Traducido por Gonzalo Hernández Baptista para Rebelión y Tlaxcala
Con un poderoso esfuerzo de la imaginación es posible incluso encontrar algo que alabarle al gobierno de Prodi. Primero fue la subsecretaria del Ministerio de Asuntos Exteriores, Patrizia Sentinelli, y luego nada menos que el titular del ministerio, Massimo D’Alema, quienes han criticado abiertamente los bombardeos aéreos estadounidenses en el sur de Somalia. Lo que considero más digno de mención es que no se han limitado a los habituales y predecibles comentarios de realismo político («no empeoremos una situación ya difícil…», etcétera, etcétera). Por el contrario, sin dar demasiados rodeos se ha planteado el problema de que, si por un lado es del todo hipotético algún miembro de la red de al-Qaeda se encuentre de hecho en la zona caliente, lo cierto es que la artillería aérea de los AC130 ya ha segado decenas de civiles inocentes.
La rápida respuesta de la Casa Blanca también revela que no eran las típicas frases de circunstancias. Han tenido que recordar las «difíciles decisiones» a las que se han visto obligados para entrar en esta cruzada contra el Islam, a la que le han dado el nombre de «Guerra contra el terror».
He dicho «imaginación» porque por una vez me gustaría ver el bien donde probablemente el bien no exista. Es decir, quiero creer que además de haber asumido una posición de elemental decencia, el gobierno italiano también ha actuado en consideración con las deudas históricas que tenemos con el pueblo somalí, que por una vez han prevalecido sobre las conveniencias imperiales. Con mucha torpeza, en 1993 tuvimos la idea de socorrer a aquel país -repleto de memorias del pasado colonial- con personal armado, en vez de con médicos y ayuda humanitaria. Estábamos tan obsesionados por el mito de la «misión de paz» -elaborado por la administración de Bush padre- que pensamos que los somalíes agradecerían el regreso a sus calles de los viejos dueños coloniales en uniforme. No fue así. Nosotros tuvimos varios muertos, y allí dejamos otro recuerdo de prostitutas maniatadas para diversión de los nuestros entre los tanques de la misión Folgore, jóvenes «interrogados» con picanas rodeándoles los testículos y una amplia documentación sobre los insultos racistas en los registros dirigidos a la población local. Todos estos hechos resonaron en las actas parlamentarias de la comisión, presidida por Ettore Gallo. Hechos olvidados, naturalmente.
Me gustaría pensar, entonces, que esta vez queremos honrar los lazos históricos con el pueblo somalí actuando sinceramente como hermanos mayores. Si, como sabemos, toda la propaganda colonial la hacen los «hermanos mayores» que acuden en ayuda de los «hermanos menores» en dificultades, y admitiendo pero sin aceptarlo que estas dificultades existían ya de veras, está claro que al final los beneficiarios del socorro se quedan con un palmo de narices. Si pensamos luego en la banda sonora de nuestras desaliñadas aventuras coloniales («Trípoli, buena tierra para el amor…», «Carita negra, bella abisinia…») [1], se diría que nosotros, italianos, más que en los hermanos estábamos pensando en las hermanas, que hasta aquel momento se deberían haber aburrido bastante… Pero si se actúa con honradez de intención las palabras pierden su ambigüedad, y «hermano» se convierte, pues, en una bonita palabra. Y en cuanto a lo de ser «hermanos mayores» sencillamente quiero decir que en el terreno internacional el pueblo somalí no tiene voz alguna, mientras que Italia la tiene, sobre todo ahora que está en el Consejo de seguridad de las Naciones Unidas. Y la ayuda que tenemos que ofrecer a los somalíes es sencillamente la de ser personas competentes en su propia casa. A ser posible, en una Somalia apaciguada y segura, aunque ésta sea ante todo una tarea de los somalíes.
La primera dificultad de esta empresa está en un gobierno, el Gobierno Federal Transitorio, que hasta ahora sólo ha estado sostenido por las bayonetas etíopes y usamericanas. La «comunidad internacional» tuvo a bien reconocerlo como la autoridad legítima de la nación somalí, después de que en el 2004 tomara posesión en una conferencia internacional, celebrada en Kenia. Durante dieciocho meses los miembros de este gobierno se pelearon entre ellos sólo para decidir dónde tenían que tomar esta posesión. Luego, tropas etíopes -el enemigo histórico de los somalíes- intervinieron para permitirles levantar el chiringuito en Baidoa, por ser Mogadiscio demasiado peligrosa. Desde entonces la influencia del Gobierno Federal Transitorio no ha ido ni un centímetro más allá de la periferia de la ciudad. Recientemente, la posterior invasión a gran escala de Somalia por parte de Etiopía la decidió el actual dictador de Adís Abeba, Meles Zenawi, que de este modo mató dos pájaros de un tiro, primero, asegurándose la alianza con la única superpotencia mundial -que lo pondría al reparo de cualquier crítica-, y en segundo lugar atajando el modelo de islamización que los Tribunales Islámicos estaban desarrollando con éxito en Somalia, y que habría podido extenderse a Etiopía. De Etiopía se dice que es un país cristiano, pero hasta el World Fact Book de la CIA afirma que la población musulmana está ente el 45 y el 50%.
No perdamos de vista a Meles Zenawi, en cualquier caso. Es el personaje con un poco de importancia en la escena internacional que tiene más probabilidades de seguir la parábola de Saddam Hussein, cuando Washington ya no tenga necesidad de que alguien le haga el trabajo sucio en África Oriental. Ya existe un buen pretexto para echarle una robusta cuerda de cáñamo al cuello y, así, permitirle al sucesor de Bush decir que «se hecho justicia». Una investigación ha verificado que en 2005, durante la campaña electoral en Etiopía, 193 manifestantes desarmados fueron asesinados, la mayor parte de ellos con un tiro en la cabeza. En la matanza de Duyail, sobre la que se basa la condena a muerte de Saddam, sólo 143 chiíes murieron. El expediente por ahora incomoda a todos, y por lo tanto nadie habla de ello. Pero nunca se sabe.
Si realmente se mira por el interés del pueblo somalí, en cualquier caso, igualmente discutible sería confiar en una conflagración armada entre facciones opuestas, en nombre del enfrentamiento «antiimperialista». También en esto observo una paradójica forma de colonialismo. Es decir, confiar a pueblos del Tercer Mundo, afligidos por todo tipo de problemas, la tarea de combatir nuestros enfrentamientos ideológicos mientras nosotros navegamos cómodamente por Internet. Absurdamente, llamamos «solidaridad internacionalista» o «antiimperialista» a las aclamaciones con que acogemos el recuento de los muertos por uno u otro bando. En el caso de Somalia, sería sólo posible al precio de una enorme tergiversación. Es cierto, los Tribunales Islámicos habían suscitado mucha aprobación y simpatía, no sólo en Somalia, sino también entre los somalíes de la numerosa diáspora, de Roma a Toronto. Parecía mentira poder pasear por fin tranquilamente por las mismas ciudades sin el riesgo de ser extorsionados o algo peor por un adolescente con un kalashnikov, prohijado por algún señor de la guerra.
La expresión «ley y orden», tan merecidamente siniestra en Occidente, pareció en Somalia por fin como una bonita utopía próxima a realizarse. Pero esto no significa que todo fuera coser y cantar. No todos los somalíes, aunque fueran musulmanes, aceptaban de buen grado que el restablecimiento de una autoridad pública respetable viniera por la aplicación de la sharía, ni tampoco estaban contentos con que el precio de la nueva libertad de movimiento en sus ciudades fuera el cierre de los cines y la prohibición de escuchar música occidental.
Nadie podrá decir en qué se habría convertido de aquí a cinco años el régimen de los Tribunales Islámicos. Quizás habría surgido una república islámica moderada, capaz de realizar una amplia reconciliación nacional, y podría ofrecer un modelo de convivencia entre muchos credos religiosos y opiniones políticas; pero también es posible que se hubiera convertido en un régimen opresivo como el de los talibanes, basado a la postre en el atropello con las armas. Ante esta incertidumbre, el gran favor popular que había sabido granjearse sólo se puede explicar por las desamparadas condiciones de una nación que, ya extremadamente pobre desde 1991, es decir, desde la caída del régimen filo-usamericano de Siad Barre, vivía sin un gobierno central, con un pueblo entero secuestrado por la violencia de los señores de la guerra.
Por muy repugnante que sea el Gobierno Transitorio, y por muy antipática que le resulte a los somalíes una influencia etíope sobre su suerte nacional, tendremos que esperar que si se llega a una solución, sea por medios pacíficos y negociaciones. La fórmula sería la ampliación de las bases de consenso del actual gobierno por medio de una alianza con los elementos «moderados» de los Tribunales Islámicos. Pero esto no es nada sencillo. No todos los Tribunales Islámicos son iguales. Algunos tienen una ideología islamista radical y yihadista mucho más marcada que los otros. Pero también estos son los Tribunales cuyas milicias son más fieles y motivadas, y por lo tanto aquellos que tendrán mayor probabilidad de saltar al terreno armado. Las otras milicias obedecieron sobre todo a una fidelidad de clan que ahora, oportunamente, podría o empujarles a unirse al gobierno -proveyéndole una capacidad militar de la que ahora carece casi por completo- u optar por el viejo sistema de los señores de la guerra, viviendo como parásitos sobre las espaldas de la población. Se entiende que si las conversaciones para una solución pacífica se hacen con arreglo a una lista de buenos y malos que guste a Washington, el éxito de una reconciliación nacional es muy dudoso.
Una muestra de la catadura moral del Gobierno Transitorio se puede deducir de las palabras del presidente Abdullahi Yusuf, que ha defendido el «derecho» de los usamericanos a bombardear aldeas somalíes y matar a civiles inocentes. Toda una demostración de entusiasmo colaboracionista poco alentador en aras del trabajo de pacificación que tan desesperadamente necesita el pueblo somalí. La decisión de Bush de mandar otros 20.500 soldados a Iraq, a pesar del viraje demócrata del Congreso, demuestra que la línea por la que se guía la administración todavía es la de marzo de 2003. Bajo esta óptica, los proyectos de desarrollo de la base militar usamericana de Djibouti, donde actualmente se encuentra el mando de las operaciones en África, y en un futuro una fuerza de intervención rápida que pueda tener bajo control la situación africana en el oeste y el Océano Índico en el este (más allá del Cuerno de África están Yemen y Arabia Saudí), podrían establecer el criterio para tratar el caso somalí. Si USA prefiere tener un régimen cliente y subalterno, sostenido por el apoyo militar usamericano y etíope (como es verosímil) no hay necesidad de una reconciliación nacional, y el pueblo somalí podrá quedarse aislado. Si esto no se conformara con la nueva servidumbre -como nunca ha ocurrido en pasado-, el único camino que le quedaría sería la rebelión armada.
Para nosotros, italianos, ayudar a los somalíes a evitar este desastre podría ser un bonito modo de saldar las cuentas del pasado.
[1] Son versos de dos canciones fascistas [N del T]
* Gonzalo Hernández Baptista es miembro de Rebelión (www.rebelion.org) y Tlaxcala (www.tlaxcala.es), la red de traductores por la diversidad lingüística.
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