En las últimas dos semanas toda la atención de los tunecinos se ha concentrado sobre el Monte Chaambi, en el gobernorado de Qasserine, en la frontera con Argelia, donde un grupo de yihadistas asociados a la borrosa constelación AQMI permanece cercado por el ejército y la policía desde el pasado 1 de mayo. Las noticias […]
En las últimas dos semanas toda la atención de los tunecinos se ha concentrado sobre el Monte Chaambi, en el gobernorado de Qasserine, en la frontera con Argelia, donde un grupo de yihadistas asociados a la borrosa constelación AQMI permanece cercado por el ejército y la policía desde el pasado 1 de mayo. Las noticias son confusas y las sucesivas comparecencias del primer ministro ante la Asamblea Constituyente y ante la prensa han contribuido poco a aclarar la situación. Se hablaba de 50 hombres armados, luego de veinte, la mitad tunecinos y la otra mitad argelinos, que contarían con apoyo logístico en la zona. Según los informes, se habrían producido intercambios de tiros, pero no verdaderos combates, si bien cinco miembros de los cuerpos de seguridad habrían sufrido heridas -incluso en un caso la amputación de una pierna- a causa de las minas artesanales diseminadas por los yihadistas en la ladera de la montaña.
Es verdad -como recordaba en declaraciones recientes Rachid Ghanouchi, líder del partido islamista Nahda- que el terrorismo yihadista existía ya en Túnez antes de la revolución (basta pensar en los atentados de 2007 en Soliman y de Jerba en 2002), pero lo cierto es que las guerras de Libia y Mali han multiplicado las armas y aventado los hombres por toda la zona, a lo que hay que añadir el hecho de que, según confiesa un policía bajo anonimato, «en democracia es más difícil combatir a los criminales por todos los medios».
Por lo demás, las características de la larga y porosa frontera entre Qasserine, del lado tunecino, y Tebessa, en la parte argelina, enreda mucho la situación. Un reciente reportaje de Mohamed Salah Lebidi describe un vasto tejido tribal transfronterizo, con relaciones de parentesco y de solidaridad, asociado al contrabando tradicional de carburante, alimentos, drogas y armas. Según algunos vecinos consultados por el periodista, existiría una conexión orgánica entre el contrabando y el yihadismo, que se alimentarían mutuamente en una zona particularmente castigada por el paro y la pobreza. Esto explicaría, por otra parte, las tensiones que se produjeron el pasado 8 de mayo en la ciudad de Qasserine durante la «jornada contra el terrorismo» convocada por «la sociedad civil» (identificada en general con la «derecha laica»). Al parecer, algunos «perturbadores» procedentes de Zouhour, el barrio que más mártires dio a la revolución y hoy en poder de los traficantes de droga, increparon a los manifestantes «negando la existencia del terrorismo» y exigiéndoles que «dejaran de cantar y bailar para ocuparse de los verdaderos problemas de la región».
Lo cierto es que la nueva «alerta terrorista», justificada sobre el terreno, tiene una dimensión política que no puede tampoco ignorarse. En el clima reinante de inseguridad informativa, el intercambio de acusaciones adquiere a veces tintes extravagantes: mientras un sector de la izquierda, que reclama en vano el esclarecimiento del asesinato de Chukri Belaid, sigue viendo complacencia en el gobierno, las redes sociales próximas a Nahda, por su parte, insinúan complicidades ocultas entre los terroristas de Chaambi y el Frente Popular. Si este delirio nahdaui revela una criminalización muy inquietante de la militancia de izquierda, la propia izquierda traza a veces con brochazos muy gruesos la realidad. Todo parece indicar, en efecto, el fin de la «luna de miel» entre la derecha islámica en el gobierno y el salafismo marginal. Lejos del Monte Chaambi, en Le Kef, en Tabarka, en Túnez capital, no han dejado de multiplicarse en los últimos días los focos de tensión entre la policía y los salafistas, en una escalada que ha conducido al ministerio del Interior a prohibir el segundo Congreso de Ansar-a-Chari’a, «los partidarios de la ley islámica», que debía reunir dentro de diez días a miles de partidarios de este grupo salafista en la ciudad santa de Kairouan.
La respuesta de su líder no se ha hecho esperar. Abu Yadh, vinculado por la policía al asalto a la embajada estadounidense de septiembre de 2012 y actualmente en paradero desconocido, ha emitido un comunicado calificando a las fuerzas de seguridad tunecinas de «ejército tirano» (el término en árabe evoca el poder infiel contra el que sería legítima la guerra santa) y llamando a sus seguidores a no abandonar la lucha y, aún más, a prepararse para un inminente enfrentamiento con el «régimen». «No estáis en guerra contra los jóvenes», desafía a Nahda, «sino contra la religión de Allah, una religión que no puede ser derrotada», como lo demostrarían, a su juicio, las «victorias» de Afganistán, Bosnia, Chechenia, Iraq y Siria. El comunicado acaba anticipando «la voluntad de todos esos jóvenes a dar su vida en Kairouan» o, lo que es lo mismo, anunciando su propósito de celebrar la reunión el próximo 19 de mayo, tal y como estaba previsto y no obstante todas las prohibiciones.
Lo que parece evidente es que a medida que Nahda se vuelve más pragmática, en las vísperas del acuerdo que debe firmar con el FMI el próximo 7 de junio, el salafismo se vuelve más activo y más radical. La falsa cuestión laicismo/islamismo deja su lugar a una variante igualmente útil y en la misma dirección: la seguridad, de la que se hacen portabanderas tanto la derecha islámica como la derecha laica. Esta alerta securitaria, que ha amedrentado a un sector de la población y que ha llevado a Nidé Tunis, la coalición de Bejji Caid Essebsi, a convocar una asamblea nacional extraordinaria sobre el tema, justifica recortes de libertades (limitación, por ejemplo, del derecho de manifestación), alimenta nostalgias de dictadura y desplaza la atención lejos del debate político sobre la constitución y, más importante aún, lejos de las agudas cuestiones sociales que sacuden a un país en carne viva como consecuencia del aumento de los precios y la conflictividad laboral. Mientras la derecha laica y la derecha islámica se intercambian acusaciones, sus dirigentes se reúnen bajo el patrocinio de la UTICA (la patronal tunecina) para anunciar el lanzamiento de una «campaña anti-huelga hasta el final de 2013».
Más importante si cabe, la «alarma terrorista» opaca completamente las negociaciones entre el gobierno provisional tripartito y el FMI, cuya generosa oferta crediticia estaría condicionada a la aplicación de un durísimo programa de ajuste estructural que incluiría, junto al habitual paquete privatizador, una medida sin precedentes: la venta de tierras a compradores extranjeros. Una iniciativa surgida de las entrañas de los movimientos sociales, Ma Galulnech (No nos lo dijeron), ha comenzado una campaña orientada a bloquear estos acuerdos que, sumados a los de Deauville, la carta de intenciones y el nuevo código de inversiones, «muestran claramente que nuestro país se dirige hacia una estrategia económica y financiera neoliberal que destruirá la clase media, suprimirá la intervención del estado en la regulación de los mercados y aniquilará nuestra soberanía». En este estanque de aguas podridas, los yihadistas pueden pescar en favor de sus propios intereses mientras justifican con sus acciones retrocesos contrarrevolucionarios muy convenientes para el nuevo -viejo- orden económico de libre saqueo y anarquía financiera.
Santiago Alba Rico es escritor y filósofo.