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Primera semana del pueblo tunecino

Siempre adelante

Fuentes: Rebelión

Fotos de Ainara Makalilo

¿Qué es una revolución? Una situación en la que se está más seguro, más tranquilo, más vivo, más protegido, mejor acompañado en la calle que en casa. Es quizás por eso por lo que todo el mundo, una y otra vez, todos los días, sin desfallecimiento ni retroceso, se lanza a las calles y se mantiene en ellas cuatro, cinco, ocho horas, resistiéndose a abandonar ese gran refugio abierto en el que se ha convertido la ciudad. «A partir de hoy, no tenemos miedo», exhibía una mujer un cartel por encima de su cabeza. Y qué hermosura de gente, qué hermosura de rostros sin miedo, qué embellecimiento inaudito el de unas miradas repentinamente liberadas de las legañas de la sumisión.

Como el agua que cae en cascada, como los fuegos de artificio que estallan abriéndose en cadena en el cielo, como el frenesí de la percusión, como la multiplicación de los panes y los peces, venían de aquí y de allá, uno y luego otro y más tarde otro, pequeños grupos organizados -reunidos al azar en las calles y coordinados a través de los teléfonos móviles- para concentrarse esta vez en la avenida Mohammed V, frente al ignominioso edificio de vidrio ciego del RCD, protegido por el ejército. En esta ocasión los manifestantes han cortado esta gran arteria de la capital, ocupando por completo la calzada y aislando el centro del tráfico rodado. La policía observa ceñuda y los soldados sonríen. La consigna más coreada esta vez es: «El pueblo quiere derrocar al gobierno» (ashaab iurid isqat al khukuma).

Seguimos hasta el final de la avenida, contra la corriente que llega, para acercarnos a la avenida Bourguiba. En la plaza 7 de Noviembre, el tanque de ayer tiene más ramos de flores, uno que le ha crecido en la boca del cañón, como un disparo de jacintos y amapolas. A las 12 del mediodía hay aquí mucha más presencia militar y menos policial; dentro de la alambrada de espino otras tres tanquetas y numerosos soldados se suceden frente al ministerio del interior, en el centro del bulevar. Pero es increíble. Porque ya no se puede hablar de una manifestación sino de un desparramamiento («mucha cosa feliz desparramada por toda la ladera», que diría Álvaro de Campos), de una expansión y asentamiento por todas las calles del centro. En el bulevar se forman corros -cuento hasta quince- de hombres y mujeres que discuten y tratan de establecer programas y estrategias. Son verdaderas asambleas populares cuyos miembros toman la palabra con un cierto desorden, alzando la voz, reclamando libertad de palabra. Es llamativa la mayor presencia hoy de mujeres de todas las edades y con un papel protagonista. En una de estas asambleas improvisadas en medio del bulevar, cuando la discusión impide escucharse, son precisamente dos mujeres -una velada y con aspecto de islamista, la otra claramente laica e izquierdista- las que imponen silencio recordando que «no hay más que un pueblo y todos forman parte de él».

Es en estas asambleas donde queda más clara una cierta fractura que está por resolver, que se está resolviendo. Las direcciones de los partidos y sindicatos se reúnen hoy en Bab-al-Asal; los abogados se manifiestan frente al Palacio de Justicia; y la llamada «sociedad civil», esa vaga constelación de artistas, intelectuales, activistas por los derechos humanos, trata de reestructurar y liberar las organizaciones oficiales en las que habían quedado atrapados, como moscas en ámbar. Aquí en la calle, son los jóvenes, los empleados, los trabajadores manuales -el pueblo- los que toman la palabra en estas asambleas pedestres, porque las forman gente de a pie, en las que voces enfervorizadas de líderes volátiles insisten en el gran descubrimiento de sus vidas: «Esta es la revolución del pueblo», dice un joven ceñido en una falsa chaqueta de cuero, de rostro decidido y bien tallado, «y no estamos dispuestos a entregársela a ningún líder». Y añade en medio de los aplausos: «Todos los cuadros del CDR, de los secretarios al presidente, tienen que ser depurados».

Lo importante -lo impresionante- es que todos están organizándose sin esperar a tener un gobierno. Por la mañana leo la iniciativa de un grupo de ciudadanos que propone la creación de un Frente de Liberación Popular de Túnez, al margen de los partidos pero que también los interpela, para expresar algunas reivindicaciones comunes a todos: «llamamos a continuar la creación de comités populares sobre todo el territorio tunecino y en el extranjero y a su coordinación, a fin de organizar la lucha del pueblo y alcanzar su derecho legítimo: el acceso al poder». El comunicado llama también a la defensa del país por parte de estos mismo comités en colaboración con el ejército -al que invita a reforzar la confianza del pueblo- al mismo tiempo que pide la disolución del gobierno, de la policía política y del RCD, la nacionalización de los bienes del partido y del clan Ben Alí y el juicio de todos los responsables del saqueo de la nación. Más importante que todo esto: en el interior del país se forman ya consejos que gestionan las vidas de los pueblos. En Qasserine, uno de los símbolos de la revolución tunecina, tumba de mártires, cuna del nuevo día, una verdadera Comuna formada por sindicatos, partidos de izquierdas y células juveniles, han pasado a dirigir el «gobernorado», devolviendo a las fuerzas del orden a sus cuarteles. Aquí y allí todos reclaman la disolución del RCD y el gobierno provisional y el establecimiento de una asamblea constituyente.

Puntos muy parecidos incluye el comunicado de la «Coalición de cineastas libres» que se celebra en esos momentos -a las 13 h.- en la Maison de la Culture Ibn Khaldun, ocupada por los trabajadores de la imagen para una asamblea de urgencia. En ella se declara suspendida de hecho la censura y, tras acaloradas discusiones (en las que se usan las sillas como tribunas) y la lectura del acuerdo, que pide una proceso constituyente y elecciones libres, la asamblea se disuelve para sumarse a la calle: «Los cineastas somos ciudadanos como cualesquiera otros», dice un enérgico sesentón de bigote amarillento, «y tenemos que unirnos al pueblo». Bajamos todos las blancas escaleras de estilo colonial para volver a la calle.

El pueblo sigue frente al edificio de la RCD, donde se han producido algunos cambios. Sobre la verja de entrada un gran cartel declara: «Casa de la revolución del pueblo». Y arriba, a sesenta metros de altura, figuras humanas diminutas trabajan en el desmantelamiento de las letras que componen el nombre del partido. Consiguen arrancar la palabra «tayamua» (Rassemblement) y desde ese montaña de injusticia la dejan caer; se precipita arrugándose en el aire para quedar prendida en un alero en medio de los vítores y aplausos de la multitud. Pero eso no basta. Aún queda, encima de la gran puerta de cristal roto por las piedras, en el pretencioso dintel, el nombre rimbombante del partido grabado sobre el mármol. Los jóvenes situados en primera línea empujan la verja para entrar en el recinto y los militares, que hasta entonces han permanecido impasibles, disparan al aire tres descargas nutridas de fusil. La muchedumbre se dispersa, pero lo hace como si estuviese unida por muchas gomas a un centro invisible que tirase de los extremos. Tras el minuto de pavor, se vuelve hacia el edificio del RCD. Mientras regresamos por una callecita lateral un joven soldado, verdaderamente bello, nos dice sonriendo con picardía, el arma inclinada hacia el suelo:

– Bueno, basta por hoy. Volved mañana.

Pero volvemos hoy. La vanguardia de la manifestación, de nuevo pegada a la verja, negocia con los militares del interior, que dejan pasar a cinco o seis personas. Unos minutos más tarde se asoman por las ventanas, por encima del dintel, y dejan caer unos cables entre la pared y las letras en relieve que componen el nombre en árabe del partido. Debajo espera una camioneta. Después de varias tentativas fallidas, entre el fervor de la gente, las letras van siendo arrancadas, junto a losas de mármol, de la pared. Ya no existe el RCD; es realmente la Casa de la Revolución del Pueblo, un futuro hospital infantil -se reclama a gritos- en una ciudad que sólo tiene uno.

Luego, de acuerdo con los militares, la multitud se va alejando por Mohammed V, pero sólo para reencontrarse -desde diversos afluentes- en la calle Bourguiba, donde ahora domina la presencia policial, señal quizás de una inminente carga dispersiva. Pero aún se recorre varias veces la avenida, arriba y abajo, en dos grupos procedentes de direcciones inversas que se encuentran en el centro. Se canta de nuevo el himno nacional. Jóvenes se suben a las farolas enarbolando banderas y consignas. Pasa una familia con cinco niños que exhiben carteles denunciando el horror del régimen y exigiendo la disolución del gobierno. No es revuelta, no, ni protesta ni griterío. Es revolución.

En casa, por la noche, bajo el toque de queda, compartimos la casa con Amín, Ainara, Mohammed e Inés. No tenemos ya ni vino ni cerveza, pues en estos días no puede comprarse, pero sí un resto de orujo gallego y unos puros cubanos. Festejamos el día, los días venideros. Inés cuenta que los asaltos de la noche pasada en algunos barrios populares respondían a la tentativa de las milicias negras de interrumpir el abastecimiento de verduras y alimentos en la ciudad. Mohamed, profesor de Bellas Artes y ex militante del Partido del Trabajo Democrático Patriótico, de filiación marxista, enumera todas las iniciativas en marcha destinadas a consolidar un recambio institucional a partir de la ya embrionaria coalición entre la UGTT, los partidos de oposición y los consejos juveniles surgidos en estos días.

– La izquierda escondida, reprimida durante años, ha salido a la luz -dice-. Ha estallado. Y si queda mucho camino por recorrer antes de depurar el aparato del Estado, y muchos peligros que conjurar, hay ya un recambio. Hay una estructura preparada para dar realmente el poder al pueblo.

Inés canta una canción que habla de la hija de la luna, enamorada de un extranjero exiliado que ama su país. Y escuchamos La Estaca de Lluis Llach. Nos emocionamos. Pero nos emocionamos sobre todo viendo un vídeo doméstico rodado estas noches atrás en Jebel Lakhmar, una auténtica «favela» de la periferia de la capital, foco de reyertas y delitos donde hasta hace unos días nadie se atrevía a entrar. En él se ve a decenas y decenas de jóvenes armados con cuchillos y machetes en medio de la noche, tocados con pañuelos blancos, distintivo de los comandos de defensa. Cantan y bailan e interpelan a la cámara: «Mirad, no somos peligrosos, nos amamos; defendemos nuestro barrio y nuestro país. Estamos orgullosos de ser tunecinos». Allí, como en otros barrios populares de la ciudad, se han invertido los papeles y los jóvenes, en sus retenes de control, han parado a la policía que los paraba siempre a ellos, les han hecho salir del coche, les han pedido los papeles, les han registrado con las manos en alto y luego, con una educación exquisita, les han dejado pasar.

La noche esta noche no cae. Extiende su manto. 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

rCR