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Novedad editorial

Sed de Europa: relato de un clandestino

Fuentes: Rebelión

Traducido por Rocío Anguiano

El libro es un testimonio en estado puro, exento de cualquier acusación y miserabilismo. Está escrito en primera persona, con mis propias palabras y mis más profundas sensaciones. Los hechos se cuentan tal y como los viví, con toda sinceridad. El texto no ha sido objeto de ninguna manipulación que pudiera enturbiar el contenido, la emoción y los momentos claves. Porque cuando se es presa de un sufrimiento personal tan profundo y de una fuerza tan terrible, cuando se está en medio del Atlántico, dentro de una barca que hace aguas peligrosamente, sin ninguna esperanza de sobrevivir, se sufre y nada más.

Publicado por Les Indigènes de la République.

http://www.indigenes-republique.org

Editions du Cygne

http://www.editionsducygne.com

Presentación del libro

«La Guardia Civil nos entrega a unos marroquíes uniformados que nos llevan a El Ksar. El sitio recuerda mucho a un puesto de policía. Nos tratan peor que a animales. Cuando bajamos del camión, nos meten en una celda. Hay rastros de orina y excrementos todavía frescos en el suelo. Es el único calabozo reservado a los clandestinos. No nos dan de comer. Solo tenemos derecho a un trago de agua cada dos horas»

La inmigración clandestina africana preocupa y atemoriza a Europa. Los políticos la han convertido en uno de los puntos centrales de sus programas electorales. Los periodistas, intelectuales e incluso artistas también se han ocupado de este fenómeno; unos para describirlo, otros para denunciarlo, algunos para intentar entenderlo. Pero lo más sorprendente es que apenas hay clandestinos que tomen la palabra.

Páginas escogidas:

«Meto en un bolso pequeño dos botellas de agua, mi contribución a la supervivencia. Llevo otra bolsa con arroz y sémola. He cogido un ejemplar del Corán, regalo de mi padre. A su vez, mi madre me da un amuleto para la buena suerte. Cuando cruzo la puerta de casa, me llama para darme un frasquito que contiene una loción fetiche para darme valor. Me lo ato alrededor de la cintura con un hilo de piel de leopardo. En mi cabeza, por fin, está todo claro. Quiero irme pase lo que pase. He estado en los funerales de decenas de jóvenes del barrio que se dirigían a las Islas Canarias. Pero eso no impide que me sienta dispuesto a afrontar ese futuro tan negro.

Salgo de Dakar el 5 de septiembre de 2000 en taxi rural. Llego al final de la tarde a la playa de Mbour, mi punto de encuentro con el «pasador». Escondo mi bolso en un matorral y me doy un paseo por la playa para examinar el océano, viéndome ya en la otra orilla. Ya no veo las olas monstruosas, sino el hermoso horizonte que parece saberlo todo de mi futuro. Hay jóvenes que se dirigen al embarcadero pero no sé si estarán de viaje. La consigna del pasador es no hablar a nadie del proyecto.

Unos niños juegan al escondite entre los cayucos alineados impecablemente en la orilla. Los más pequeños prefieren hacer castillos de arena. Ríen a carcajadas y parece que se divierten mucho. Entre juego y juego, se zambullen en el agua fría bajo la atenta mirada de los adultos.

Unos jóvenes, con el torso desnudo, se afanan en coser redes de pesca. Canturrean a coro el himno de los pescadores: «nuestro es el mar, nuestras las olas, nuestras las capturas, ula, ula! «. Mientras espero la hora de la cita, me uno a ellos para pasar el rato. Pero el ambiente es bastante raro. Estoy convencido de que no todos esos jóvenes son pescadores. Algunos sin duda están allí por la misma razón que yo.

Los cayucos de los verdaderos pescadores van llegando. La pesca es escasa. Las mujeres, para las que la venta de pescado es su sustento diario y el único medio para alimentar a su familia, se muestran apesadumbradas. El precio de las sardinas, que intentan negociar, está fuera de su alcance. Se ven obligadas a dejar que los pescadores traten con los representantes de la principal empresa europea de transformación de pescado situada a pocos metros.

En el último día en mi país todo me empuja a largar amarras. Mientras que nuestras madres no pueden comprar las dichosas sardinas, los europeos arramblan con todas las capturas. Es una prueba más de que la salvación está en su tierra. Incluso aquí, en nuestro territorio, hacen y deshacen a su antojo. Triunfan siempre.

La noche cae lentamente. Las últimas barcas ya han atracado. Los alegres niños se han ido; los deportistas que corren por la playa también. La orilla del mar se vacía poco a poco. Solo quedan algunas parejas de enamorados que se detienen a contemplar la magnífica puesta de sol. Mi hora ha llegado. Se acabó el decorado de ensueño. Llega el momento de la verdad. Veo a jóvenes que permanecían escondidos, salir de las dunas y los arbustos de la playa. Se dirigen hacia uno de los cayucos, en el que pone «Air Europe». Enseguida reconozco la barca que me había descrito el pasador. Antes de dirigirme a la embarcación me acerco de nuevo al océano, cojo un poco de agua en la mano derecha y me la echo en la cara y en el pelo. Rezo.

De repente, veo una silueta a lo lejos. Se acerca al cayuco. Otras dos la siguen en la oscuridad. Un individuo se nos acerca; lleva gafas. Reconozco al pasador. No pierde un segundo y va al grano. Como no viene con nosotros, nombra al mayor del grupo capitán y responsable de la embarcación. Le da un GPS, un teléfono móvil y dos bidones de gasóleo. Explica al integrante de esta expedición clandestina que ha ascendido a capitán, el funcionamiento del GPS y le indica las zonas en las que va a tener que dar un rodeo para esquivar a los guardacostas. Hace un repaso de los riesgos que inundan nuestro camino. Luego el pasador nos indica que nos acerquemos. Formamos un semicírculo en torno a él. Saca una larga lista y nos llama, uno a uno, por nuestro nombre. Parece que estamos todos. Retoma la lista desde el principio. Esta vez al oír nuestro nombre le entregamos los quinientos mil francos CFA del billete, unos setecientos sesenta euros. Mientras tanto, un joven vestido con traje negro se ha instalado en el cayuco. El uno de los cómplices del pasador. Mete el dinero en una cartera. A su derecha otro desconocido coge los pasaportes y los mete en una pieza de tela. Los que no tienen ningún documento de identidad, firman en un papelito con escrituras prácticamente ilegibles.

El pasador hace las últimas comprobaciones, verifica el motor, ausculta el casco para verificar su resistencia. Selecciona un pequeño grupo que se encargará de ayudar al capitán, del que formo parte. El pasador me informa de mi misión: dirigir el cayuco hacia San Luis, el límite de las aguas territoriales senegalesas. Me explica cómo funciona el motor y lo que tengo que hacer para cambiar la dirección en caso necesario. La maniobra parece simple; basta con girar la cabeza del artefacto que sirve de timón.

– Buena suerte, nos dice casi con maldad.

– Les va a hacer falta, añade uno de sus cómplices.

A partir de ese momento sé que tengo una nueva vida por delante. Aunque ignoro las peripecias de la travesía, al menos sé que dentro de un instante voy a abandonar mi país, esta tierra devoradora de esperanza. La sensación de estar frente a la muerte es mejor que la de ser incapaz de cubrir las necesidades de los míos, porque esa impotencia es eterna. Así que ante una muerte que me tiende su mano, o decido sobrevivir o me quedo. «Un hombre valiente siempre opta por sobrevivir», me repite mi padre desde mi más tierna infancia.

La marea ya está alta. Salimos al asalto de las olas para intentar franquear la barrera y largar amarras. En el primer intento, una fuerte corriente empuja la embarcación hacia la costa. Volvemos a la carga, con determinación. Entre dos grandes olas ponemos, con mucho esfuerzo, el cayuco en el agua Los demás pasajeros nos alcanzan a nado. La barca empieza a avanzar lentamente. No puedo impedir que se aleje aunque no ha subido todo el mundo, ya que el motor todavía no está en marcha. La barca camina a merced de las corrientes y el viento. Los buenos nadadores suben sin problemas. El resto se esfuerza por llegar al cayuco. Remamos con todas nuestras fuerzas para que puedan subir a bordo. Maniobramos ante la mirada fría del pasador y de sus acólitos que permanecen inmóviles en la playa.

El capitán pone en marcha el motor. El zumbido es perfecto. No hay señales de que algo no funcione. Salvo que parece que la barca da media vuelta. El motor está al revés. Lo paro. Con la ayuda del capitán lo coloco correctamente. Parezco todo un profesional ante mis compañeros. Me sorprendo a mí mismo. En mi vida había puesto un pie en una barca, pero tengo la total convicción de que si tengo que morir en el transcurso de este viaje, no será debido a una bestia acuática sea lo feroz que sea. Para eso, si hace falta, confío en el amuleto de mi madre. Si voy a dejarme la vida aquí, ha de ser por algo mucho más importante.

Primero tengo que librar la batalla contra una voz interior que me disuade de emprender el camino del Atlántico. No sé si tiene razón, pero su insistencia me hace dudar. Dudo. Me da miedo acelerar la cadencia del motor. No consigo ignorar esa voz interior. Los demás pasajeros cuentan conmigo para abandonar el suelo senegalés. Entre esos aventureros, algunos son mucho más jóvenes que yo. Sin embargo no parece que duden. Sigo su ejemplo y hago lo que esperan de mí.

Sé que elegir el Atlántico va en contra del sentido común. ¿Pero qué hacer? Tengo que dejar de pensar. En ese momento mi cerebro es mi peor consejero. Mi corazón está conmigo. Late con esperanza. Vive un sueño que me pertenece. Para no perder la cabeza, y Dios sabe que ganas no faltan, solo escucho a mi corazón y confío en mi instinto.

Nos vamos. No alejo la barca de la costa senegalesa porque debo llevar la embarcación hasta Guet-Ndar, barrio costero de San-Luis en el norte de Senegal, donde tenemos que recoger a otros pasajeros, candidatos a la emigración clandestina. Unas treinta personas deben subir todavía a bordo.

El capitán saca de su bolsillo el móvil que le ha dado el pasador. La agenda solo tiene un número: el de nuestro contacto en Guet-Ndar. Le llama para informarle de nuestra llegada inminente. Atracamos a eso de la medianoche en una playa desierta. Todo está en calma. El capitán llama. Al otro lado, su interlocutor nos ordena que alejemos el cayuco de tierra firme. Parece que el hombre nos ve claramente, pero ignoramos donde puede esconderse. Acatamos su orden. Remamos para alejar la barca de la orilla. El capitán, todavía al teléfono, ordena que detengamos la barca. Estamos a unos cien metros de la costa. En la noche glacial percibo una especie de ola procedente de la playa, en dirección contraria a las otras. Se trata de los pasajeros que deben embarcar, que nos alcanzan a nado.

Una vez a bordo los recién llegados se instalan sin saludarnos. El capitán saca una lista y hace la misma operación que el pasador durante el embarque en Mbour. Los treinta candidatos están todos. Solo nuestro contacto telefónico permanece invisible. Rápidamente me rindo a la evidencia: su misión ha terminado. A partir de ahora, estamos solos frente a nuestro destino, solos frente a este mar embravecido.

El capitán reprograma el GPS. Arranco de inmediato el motor y le paso el timón. Ahora nos dirigimos hacia el delta del río Senegal que debemos rodear forzosamente, ya que en el encuentro de las aguas marinas con las fluviales no tenemos ninguna posibilidad. El GPS solo menciona los sitios más importantes del itinerario. Sobre los peligros del recorrido no dice nada. Cada uno de nosotros se convierte en GPS humano y da su opinión sobre el tema. Esta solidaridad es importante. Gracias a ella podemos evitar lo peor.

Normalmente el cayuco solo puede transportar unos treinta pasajeros. Sin embargo, desde que salimos de las aguas territoriales senegalesas somos cincuenta y ocho personas a bordo. Además en nuestro recorrido hay prevista otra parada en Nuadibú, en el noreste de Mauritania para embarcar a una veintena de pasajeros, en su mayoría de Malí y Nigeria, según el capitán

Para evitar los guardacostas de Mauritania cada vez más atentos a los cayucos senegaleses, damos un gran rodeo. Esta maniobra, hecha por deseo del capitán, nos supone dos días más de navegación respecto al plan inicial. Nos vemos obligados a apretarnos el cinturón para que no quedarnos sin comida. En vez de dos comidas diarias solo tomamos una. También adoptamos una estrategia para ahorrar combustible… »

URL del texto original: http://www.michelcollon.info/articles.php?dateaccess=2008-02-04%2010:13:28&log=invites

Rocío Anguiano es miembro de Rebelión, Tlaxcala y Cubadebate. Esta traducción se puede reproducir libremente con fines no lucrativos, a condición de respetar su integridad y de mencionar al autor, a la traductora y la fuente.