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De cómo Estados Unidos ha gestado al Estado Islámico

Sus videos y los nuestros, su «califato» y el nuestro

Fuentes: CounterPunch

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández


Cualquiera que sea su tendencia política, es muy probable que en estos momentos Vd. no se sienta nada bien respecto a Estados Unidos. Después de todo, estamos viviendo lo de Ferguson (el mundo entero estaba observando), tenemos un presidente cada vez más impopular, un Congreso cuyos índices de aprobación hacen que el presidente parezca una estrella de rock, pobreza creciente, salarios cada vez más bajos y una brecha de desigualdad en aumento, sólo por iniciar lo que podría llegar a ser una larga lista. En el exterior, desde Libia y Ucrania a Iraq y el Mar del Sur de China, nada es de color de rosa para EEUU. Las encuestas reflejan que en el país hay pesimismo, que el 71% de la gente asegura que vamos «por mal camino». Tenemos toda la pinta de ser una superpotencia pasando una mala racha.

Lo que los estadounidenses necesitan es algo estimulante que haga que nos sintamos mejor, para que podamos creernos inequívoca y realmente buenos. Lo que el Washington oficial necesita en tiempos difíciles es un enemigo bona fide tan asquerosamente malo, tan brutal, tan bárbaro, tan inhumano que, por contraste, nos lleve a pensar lo excepcionales y verdaderamente necesarios que somos en realidad para este planeta.

Justo a tiempo, y cabalgando al rescate, aparece algo nuevo bajo el sol: El Estado Islámico de Iraq y Siria (EIIS), recientemente renombrado como Estado Islámico (EI). Es un grupo tan extremista que incluso al-Qaida lo rechazó, tan brutal que está recuperando las crucifixiones, la decapitación, el submarino y la amputación, tan fanáticos que están dispuestos a perseguir a cualquier grupo religioso que se ponga al alcance de sus armas, tan fuera de toda moralidad como para convertir la decapitación de un estadounidense inocente en un fenómeno de propaganda global. Si Vd. ha encontrado una etiqueta que sea realmente mala, como genocidio o limpieza étnica, probablemente podrá aplicarla a las acciones del EI.

También han demostrado ser tan eficientes que su banda de guerreros yihadíes, relativamente modesta, ha derrotado a los ejércitos sirio e iraquí, así como a la milicia de los pesmergas kurdos, haciéndose con el control de un territorio mayor que Gran Bretaña en el corazón del Oriente Medio. En estos momentos gobiernan al menos sobre cuatro millones de personas, controlan el funcionamiento de los campos y refinerías de petróleo allí existentes (así como sus ingresos y las infusiones de dinero procedentes de bancos saqueados, rescates de secuestros y patrocinadores de los estados del Golfo). A pesar de la oposición que encuentran, parece que están aún expandiéndose y afirman que han establecido un califato.

Una fuerza tan nociva que hay que hacer algo

Frente a tan pura maldad, aunque Vd. sea un alto militar o un responsable de la seguridad nacional, puede que sienta un escalofrío de miedo, pero, de algún modo, también hay algo que le hace sentirse bien. No todos los días se tiene a un enemigo al que su presidente pueda denominar «cáncer»; al que su secretario de estado pueda llamar el «rostro» de la «maldad más fea, salvaje, inexplicable, nihilista y sin valores» a la que «hay que destruir»; que su secretario de defensa pueda denunciar por «bárbaro» y desprovisto del menor «nivel de decencia, de conducta humana responsable… una amenaza inminente para todos nuestros intereses, ya sea en Iraq o en cualquier otro lugar»; que tu presidente de la junta de estado mayor pueda describir como «organización que tiene una visión estratégica apocalíptica del fin del mundo a la que habrá finalmente que derrotar»; ni que un general retirado y antiguo comandante de las fuerzas estadounidenses en Afganistán pueda tildar de «flagelo… más allá de los límites de la humanidad [que]… hay que erradicar».

¡Se habla de una situación que hace que una superpotencia que ha visto días mejores se sienta a la vez bien y mal! Desde luego que ese mal amenazador está pidiendo sólo una cosa: que EEUU intervenga. Le está pidiendo a la administración Obama que envíe a los bombarderos y aviones no tripulados a una guerra aérea de expansión lenta en Iraq y, antes o después, posiblemente, en Siria. Recae sobre los hombros de Obama organizar una nueva «coalición de los bien dispuestos» entre los diversos partidarios y opositores del régimen Asad en Siria, entre quienes han armado y financiado a los rebeldes extremistas en ese país, entre las facciones étnico/religiosas del antiguo Iraq y entre varios países de la OTAN; le pide que Washington transforme el liderazgo de Iraq (un proceso no hace mucho denominado «cambio de régimen») e instale a un nuevo hombre capaz de reunir a chiíes, sunníes y kurdos, que ahora están a degüello entre ellos, en una nación capaz de erradicar la marea extremista. Si bien no habrá «botas estadounidenses sobre el terreno», se exige la presencia de apoderados de diversa índole, aunque el ejército estadounidense tendrá algo que ver naturalmente con el entrenamiento, armas, financiación y asesoramiento. Teniendo enfrente ese mal, ¿qué otras opciones caben?

Si todo esto no les suena extrañamente familiar, debería sonarles. Menos un par de invasiones, los pasos que se están considerando o que ya se están dando respecto a «la amenaza del EI» son un resumen razonable de los últimos trece años de lo que en otro tiempo se llamó la Guerra Global contra el Terror y que ahora no tiene nombre alguno. Con todo lo nuevo que el Estado Islámico pueda ser, conviene hacer un poco de historia ya que el grupo es, al menos en parte, el legado de Estados Unidos en el Oriente Medio.

Denle alguna credibilidad a Osama bin Laden. Después de todo, nos puso en camino hacia Estado Islámico. Él y su banda de harapientos no tenían forma alguna de crear el califato con el que soñaban ni nada que se le pareciera. Pero supo captar que incitar a Washington a algo que parecía una guerra de cruzadas con el mundo musulmán podría ser una forma eficaz de avanzar en esa dirección.

Es decir, antes de que Washington aporte su potencial militar para aplastar completamente al nuevo «califato», es conveniente hacer una modesta revisión de los años posteriores al 11-S. Empecemos por el momento en el que las torres de Nueva York acaban de derrumbarse, gracias a un pequeño grupo de secuestradores, en su mayoría saudíes, y casi 3.000 personas mueren en el derrumbamiento. En aquel momento, no resultaba difícil convencer a los estadounidenses de que no podía haber nada peor, en términos de pura maldad, que Osama bin Laden y al-Qaida.

Estableciendo un califato estadounidense

A fin de enfrentar esa maldad sin igual, EEUU fue oficialmente a la guerra como si fuera contra una potencia militar enemiga. Bajo la rúbrica de la Guerra Global contra el Terror, la administración Bush lanzó el incomparable poder del ejército de EEUU y sus paramilitarizadas agencias de inteligencia contra… bien, ¿qué? A pesar de esos videos espectaculares de al-Qaida entrenándose en los campos de Afganistán, esa organización no tenía fuerza militar digna de ese nombre, y a pesar de lo que han visto en la serie «Homeland«, tampoco ninguna célula durmiente en EEUU; ni siquiera capacidad para montar operaciones de seguimiento a corto plazo.

Es decir, que mientras la administración Bush hablaba de «drenar el pantano» de los grupos terroristas hasta en sesenta países, se despachó al ejército estadounidense contra lo que esencialmente no eran sino «quimeras» que representaban en gran medida los propios y conjurados miedos y fantasías de Washington. Así pues, se envió a ese ejército contra bandas de extremistas islámicos en gran medida insignificantes, desperdigadas en grupos pequeños por las recónditas zonas tribales de Afganistán o Pakistán y, desde luego, contra los rudimentarios ejércitos de los talibanes.

Fue algo así como una «cruzada», por utilizar una palabra que a George W. Bush se le escapó una vez, algo cercano a una guerra religiosa, si no contra el Islam mismo -las autoridades estadounidenses lo dejaron claro piadosa y repetidamente-, entonces contra la idea de un enemigo musulmán, así como contra los talibanes en Afganistán, Sadam Husein en Iraq y después Muammar Gadafi en Libia. En cada caso, Washington congregó una coalición de los bien dispuestos, que iban desde los estados árabes y los del sur o centro de Asia a los europeos, enviando potencial aéreo, que en dos ocasiones fue seguido de invasiones y ocupaciones a escala total, fichando a políticos locales de su gusto para operaciones de «construcción de la nación» en medio de mucha verborrea de autopromoción de la democracia, y construyendo nuevos e inmensos aparatos militares y de seguridad, proveyéndoles de miles de millones de dólares en entrenamiento y armamento.

Mirando atrás, es difícil no pensar en todo esto como una especie de yihadismo estadounidense, así como de un intento de establecer lo que podría haberse considerado un califato estadounidense en la región (aunque Washington lo describiera en términos mucho más amables). En el curso del proceso, EEUU desmanteló y destruyó eficazmente el poder estatal en cada uno de los tres principales países en los que intervino, mientras aseguraba la desestabilización de los países vecinos y finalmente de la región misma.

En esa parte del mundo de mayoría musulmana, EEUU dejó un record muy triste que en este país tendemos por lo general a menospreciar u olvidar cuando condenamos la barbarie de los otros. Ahora estamos concentrados en el horror del video del EI con el asesinato del periodista James Foley, un documento propagandístico claramente diseñado para poner en el disparadero a Washington y activar más la oposición hacia ese grupo.

Sin embargo, ignoramos la librería virtual de videos y otras imágenes que EEUU ha generado, imágenes ampliamente contempladas (o sobre las que se ha oído hablar y discutido) con no menos horror en el mundo musulmán que la imaginería del EI en el nuestro. Para empezar, estaban las infames imágenes con «protector de pantalla» propias del Marqués de Sade de la prisión de Abu Ghraib. Allí, los estadounidenses torturaron y abusaron de los prisioneros iraquíes, mientras creaban su versión icónica propia de las imágenes de la crucifixión. Después hubo videos que nadie (más que los de dentro) vieron, pero de los que todo el mundo oyó hablar. En ellos, la CIA había grabado las repetidas torturas y abusos a los sospechosos de pertenecer a al-Qaida en sus «agujeros negros». En 2005, un oficial de esa Agencia los destruyó, para que no se proyectaran algún día ante un tribunal estadounidense. Tenemos también el video del helicóptero Apache publicado por WikiLeaks en el que los pilotos estadounidenses ametrallan a civiles iraquíes por las calles de Bagdad (incluidos dos corresponsales de Reuters), mientras que en la banda sonora se oye cómo la tripulación ríe sus ocurrencias. Tenemos también el video de las tropas estadounidenses orinando sobre los cadáveres de los combatientes talibanes muertos en Afganistán. Tenemos también las fotos-trofeo con partes del cuerpo de los muertos llevadas a casa por soldados estadounidenses. Hubo películas con grabaciones de las víctimas de las campañas de asesinato de los aviones no tripulados de Washington en las áreas tribales recónditas del planeta (o para «aplastar insectos«, como llamaban los que dirigían los aviones no tripulados a los muertos de esos ataques» y grabaciones similares de combates aéreos de helicópteros. Tenemos por otra parte el video macabro del asalto sobre Abbottabad, Pakistán, que el Presidente Obama, al parecer, presenció en directo. Y eso sólo para empezar a dar cuenta de algunas de las imágenes producidas por EEUU desde septiembre de 2001 de sus diversas aventuras en el Gran Oriente Medio.

Todo eso, las invasiones, las ocupaciones, las campañas de aviones no teledirigidos en varios territorios, las muertes que superan los cientos de miles, el desarraigo de millones de personas enviadas al exilio interno o externo, el gasto de billones de dólares sumados al onírico bin Laden, demostró ser las herramientas por excelencia para el reclutamiento de yihadistas.

Con todo lo que EEUU hizo a partir de iniciar ese proceso provocando insurgencias, guerras civiles, crecimiento de milicias extremistas y el colapso de las estructuras estatales, garantizó asimismo el surgimiento de algo nuevo sobre el planeta Tierra: el Estado Islámico de Iraq y Siria o Estado Islámico actual, así como otros grupos extremistas que iban desde los talibanes pakistaníes, ahora desafiando al estado en ciertas áreas de ese país, a Ansar al-Sharia en Libia y al-Qaida en la Península Arábiga en Yemen.

Aunque los militantes del EI se horrorizarían sólo de pensarlo, son el engendro de Washington. Trece años de guerras regionales, ocupación e intervención jugaron un papel importante para prepararles el terreno. Pueden ser nuestra peor pesadilla (hasta ahora), pero son también nuestro legado, y no sólo porque muchos de sus dirigentes vienen del ejército iraquí que disolvimos, perfeccionando sus creencias y habilidades en las prisiones que levantamos (Campo Bucca parece haber sido el West Point del extremismo iraquí) y ganando experiencia enfrentándose a las operaciones estadounidenses de contraterrorismo en los años del «incremento» de la ocupación. En realidad, precisamente todo lo hecho en la guerra contra el terror ha facilitado su ascenso. Después de todo, desmantelamos el ejército iraquí y reconstruimos uno que escaparía ante las primeras señales de avistamiento de combatientes del EI, abandonando para ellos almacenes inmensos del armamento de Washington. Destruimos a fondo el Estado iraquí mientras fomentábamos un liderazgo chií que se dedicó a oprimir a los sunníes de tal manera como para crear una situación en la que el EI iba a ser bien recibido o tolerado en zonas importantes del país.

Las locuras de la escalada

Si piensan en ello, desde el momento en que empezaron a caer las primeras bombas sobre Afganistán en octubre de 2001 hasta el momento actual, ni una sola intervención militar estadounidense ha conseguido en modo alguno el efecto buscado. Cada una ha demostrado, con el tiempo y a su modo y manera, ser un desastre, proporcionando terrenos abonados para el extremismo y produciendo otra serie de paneles de reclutamiento para otro conjunto de movimientos yihadíes. Visto de forma lúcida, esto es lo que cualquier intervención militar estadounidense parece ofrecer a esos grupos extremistas, y el EI lo sabe.

No crean que su provocador video con la ejecución de James Foley es el acto irracional de unos locos pidiendo ciegamente que la fuerza destructiva de la última superpotencia del planeta se lance contra ellos. Bien al contrario. Detrás de eso hay un cálculo racional. Los dirigentes del EI comprenden seguramente que el potencial aéreo estadounidense podría hacerles daño pero saben también que, como en un arte marcial asiático en el que la fuerza de un asaltante se utiliza en su contra, la implicación de Washington a gran escala también infundiría un gran poder a su movimiento. (Esta fue la intuición más original de Osama bin Laden).

Reconocería al EI como su máximo enemigo, lo que otorgaría a éste la definitiva credibilidad en su mundo. Llevaría con él los recuerdos de todas esas pasadas intervenciones, de todos esos videos macabros y horrendas imágenes. Le ayudaría a inflamar y a atraerse a más miembros y combatientes. Daría la raison d’être final a un movimiento religioso minoritario que de otra forma podría demostrar que no está tan cohesionado y que, a largo plazo, puede ser muy vulnerable. Daría a ese movimiento el derecho a fanfarronear a nivel global en un futuro lejano.

El ansia del EI era sin duda lograr que interviniera la administración Obama. Y en eso, puede que tengan éxito. Ahora estamos, después de todo, observando una versión familiar de las locuras de la escalada en marcha en Washington. Obama y sus altos funcionarios están claramente en el ascensor de subida. En la Oficina Oval hay un presidente visiblemente reticente, que indudablemente no desea intervenir de forma importante en Iraq (del que retiró orgullosamente las tropas estadounidenses en 2011 con las «cabezas muy altas«) ni en Siria (un lugar donde evitó enviar misiles y bombarderos en 2013).

A diferencia del anterior presidente y su altos oficiales, que tenían toda su confianza puesta en los planes generales para crear una Pax Americana a través del Gran Oriente Medio, el actual presidente y su equipo de política exterior entraron con la intención de manejar lo mejor posible una situación global heredada. El único plan del Presidente Obama, si se le puede llamar así, era salir de la Guerra de Iraq (a lo largo de las líneas ya establecidas por la administración Bush). Fue quizá entonces un signo revelador que, para hacer eso, sintiera que tenía que «incrementar» las tropas estadounidenses en Afganistán. Cinco años y medio después, él y sus altos funcionarios no parecen tener aún planes, no son sino una serie de administradores enzarzados en una lucha impulsiva e irresponsable que desestabilizará el Gran Oriente Medio (y, cada vez más, África y también las tierras fronterizas europeas).

Cinco años y medio después, el presidente está de nuevo bajo presiones y está siendo criticado por toda una variedad de neocon, Mccainitas, y esta vez parece que el alto mando del estado mayor del ejército está evidentemente ansioso de que lo suelten a matar una vez más por todo el planeta, es decir, que están subiendo la apuesta en una mano perdedora. Al igual que en 2009, está hoy cediendo terreno poco a poco. Por ahora, el proceso de «ampliación de la misión» -un término firmemente rechazo por la administración Obama- está en marcha.

Empezó lentamente con el colapso del ejército iraquí, entrenado y abastecido por EEUU, en Mosul y en otras ciudades del norte de Iraq frente a los ataques del EI. A mediados de junio se envió el portaaviones USS H.W. Bush, con más de 100 aviones, al Golfo Pérsico y el presidente envió cientos de soldados, incluidos los asesores de las Fuerzas Especiales (aunque oficialmente no iba a haber «botas sobre el terreno»). También se mostró de acuerdo en enviar aviones no tripulados y otros tipos de vigilancia aérea a las regiones que el EI había tomado, claramente en preparación de futuras campañas de bombardeo. Todo esto estaba sucediendo antes de que el destino de los yasidíes -una pequeña secta religiosa cuyas comunidades del norte de Iraq fueron brutalmente destruidas por los combatientes del EI- desencadenara oficialmente el comienzo de una limitada campaña de bombardeos adecuada a una «crisis humanitaria».

Cuando el EI, reforzado por el armamento pesado estadounidense capturado al ejército iraquí, empezó a aplastar a la milicia kurda de los pesmergas, amenazando la capital de la región kurda de Iraq y tomando la enorme presa de Mosul, el bombardeo se amplió. Se enviaron más tropas y asesores y el armamento empezó a fluir hacia los kurdos, con promesas de todo lo anterior más hacia el sur, una vez que un nuevo gobierno de unidad se formara en Bagdad. El presidente explicó esta ampliación del bombardeo citando la amenaza del EI dinamitando la presa de Mosul e inundando a las comunidades situadas río abajo, poniendo así supuestamente en peligro la embajada de EEUU en la lejana Bagdad. (Esto fue una historia intentando buscar excusas porque el EI habría tenido que inundar partes de su propio «califato» en el proceso.)

El video de la decapitación proporcionó después el pretexto para poner en la agenda el posible bombardeo de Siria. Y de nuevo un presidente renuente, que va cediendo lentamente, ha autorizado vuelos de vigilancia con aviones no tripulados sobre zonas de Siria en preparación de posibles ataques de bombardeo que puede que no tarden mucho en llegar.

El incremento progresivo de las reticencias

Consideren esto, el incremento progresivo de las reticencias bajo las presiones habituales de un Washington militarizado ansioso de dar rienda suelta a los perros de la guerra. Todo esto se dirige a un pantano de extrañas contradicciones alrededor de la política hacia Siria. Cualquier bombardeo de ese país implicará necesariamente un apoyo implícito, cuando no explícito, al criminal régimen de Bashar al Asad, así como a los escasos rebeldes «moderados» existentes que se oponen a su régimen y a los que Washington podría ahora enviar armas. Esto, a su vez, podría significar entregar indirectamente más armamento al EI. Sumen todo eso y por el momento Washington parece situarse en el camino que el EI ha dispuesto para EEUU.

Los estadounidenses prefieren creer que todo problema tiene solución. Sin embargo, puede no haber una solución obvia o al menos inmediata en lo que se refiere al EI, una organización basada en la exclusividad y en las divisiones en una región que no puede dividirse más. Por otra parte, como movimiento minoritario que ya se ha alienado de muchos en la región, si se le dejara solo, con el tiempo podría estallar o implosionar. No sabemos. No podemos saberlo. Pero tenemos evidencias razonables de los trece últimos años de que es probable que consiga una escalada en la intervención militar estadounidense.

Y tengan en mente una cosa: si EEUU fuera realmente capaz de destruir o aplastar al EI, como nuestro secretario de estado y otros están instando, eso podría resultar siendo cualquier cosa menos una bendición. Después de todo, fue suficientemente fácil pensar, como los estadounidenses hicieron tras el 11-S, que al-Qaida era lo peor que el extremismo islámico tenía para ofrecer. El asesinato de Osama bin Laden se nos presentó como el triunfo final sobre el terrorismo islámico. Pero el EI vive y respira y crece, y por todo el Gran Oriente Medio organizaciones extremistas islámicas están ganando adhesiones y potencia de forma tal que debería iluminar lo que la guerra contra el terrorismo ha producido realmente. El hecho de que no podamos imaginar algo peor que el EI no significa nada, dado que nadie en nuestro mundo podía imaginar al Estado Islámico antes de que surgiera.

El historial estadounidense en estos últimos trece años es una vergüenza. Repetir los mismos hechos no es precisamente una opción.

Tom Engelhardt es uno de los fundadores del American Empire Proyect . Es autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría: The End of Victory Culture . Su último libro, que se publicará en octubre, es: Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single Superpower World (Haymarket Books).  

Fuente:

http://www.tomdispatch.com/post/175888/tomgram%3A_engelhardt%2C_the_escalation_follies/#more