de haber presidido las políticas que condujeron a la crisis, decidió descargar ese peso en otros». Extraña formulación, pero reveladora, porque se saltea la elección presidencial de 2008, al término de la cual los republicanos no «decidieron» abandonar las riendas del país a otros sino que fueron echados del poder por los electores.
Conservadores sobreexcitados
Es algo que no soportan. Por eso su violencia. En junio de 1951 un demócrata, Harry Truman, ocupaba la Casa Blanca. Sin rechinar, se dedicó a la lucha contra el comunismo y la Unión Soviética, a la defensa del imperio y de las ganancias de General Electric. Sin embargo, ante los ojos de una fracción importante del electorado republicano no había nada que hacer, era un traidor. El senador Joseph McCarthy se expresó así: «No se comprende nada de la situación actual si no se capta el hecho de que los hombres colocados en los más altos escalones del Estado se ponen de acuerdo para conducirnos al desastre. Es una conspiración tan inmensa que relega a la condición de polvo a todo lo que la ha precedido en la historia. Una conspiración tan infame que, cuando se la haya develado, su responsable merecerá ser maldecido por siempre por todos los hombres honestos». Durante cuatro años, el senador de Wisconsin aterrorizó en todo el país a los progresistas, artistas o sindicalistas, y también a los principales responsables del Estado, incluyendo a los militares.
No estamos ahora en esa situación. Sin embargo, el aire está viciado otra vez por la paranoia de los militantes de derecha, llevada hasta la incandescencia por los talk shows en la radio, la «información» continua de Fox News, los editoriales de The Wall Street Journal, las iglesias fundamentalistas y los rumores delirantes que distribuye internet. Semejante batahola invade los espíritus e impide pensar en otra cosa. Así, millones de estadounidenses apasionados por la política están siendo convencidos de que su Presidente mintió sobre su estado civil, sobre su ciudadanía, y que por haber nacido en el extranjero no podía ser elegido como Presidente. Juran que su victoria, a pesar de haber sido obtenida con 8.500.000 votos de ventaja, es el producto de un fraude, de una «conspiración tan inmensa…».
La idea de tener como dirigente a un hombre que pasó dos años en Indonesia en una escuela musulmana, un ex militante de izquierda, un cosmopolita, un intelectual, los conmociona (1). Creen firmemente que la reforma del sistema de salud servirá de preludio a la creación de «tribunales de la muerte» encargados de designar a los enfermos que podrán ser atendidos. Estos batallones sobreexcitados constituyen el núcleo duro del Partido Republicano. Mantienen bajo su férula a los representantes electos con los cuales el buen centrista Obama contaba negociar su política de reactivación, su reforma del seguro de salud y la regulación de las finanzas.
La futilidad de tal esperanza quedó confirmada sin demora. Menos de un mes después de la llegada del nuevo Presidente a la Casa Blanca, su plan de aumento de los gastos públicos no obtuvo el apoyo de ninguno de los 177 parlamentarios republicanos de la Cámara de Representantes. En noviembre fue el turno de la reforma del sistema de salud: esta vez, un único diputado de la oposición se unió a la mayoría demócrata. Finalmente, en diciembre, la legislación destinada a proteger a los consumidores contra las prácticas abusivas de los organismos de crédito también fue aprobada por la Cámara de Representantes sin ningún voto republicano. Sin embargo, en todos los casos los textos presentados fueron corregidos con la esperanza de que el Presidente pudiera hacer gala de su espíritu de apertura…
En el caso de las finanzas, nadie sabe todavía a qué se parece la ley a cuyo pie Obama colocará su firma. En efecto, basta con que cuarenta de los cien senadores se opongan a votarla para que la discusión se prolongue indefinidamente. Como los republicanos son cuarenta, cada uno de ellos y cada demócrata felón puede tasar su apoyo a buen precio. Uno de estos últimos, Joseph Lieberman, que ya antes había llamado a votar por John McCain en 2008, pudo así obstruir la creación de una «opción pública» destinada a los estadounidenses que no tienen ninguna cobertura médica. Las compañías de seguros privadas están entre los principales prestadores de fondos del senador Lieberman…
El 28 de septiembre de 2008, cuando un plan de salvataje a los bancos aprobado por el candidato Obama iba a brindarles una ayuda de urgencia de 700.000 millones de dólares, un parlamentario de izquierda, Dennis Kucinich, interpeló a sus colegas: «¿Nosotros somos el Congreso de Estados Unidos o el Consejo de Administración de Goldman Sachs?». La pregunta sigue siendo bastante pertinente como para que el Presidente estadounidense recientemente haya juzgado útil precisar: «Yo no hice campaña para ayudar a los grandes bonetes de Wall Street». Sin embargo, en 2008, Goldman Sachs, Citigroup, JPMorgan, UBS y Morgan Stanley figuraban en la lista de los veinte principales aportantes de fondos para su campaña (2). Una frase del periodista William Greider resume la situación: «Los demócratas están ante un dilema: ¿pueden servir al interés público sin disgustar a los banqueros que financian sus campañas?» (3).
El imperio del dólar
¿Es reformable Estados Unidos? Se pretende que su sistema está caracterizado por el «equilibrio de poderes». En realidad, el sistema consiste en una multiplicación de escalones en todos los cuales reina el dólar. En 2008, millones de jóvenes se lanzaron a la batalla política dando por descontado que con este Presidente ya nada sería como antes. Pero he aquí que él también se comporta como un traficante, compra un voto que, de no hacerlo, podría faltarle, corteja a un representante electo que desprecia. ¿Podría actuar de otra manera? La personalidad de un hombre no pesa demasiado ante la tiranía de las estructuras, sobre todo cuando la oposición se muestra histérica y el «movimiento popular» se resume en sindicatos que se están desarmando, militantes negros cooptados por el Ejecutivo y blogueros engreídos que creen que la militancia se hace detrás de un teclado. Ahora bien, en Estados Unidos un cambio progresivo del curso de las cosas exige un alineamiento casi perfecto de los planetas. En cambio, para reducir los impuestos de los ricos Reagan ni siquiera necesitó una mayoría de parlamentarios republicanos…
La biografía de Obama hizo nacer un malentendido. Por un lado, porque concentró sobre él todas las luces y todas las expectativas. Y por otro, porque este Presidente de Estados Unidos ya no se parece, desde hace mucho, al adolescente radical que describe en sus Memorias. El que asistía a conferencias socialistas y trabajaba en Harlem para una asociación cercana a Ralph Nader. Tampoco tiene nada que ver con el militante afro americano que «con el fin de evitar ser considerado un traidor, seleccionaba sus amigos con cuidado. A los estudiantes negros más activistas. A los estudiantes extranjeros. A los chicanos. A los profesores marxistas, los estructuralistas-feministas y los poetas del punk y del rock. Fumábamos cigarrillos y nos poníamos camperas de cuero. A la noche, en los dormitorios, discutíamos sobre el neocolonialismo, sobre Franz Fanon, el etnocentrismo europeo y el patriarcado» (4).
Para los republicanos, ese pasado prueba que el hombre es peligroso, extraño a la cultura individualista del país, complaciente hacia «los enemigos de la libertad» y, para comenzar, dispuesto a «socializar el sistema de salud estadounidense». Por su lado, una parte de los militantes demócratas esperan que su Presidente, que por el momento los decepciona, no dude en implementar, tan pronto como pueda, una política más progresista; y que ésa es su voluntad. La aprensión de los unos atiza la esperanza de los otros. Sin embargo, parafraseando la expresión del periodista Alexander Cockburn, la izquierda que inspecciona las entrañas de los textos presentados al Congreso para encontrar en ellos la más mínima huella de victoria, sabe que el tiempo apremia, porque las elecciones legislativas de noviembre próximo, que podrían llevarse a cabo en un clima económico moroso, van a aclarar las filas de los representantes demócratas.
La personalización del poder
En definitiva, se habla demasiado de Obama. El hombre ha adquirido los rasgos de un demiurgo al que se considera capaz de domar a las fuerzas sociales, las instituciones, los intereses. Esta personalización inmadura del poder caracteriza también a Francia e Italia, pero allí el diablo anida del otro lado; si se cae, la izquierda estará salvada… Hace alrededor de medio siglo, el historiador estadounidense Richard Hofstadter popularizó la expresión «estilo paranoico» para representar un humor político de este tipo. En ese momento, pensaba sobre todo en la derecha macartista y en sus sucedáneos inmediatos, pero también pretendía que, con el correr de los años, su tipo ideal encontraría otras aplicaciones.
Henos aquí. El auge del individualismo, la pereza intelectual, la deriva histérica de los debates, el papel deletéreo de los medios y también la declinación del marxismo han generalizado la ilusión según la cual, como lo explicaba Hofstadter en 1963, «el enemigo no está, contrariamente a todos nosotros, sometido a la gran mecánica de la historia, víctima de su pasado, de sus deseos, de sus límites. Es un agente libre, activo, diabólico. (…) Fabrica las crisis, desencadena las quiebras bancarias, provoca la depresión, produce desastres, enseguida se deleita y luego aprovecha la miseria que ha provocado» (5). Un animador de radio ultraconservador, Rush Limbaugh, replica que algunos partidarios de Obama lo toman por el Mesías. Y no está equivocado. Pero ¿por qué persiste en denunciar cada día al Anticristo?
En el fondo, el «milagro» de la elección de noviembre de 2008 podría habernos hecho recordar que los milagros no existen. Y que el destino de Estados Unidos no se confunde con la personalidad de un hombre ni con la voluntad de un Presidente.
1 Véase Serge Halimi, «El pueblo contra los intelectuales», Le Monde diplomatique, edición chilena, mayo de 2006.
2 Según el Center for Responsive Politics, véase «Top contributors to Barack Obama», www.opensecrets.org
3 William Greider, «The Money Man’s Best Friend», The Nation, Nueva York, 30-11-09.
4 Barack Obama, Dreams from My Father, Crown Books, Nueva York, 2004, p. 100.
5 Richard Hofstadter, The Paranoid Style in American Politics, Alfred Knopf, Nueva York, 1966, p. 32.
Serge Halimi es Director de Le Monde diplomatique.
Traducción: Lucía Vera
Fuente original: http://www.lemondediplomatique.cl/El-combate-de-Le-Monde,36.html