«El gobierno Bush debe explicar inmediatamente quién supervisó y aprobó un memorándum clasificado de alto nivel del Pentágono que pretende justificar el uso de la tortura.» Human Rights Watch formuló esta exigencia el pasado martes 8. Con razón. El día anterior aparecieron en The Wall Street Journal fragmentos del memo que, entre otras cosas, asegura […]
«El gobierno Bush debe explicar inmediatamente quién supervisó y aprobó un memorándum clasificado de alto nivel del Pentágono que pretende justificar el uso de la tortura.» Human Rights Watch formuló esta exigencia el pasado martes 8. Con razón. El día anterior aparecieron en The Wall Street Journal fragmentos del memo que, entre otras cosas, asegura que W. Bush, en su calidad de comandante en jefe de las fuerzas armadas, tiene facultades prácticamente ilimitadas para declarar la guerra y violar las disposiciones internas y los convenios internacionales contra la tortura de los que EE.UU. es Estado parte. La expresión «el presidente cree que está por encima de la ley» que suelen utilizar sus críticos ha adquirido realidad documental: fue jurídicamente fundamentada por expertos del Pentágono y del Departamento de Justicia.
Donald Rumsfeld estampó en el memorándum el sello «secreto» el 6 de marzo de 2003, en vísperas de la invasión a Irak, y la revelación de su existencia se produce cuando arrecian las acusaciones -y las evidencias- de que el Pentágono está tratando de encubrir la verdadera magnitud del uso de la tortura en los interrogatorios que sus efectivos infligen en Afganistán, Irak, Guantánamo y a saber dónde más. Rumsfeld ordenó el inicio de seis investigaciones sobre el trato propinado a los prisioneros iraquíes y afganos, pero ninguna está destinada a determinar la responsabilidad en la materia de los altos jefes militares y de la conducción civil del Departamento de Defensa. La teoría oficial es que los soldados fotografiados en la prisión de Abu Ghraib son un puñadito de «manzanas podridas». El resto del cajón está sano.
El memorándum tiene más de 100 páginas, aborda una serie de aspectos jurídicos relacionados con los interrogatorios y define los grados «legales» de dolor físico y de manipulación psicológica aplicables a los prisioneros. Las páginas desclasificadas son las primeras 56 y se refieren a los presos afganos en Guantánamo que, por orden de W. Bush de fecha 13 de noviembre de 2001, no son considerados prisioneros de guerra y pueden ser torturados hasta la muerte. Un capítulo titulado «Consideraciones relativas a la política» inicia la parte no desclasificada. La fundamentación de tan extraordinario documento -antecedente de los métodos aplicados en Irak- es cosa vieja: «Como nada es más importante que ‘obtener inteligencia vital para la protección de incontables miles de ciudadanos norteamericanos’ -cita The Wall Street Journal-, las restricciones corrientes al uso de la tortura pueden no respetarse». Las torturas entonces deben ser «severas» y «de un nivel de intensidad tan elevado que impidan al sujeto soportarlas». Los autores del protoloco ilustran acerca de cómo se puede defender la impunidad de tales prácticas: se aducirá que son «necesarias» para evitar un ataque y/o se recurrirá al argumento de la «obediencia debida» que las víctimas de las dictaduras militares latinoamericanas bien conocen.
«A fin de acatar la facultad constitucional del presidente de lanzar una campaña militar… (la prohibición de la tortura) debe considerase inaplicable a los interrogatorios realizados de conformidad con su autoridad de comandante en jefe», estableció el grupo de distinguidos abogados que, con el consejero general del Pentágono William J. Haynes al frente, redactó el documento luego de efectuar consultas con el Estado Mayor Conjunto de las fuerzas armadas, el Departamento de Justicia y casi todos los 16 servicios de espionaje del país. Según esos expertos, el Congreso no tiene competencia para intervenir cuando militares o funcionarios de EE.UU. se dedican a torturar. Y además: «En ocasiones, el bien superior de la sociedad requerirá que se viole la letra de las disposiciones del derecho penal». Dicho de otra manera, la democracia no tiene por qué observar su propia legalidad. Puede violarla democráticamente.
Kenneth Roth, director ejecutivo de Human Rights Watch, recordó que se conocía el interés de la cumbre del Pentágono por emplear la tortura y evadir al mismo tiempo las consecuencias legales. Es una pretensión reiterativa de la Casa Blanca, que demanda siempre inmunidad para sus tropas cuando participan en ejercicios militares en otros países. «Si alguien pensara todavía -advirtió Roth- que los abusos cometidos en Abu Ghraib fueron imaginados por un grupito apenas de soldados y sargentos, este memorándum debería terminar con semejante mito.» El macartista procurador general de EE.UU. John Ashcroft, en uso de la cantilena oficial, declaró el martes 8 ante el Comité de Justicia del Senado que el gobierno Bush se oponía a la tortura, pero se negó a entregar el documento, que varios senadores solicitaron, y éstos le advirtieron que su actitud podría considerarse un desacato al Congreso. El vocero del Pentágono Lawrence Di Rita, por su parte, afirmó a la prensa que se trataba de un borrador y que los 24 métodos de interrogatorio aprobados por su jefe Donald Rumsfeld no eran en realidad torturas. Por ejemplo, el aislamiento de prisioneros durante un mes o más, los interrogatorios de 20 horas seguidas durante tres días seguidos, las amenazas de atacar con perros y otros tratos gentiles que las fotos tomadas en Abu Ghraib se encargaron de registrar.
Esas conductas violan los convenios de Ginebra de 1949, ratificados por EE.UU. en 1955, que prohíben toda forma de «coerción física o mental» de los prisioneros de guerra; los pactos internacionales de derechos civiles y políticos; la Carta de las Naciones Unidas; la convención de la ONU contra la tortura, también ratificada por Washington, que establece que «ninguna circunstancia excepcional, trátese del estado de guerra o de amenaza de guerra, de inestabilidad política interna o de cualquier otra emergencia pública, puede ser invocada para justificar la tortura»; disposiciones estadounidenses como la ley sobre crímenes de guerra de 1996, que considera punible la comisión de torturas, o el estatuto federal contra la tortura de 1994, que castiga al nacional o al habitante de EE.UU. que tortura o intenta hacerlo, o la garantía constitucional que prohíbe los tratos «crueles e inhabituales». Claro que, como propone el memorándum de marras, ni el Congreso estadounidense ni la Constitución del país ni los convenios internacionales tienen entidad o latitud para lastimar un hecho indiscutible: el gobierno Bush está por encima de todas esas pequeñeces, puras pequeñeces, no más que pequeñeces.