En el tercer aniversario del 11 de septiembre, el primer ministro israelí Ariel Sharon merece ser reconocido como el gurú espiritual de la «guerra contra el terror», afirma la autora. Y el gobierno del gurú busca dejar claro que Rusia e Israel están involucrados en la misma guerra contra «una amenaza global del terror islámico»
El presidente ruso Vladimir Putin está tan harto de que lo interroguen acerca de su manejo de la catástrofe en Beslan que el lunes pasado arremetió contra los corresponsales extranjeros. «¿Por qué no se encuentran con Osama bin Laden?, invítenlo a Bruselas o a la Casa Blanca y hablen con él», demandó, y añadió: «Nadie tiene el derecho moral de decirnos que hablemos con asesinos de niños».
Putin no es un hombre al que le guste que duden de él. Afortunadamente, para él, aún hay un lugar donde está a salvo de toda crítica: Israel.
El lunes, el primer ministro Ariel Sharon le dio una calurosa bienvenida al ministro del Exterior ruso Sergie Lavrov en el marco de una reunión para fortalecer los lazos en la lucha contra el terror. «El terror no tiene justificación, y es hora de que el mundo libre, decente y humanista se una y luche contra esta terrible epidemia», dijo Sharon.
Hay poco que argumentar. La esencia del terrorismo consiste en hacer que inocentes sean el blanco, en pos de sus metas políticas. Cualquier afirmación hecha por perpetradores respecto a que luchan por la justicia está moralmente en bancarrota y conduce al barbarismo de Beslan: un cuidadoso plan para masacrar a cientos de niños en su primer día de clases.
Sin embargo, el pésame por sí solo no explica las muestras de solidaridad hacia Rusia provenientes de los políticos israelíes. El ministro del Exterior israelí, Silvan Shalom, comentó que la masacre mostró que «no hay diferencia entre el terror en Beersheba y el terror en Beslan». Y la agencia AP citó a un funcionario israelí no identificado que dijo que los rusos «comprenden ahora que no se trata de un problema local de terror, sino parte de una amenaza global del terror islámico. Los rusos quizá escuchen nuestras sugerencias esta vez».
El mensaje subyacente es inequívoco: Rusia e Israel están involucrados en la misma guerra, una que no es contra los palestinos que demandan su derecho a un Estado, o contra los chechenos que demandan su independencia, sino contra «una amenaza global del terror islámico». Israel, como el estadista mayor, reclama el derecho a poner las reglas de la guerra. No sorprende que las reglas sean las mismas que Sharon usa contra la Intifada en los territorios ocupados. Su punto de partida es que los palestinos, si bien pueden plantear demandas políticas, en realidad sólo están interesados en aniquilar Israel. De esta creencia básica se desencadenan las demás. En primer lugar, toda violencia israelí contra los palestinos es un acto de autodefensa, necesario para la supervivencia del país. En segundo lugar, cualquiera que cuestione el derecho absoluto de Israel a erradicar a su enemigo es un enemigo. Esto se aplica a las Naciones Unidas, a otros líderes políticos, a periodistas, a activistas por la paz.
Queda claro que Putin ha estado tomando notas, pero no es la primera vez que Israel juega el papel de mentor. Hace tres años, el 12 de septiembre de 2001, le preguntaron al ministro de Finanzas israelí Benjamin Netanyahu en qué afectarían los ataques terroristas en Nueva York y Washington a las relaciones entre Israel y Estados Unidos. «Es muy bueno», dijo. «Bueno, no muy bueno, pero generará una inmediata simpatía». El ataque, explicó Netanyahu, «fortalecerá los lazos entre nuestros dos pueblos, porque hemos experimentado el terror durante tantas décadas, pero ahora Estados Unidos experimentó una masiva hemorragia de terror».
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Es del conocimiento común que el 11 de septiembre comenzó una nueva era de geopolítica, caracterizada por lo que generalmente se llama la Doctrina Bush: guerras preventivas, ataques contra «infraestructura terrorista» (o sea, países enteros), la insistencia en que el enemigo sólo entiende a través de la fuerza. De hecho, sería más preciso llamar a esta rígida visión del mundo la Doctrina Likud. Lo que ocurrió el 11 de septiembre de 2001 es que la Doctrina Likud, previamente usada sólo contra los palestinos, fue retomada por la nación más poderosa de la tierra y aplicada a escala global. Se podría llamar la likudización del mundo, el verdadero legado del 11 de septiembre.
Por likudización no me refiero a que haya miembros clave de la administración de Bush que trabajan a favor de los intereses de Israel a expensas de los intereses estadunidenses -el popular argumento de «lealtad doble». Lo que quiero decir es que el 11 de septiembre Bush emprendió la búsqueda de una filosofía política que lo guiara en su nuevo papel de Presidente de la Guerra, un trabajo para el cual para nada estaba calificado. Encontró esa filosofía en la Doctrina Likud, convenientemente proporcionada por los apasionados defensores del Likud, ya instalados en la Casa Blanca. No requirió mayor pensamiento.
Durante los siguientes tres años, la Casa Blanca ha aplicado a su «guerra contra el terror» global esta importada lógica con una escalofriante coherencia. Fue la política guía en Afganistán e Irak, y bien podría extenderse a Irán y Siria. No se trata simplemente de que Bush asuma que el papel de Estados Unidos sea proteger a Israel del hostil mundo árabe. Se trata de que le otorgó a Estados Unidos el mismo papel que juega Israel, incluso enfrentan la misma amenaza. En esta narrativa, Estados Unidos libra una batalla sin fin por su supervivencia contra fuerzas totalmente irracionales que no buscan más que su completa exterminación.
Ahora, la likudización llegó a Rusia. En la reunión con los corresponsales extranjeros, The Guardian informa que Putin «dejó claro que ve la iniciativa por la independencia chechena como la punta de lanza de una estrategia de los islamistas chechenos, ayudados por los fundamentalistas extranjeros, para socavar todo el sur de Rusia y hasta propiciar problemas con las comunidades musulmanas en otras partes del país. ‘Hay musulmanes a lo largo del Volga, en Tatarstan y Bashkortostan… Esto tiene todo que ver con la integridad del territorio ruso’, dijo.» Antes sólo Israel estaba preocupado de que empujaran al mar.
Sí ha habido un drástico y peligroso incremento del fundamentalismo religioso en el mundo musulmán. El problema es que bajo la Doctrina Likud no queda espacio para preguntar por qué ocurre esto. No se nos permite señalar que el fundamentalismo crece en Estados fallidos, donde la infraestructura civil ha sido el blanco sistemático de la guerra, lo cual ha permitido que las mezquitas asuman la responsabilidad de todo, desde la educación hasta la recolecta de basura. Ha ocurrido en Gaza, en Grozny, en la ciudad de Sadr.
Sharon dice que el terrorismo es una epidemia que «no tiene fronteras ni bardas», pero este no es el caso. En todo el mundo, el terrorismo prospera dentro de las fronteras ilegítimas de la ocupación y la dictadura; pulula tras «las paredes de seguridad» levantadas por los poderes imperiales; cruza esas fronteras y escala esas bardas y explota dentro de los países responsables -o cómplices- de la ocupación y la dominación.
Ariel Sharon no es el comandante en jefe de la guerra contra el terror; ese dudoso honor lo mantiene Bush. Pero en el tercer aniversario del 11 de septiembre, merece ser reconocido como el gurú intelectual/espiritual de esta desastrosa campaña; un Yoda al que le gustan las armas, para todos los aspirantes a Luke Skywalker que andan por ahí entrenándose para sus épicas batallas del bien contra el mal.
Si queremos ver adónde nos lleva la Doctrina Likud nos basta con seguir al gurú a casa, a Israel -un país paralizado por el temor, que adopta políticas de parias, y que niega la brutalidad que a diario comete. Es una nación rodeada de enemigos y desesperada por tener amigos (a quienes define como aquellos que no le hacen preguntas, y, a cambio, ella generosamente les ofrece la misma amnesia moral).
Ese vistazo a nuestro futuro colectivo es la única lección que el mundo necesita aprender de Ariel Sharon.
Traducción: Tania Molina Ramírez. Copyright 2004 Naomi Klein