Traducción del inglés para Pueblos: Pedro C. Solla.
La nefasta política exterior de Estados Unidos ha dado a luz un nuevo nido violento de antiamericanismo en el turbulento Cuerno de África debido a la orquestación de la invasión a manos etíopes de una nueva capital musulmana de la Liga Árabe, en lo que constituye un claro mensaje de que ninguna metrópolis árabe o musulmana disfrutará de impunidad a menos que se amolde a los fundamentales intereses regionales de Estados Unidos.
Respaldada por EE UU, la invasión etíope de la capital somalí, Mogadiscio, el pasado 28 de diciembre está estrechamente conectada en cuanto a motivos, métodos, metas y resultados con los prolongados patinazos de EE UU en Irak, Líbano, Siria y Sudán, al igual que en Irán y Afganistán, pero sobre todo en los territorios palestinos ocupados por Israel.
Mogadiscio es la tercera metrópolis árabe, tras Jerusalén y Bagdad, en caer bajo la acción imperialista estadounidense -bien de manera directa, bien indirecta, a través de Israel, Etiopía u otros poderes- y la cuarta si tenemos en cuenta la ocupación temporal de Beirut a manos de Israel en 1982. El empeño de EE UU en rediseñar el mapa de Oriente Medio recuerda a la desmembración colonial franco-británica de la región a través del acuerdo Sykes-Pico y a buen seguro, igual que entonces, hará brotar la semilla del rechazo panárabe bajo la expresión de una fuerza unificadora panislámica.
El despropósito de EE UU en Somalia no puede resultar más humillante para el pueblo somalí. Washington ha confiado a su aliado etíope, el enemigo nacional histórico de Mogadiscio, la misión de restaurar la ley y el orden en el mismo país que Addis Abeba ha tratado incesantemente de desmembrar y desintegrar; además, ha convertido a Etiopía en el único país vecino que formará parte de las fuerzas internacionales en Somalia tras la invasión, con el apoyo de Naciones Unidas a sugerencia estadounidense. Esto prepara el escenario para la insurgencia general y engendra un nuevo foco de antiamericanismo.
La manipulación está a la vista de cualquiera. La nueva alianza regional antiárabe y antimusulmana capitaneada por Estados Unidos ha pasado de la teoría a la práctica. Los invasores etíopes han tomado el poder en Somalia tras la rendición de las fuerzas de las Cortes Islámicas Unidas (UIC), que han rechazado una oferta de amnistía a cambio de entregar las armas y se han negado al diálogo sin condiciones con los invasores. La retirada de las UIC de los núcleos urbanos recuerda a la desaparición del ejército iraquí y también a la del gobierno talibán en Afganistán, advirtiéndonos que en Somalia pueden darse unas secuelas parecidas y un cambio semejante de estrategia militar que desemboque en una guerra de guerrillas.
Los líderes de la UIC ahora clandestinos prometen guerrilla y conflicto urbano permanente. Las tácticas «terroristas» son su mejor arma prevista y los objetivos de EE UU están ligados a la invasión etíope. No es necesario especular demasiado para concluir que la política de la administración Bush en el Cuerno de África amenaza vidas estadounidenses, así como la estabilidad regional.
Según el Consejo de Relaciones Exteriores en Nueva York, «puesto que los Estados Unidos han señalado a Somalia como lugar de acogida de sospechosos de Al-Qaeda, el conflicto de poderes etíope-eritreo aumenta las oportunidades de infiltración terrorista en el Cuerno y el Este de África y de formación de un conflicto regional más amplio», en el que Estados Unidos se vería profundamente involucrado.
El 1 de enero, Eritrea acusó a EE UU de estar detrás de la guerra en Somalia. «Esta es una guerra entre los americanos y el pueblo somalí», declaró a Reuters el Ministro eritreo de Información Ali Abdu.
La administración de EE UU no observó perjuicio en mantener el dividido país como una presa fácil para los señores de la guerra y como escenario de violentas disputas tribales desde 1991, probablemente por encontrar en ese statu quo otra garantía -por defecto- de sus intereses regionales. Este país, que está entre los más pobres del mundo, podría haber vivido eternamente sumido en el caos político y la tragedia humanitaria, si no fuese por la emergencia del movimiento rural e indígena de las UIC, que proporcionaron una cierta seguridad social y orden bajo apariencia de gobierno central e hicieron algunos progresos en el camino a la unificación del país.
A fin de apropiarse de un derecho de preferencia en los intensivos esfuerzos que árabes, musulmanes y europeos dedicaban a la mediación entre las UIC y el gobierno de transición, Washington movió ficha rápidamente para cerrar la resolución 1725, del 6 de diciembre, del Consejo de Seguridad de la ONU, reconociendo así el gobierno de Baidoa -organizado en Kenia por aliados estadounidenses y dominado por los señores de la guerra- como autoridad legítima en Somalia tras enviar al general del ejército John Abizaid, jefe del mando central estadounidense, a Addis Abeba para reunirse con el primer ministro Meles Zenawi y discutir cómo sacar del apuro al asediado gobierno de transición mediante una intervención militar etíope.
La resolución 1725 también instaba a todos los Estados miembros, «en particular a los de la región», a inhibirse de interferir en Somalia. Sin embargo, apenas se firmó la resolución, Washington ya la había violado al proveer de entrenamiento, inteligencia y asesoramiento a más de 8.000 tropas etíopes que se precipitaron hacia Baidoa y sus alrededores antes de la verdadera invasión, un hecho repetidas veces negado por Washington y Addis Abeba pero confirmado por fuentes independientes.
Para contener las consecuencias, Washington ha intentado en vano distanciarse de la invasión etíope y varios funcionarios del gobierno han negado insistentemente que se haya estado utilizando a Etiopía como apoderado en Somalia. Además, tratan de restar importancia a la propia invasión: «El Departamento de Estado ha entregado guías internas a sus funcionarios conminándoles a minimizar la invasión en comunicados públicos», dice una copia de la directiva obtenida por The New York Times.
¿Misión cumplida?
«Misión cumplida», rezaba el Daily Monitor de Addis Abeba tras la toma etíope de Mogadiscio, anunciando así una nueva alianza regional de Estados Unidos al sur del corazón petrolífero árabe en la Península Arábiga e Irak. En 2003, la misma frase adornaba una pancarta situada tras el presidente George W. Bush mientras declaraba el fin de las operaciones de combate en la invasión de Irak. Todos los indicios apuntan a que la misión de Estados Unidos en Somalia no será menos fallida o menos engañosa que la de Irak.
La política exterior de EE UU ha sembrado las semillas de un nuevo movimiento nacional y regional de antiamericanismo violento en el mundo árabe, el corazón de lo que los estrategas occidentales llaman Oriente Medio, al conseguir en Somalia lo que no pudo conseguir en Líbano hace unos meses: por un lado, Washington logró impedir que Naciones Unidas impusiese un alto el fuego hasta que la invasión etíope se hizo con Mogadiscio; por otro, la resistencia libanesa y la unidad nacional impidieron que los invasores israelíes sacasen partido de la luz verde de Estados Unidos para alcanzar sus objetivos en Beirut.
En ambos casos, Washington se ha servido de la cara amable de la ONU para esconder sus intenciones reales de respaldar las invasiones israelí y etíope, repitiendo el contexto de Irak, y en ambos casos propiciando una intervención militar para abortar los esfuerzos de mediación y diálogo nacional que pudiesen resolver los conflictos internos pacíficamente.
En Somalia como en Irak, Washington está además tratando de delegar la misión de instalar un régimen afín cuyos líderes, subidos a sus tanques invasores, entren a formar parte de una fuerza multinacional en la que los países vecinos no estarán representados, con la única intención de prohibirles después a éstos cualquier interferencia en los asuntos internos de Somalia, tal como sucede con Irán y con Siria en relación con el Irak ocupado.
La administración Bush ha manifestado su comprensión por las razones de seguridad que han incitado a Etiopía a intervenir en Somalia. De este modo, Washington ha vuelto a utilizar su guerra declarada contra el terror como pretexto para justificar la invasión etíope como una guerra preventiva de autodefensa, solamente para crear el mismo clima contraproducente que sin duda exacerbaría la violencia y acrecentaría la disputa nacional hasta convertirla en un conflicto regional más amplio.
Las verdaderas razones de seguridad de Etiopía
A escala regional, el pretexto estadounidense del que Addis Abeba se ha servido para justificar la invasión apenas puede disimular la aspiración histórica y estratégica de Etiopía, país cerrado al mar, de conseguir una salida al Mar Rojo a través de Somalia, única vía posible hacia su meta desde que la independencia de Eritrea le privó de su aspiración al puerto de Assab.
Un visto bueno a una solución pacífica con Somalia y Eritrea sería la única opción alternativa para que Etiopía encontrase una salida al mar -por el Mar Rojo, por el Golfo de Adén y Bab el Mandeb o por el Mar de Arabia, y a través de estas rutas por el Mediterráneo o el Índico-. Esta opción es preceptiva por el antiguo sueño de la Gran Etiopía que ha sido tentación de los regímenes sucesivos del emperador Hailie Selassie, el militarismo marxista de Mengistu Haile Mariam y el régimen opresor, auspiciado por EE UU, de Meles Zinawi, pero que ha sido contravenido militarmente por el único país con apariencia de Estado-nación y con capacidad militar dentro de un vecindario regional desintegrado y reducido a una de las comunidades más pobres del mundo por la lucha tribal sembrada por los poderes coloniales británico, francés e italiano. De ahí las guerras de Etiopía con Eritrea y Somalia.
El temor eritreo a una invasión etíope de Assab vía Somalia es realista y legítimo, en primer lugar porque las fronteras de Etiopía, al igual que las israelíes, aún no han sido demarcadas; en segundo lugar, porque las ansias etíopes de lograr un acceso marítimo como objetivo estratégico aún siguen en pie y porque la opción militar sigue siendo una vía posible para conseguirlo, habida cuenta del virtual estado de guerra que aún gobierna sus relaciones con Somalia y Eritrea. De ahí los informes sobre la intervención eritrea en Somalia, desmentida por Asmara, y las advertencias regionales e internacionales contra la posible evolución de la invasión etíope hacia un conflicto regional más amplio que pudiese incluso involucrar a Yibuti y Kenia.
Dentro de Etiopía, los regímenes sucesivos desde Hailie Selassie se las han ido arreglando para mantener la estructura demográfica del país como alto secreto de Estado y no han dejado de reforzar la engañosa imagen de Etiopía como la nación cristiana que ha sido durante cientos de años, si bien a duras penas han podido ocultar las confirmaciones independientes de que al menos la mitad de la población es ya musulmana, un hecho que no está representado en la estructura de la elite dominante, pero que sirve para explicar las políticas opresoras del régimen apoyado por los Estados Unidos.
Aquí yacen los miedos verdaderos de las elites dominantes etíopes ante la emergencia de una Somalia unificada y ante el impulso que esto podría dar al Frente de Liberación Nacional Ogaden, que representa al millón y medio de musulmanes pertenecientes a etnias de origen somalí que habitan la región desértica de 200.000 kilómetros cuadrados ocupada por Addis Abeba, región que motivó la guerra entre ambos países entre 1977 y 1988 y que continúa siendo un hervidero de fricción bilateral.
Una Somalia unida e independiente y un Ogaden liberado o rebelado privarían sin remedio a Etiopía de su corredor desértico hacia la costa y conllevarían efectos adversos, cuando no desequilibrios decisivos, en la situación interna de Addis Abeba. Es verdad que la potencial infiltración de Al-Qaeda en la zona es más que probable en caso de que así ocurriese, pero esto constituye un pretexto de lo más inflado cuando se utiliza, como ha hecho Addis Abeba, para justificar su anunciación, a bombo y platillo, de que la «amenaza islámica» vendrá de la mano de un ascenso de las UIC en Somalia.
La justificación de la invasión bajo la excusa estadounidense de la guerra contra el terror es engañosa e incita a Addis Abeba a justificar la invasión por la «amenaza islámica», empujando a ciertos líderes de las UIC a declarar la «jihad» contra la «invasión cristiana» de su país. Esto contribuye a convertir los errores de cálculo internos y regionales de Etiopía en una aparente guerra entre musulmanes y cristianos, lo que tiene más provocadores en Addis Abeba que en Mogadiscio.
La guerra sectaria entre musulmanes fomentada por la ocupación de Irak a manos de Estados Unidos, de acuerdo con la política de «dividir y gobernar», podría verse ahora complementada por una «guerra religiosa» en el Cuerno de África para proteger la presencia militar norteamericana -allí situada para «defender» la riqueza petrolífera árabe en la Península Arábiga e Irak de una amenaza contra su movilidad procedente del sur-, una guerra que podría sembrar más discordia entre los árabes y sus vecinos, como el la guerra Irán-Irak durante los ochenta, y formaría un tándem con la estrategia israelí, que dura ya sesenta años, de crear división entre ellos y los núcleos estratégicos geopolíticos de Etiopía, Irán y Turquía.
Sin embargo, esta estrategia estadounidense-israelí está condenada a volverse en contra. El pueblo somalí sólo puede unirse contra una invasión extranjera en un país donde el islamismo es la esencia del nacionalismo y donde el panarabismo sólo puede ser un punto de apoyo dado que el país es demasiado pobre como para que las divisiones en la Liga Árabe puedan perjudicarle. Se trata, en su enorme mayoría, de musulmanes que no están sujetos a lealtades sectarias que puedan causar división, y tampoco tienen por vecino ningún centro de polarización sectaria, como sucede con Irán en Irak. La «cara cristiana» de la invasión sería un factor de mayor unidad y podría servir de grito de guerra contra los nuevos planes imperialistas de EE UU, por cuanto trae a la memoria anteriores aventuras coloniales de la Europa cristiana.
* Nicola Nasser en un veterano periodista árabe afincado en Ramala, en los territorios palestinos de Cisjordania ocupados por Israel. Este artículo ha sido publicado originalmente en Counterpunch el 3 de enero de 2007.