El terrorismo yihadista ha vuelto a golpear Túnez. El pasado martes 23 de noviembre una bomba estalló al paso de una camioneta de la guardia presidencial en la avenida Mohamed V, una de las arterias centrales de la capital, a 300 metros escasos del todopoderoso Ministerio del Interior. El saldo aún provisional es de 12 […]
El terrorismo yihadista ha vuelto a golpear Túnez. El pasado martes 23 de noviembre una bomba estalló al paso de una camioneta de la guardia presidencial en la avenida Mohamed V, una de las arterias centrales de la capital, a 300 metros escasos del todopoderoso Ministerio del Interior. El saldo aún provisional es de 12 víctimas mortales y 20 heridos, cuatro de ellos civiles. Un decimotercer cuerpo sin vida fue hallado entre los hierros retorcidos: el del autor del atentado, Abu Abdallah Attunisi, un joven tunecino de 27 años, vendedor ambulante (como el olvidado Mohamed Bouazizi) que hizo explotar un cinturón de explosivos junto al vehículo militar, según la reivindicación posterior de Daesh.
El atentado del martes confirma la estrategia en espiral del yihadismo tunecino: durante cuatro años atacó sobre todo a miembros de los cuerpos de seguridad (94 muertos, 220 heridos), pero en la periferia regional; luego, por dos veces, en marzo y julio, dirigió sus golpes a civiles extranjeros (65 muertos). Ahora vuelve a golpear a la policía −un paso atrás− pero en el centro mismo de Túnez ciudad −dos pasos adelante−, donde el país entero puede medir mejor su vulnerabilidad. Tras el atentado de Sousse, el verano pasado, una irresponsable torpeza del nonagenario presidente de la república, el bourguibista y autoritario Beji Caid Essebsi, anunció «el derrumbe del Estado si había un nuevo atentado», declaración que parecía casi una invitación al mal. Los terroristas han recogido el guante. A la luz de esas palabras, el atentado mortal en el corazón de la capital, en los aledaños del ministerio del Interior, verdadera sede del poder, apunta a ese objetivo, al menos en términos simbólicos. El mensaje es claro: «tunecinos, el Estado no os puede defender de nosotros, pues es incapaz de defenderse a sí mismo».
De tal manera se acompasan en el último año los atentados en París y Túnez que se podría tender a pensar en una coordinación o, al menos, en una regla. No lo creo. Puede haber, si acaso, emulación ‘colonial’, entre los terroristas y entre los gobernantes, pero tanto las células criminales como sus estrategias se desarrollan de forma separada, a partir de un reclutamiento ‘nacional’ y con tácticas diferentes, ajustadas a los respectivos territorios. Pero sí es verdad que los atentados de Túnez son como una prolongación de los de Francia, en el sentido de que, independientes en su ejecución y objetivos, introducen los mismos efectos locales y globales.
En términos globales, Daesh, con esta constelación de violencias dislocadas, se dibuja como una unidad definida que, con una base territorial en Siria e Iraq, abre sus embajadas funerarias en todo el mundo, musulmán o no. Los que hoy reivindican en Túnez el atentado en nombre del Estado Islámico son los mismo que ayer se identificaban con su antepasado AQMI, un pragmático cambio de franquicia en aras de más publicidad y más terror sin fronteras.
Pero en términos locales son evidentes las semejanzas. Francia, una democracia jibarizada, cuenta con seis millones de ciudadanos musulmanes, que son el verdadero objetivo de los yihadistas franceses. Matar ‘franceses puros’ −o generar esa ilusión− sirve para plantear la cuestión en moldes ontológicos y raciales: los medio franceses, los franceses impuros, jamás integrados, se vuelven en su conjunto sospechosos, de tal manera que frente a ellos y en nombre de los ‘franceses puros’ todas las medidas, conforme a derecho o no, son bienvenidas. Frente a un terrorismo que mata sin hipocresía ni reglas, en cualquier parte y a cualquiera de ‘nosotros’, no podemos permitirnos ya ni las libertades ni la democracia, y es en su nombre que las debilitamos y suprimimos. Dejemos también ‘nosotros’ a un lado la hipocresía y las reglas: estado de emergencia, suspensión de derechos constitucionales, redadas sin garantías contra los más vulnerables, tomados en montón, como especies animales: esas minorías musulmanas aterrorizadas detrás de una puerta que puede ser derribada sin permiso judicial en plena noche. El Estado Islámico asesino y el Estado francés herido se entienden perfectamente.
Lo mismo ocurre en Túnez. Túnez es el eslabón débil y la excepción en el norte de Africa y la región árabe en general. Arrinconada entre el gigante argelino, autoritario y al borde de la implosión, y la atribulada y caótica Libia, proveedora de armas y entrenamiento, Túnez es una tentadora golosina. Un país pequeño, políticamente sin fraguar, con abismales y crecientes diferencias económicas, con inquietantes y sospechosos agujeros en la seguridad, se ofrece como un objetivo fácil. Varado en una precaria transición democrática, excepción resistente de las llamadas ‘primaveras árabes’, hay muchos y distintos intereses convergentes en la voluntad de sumergirlo en el dominante caos regional. Y el estado tunecino, como el francés, se adapta al proyecto: la respuesta inmediata al atentado del martes prolonga y anuncia un alejamiento cada vez mayor, premeditado y liberticida, del impulso revolucionario democrático de 2011. Aquí también estado de emergencia, toque de queda, cierre de las fronteras con Libia, pero además represión policial violenta de los periodistas y furibundas declaraciones en televisión contra los Derechos Humanos, el Estado de Derecho y la Democracia, componen la paleta de reacciones que los yihadistas precisamente buscaban. El terrorismo llama a la dictadura o, al menos, retrasa la democracia. Casi dos años depués de su aprobación, la Constitución tunecina, la única laica y democrática del mundo árabe, sigue siendo un hermoso poema que todos han olvidado. So pretexto de combatir el terrorismo no sólo no se promulgan las nuevas leyes que el texto magno reclama, no sólo se mantiene el código penal de la dictadura y sus instancias judiciales, sino que se aprueban o se proponen nuevas leyes incompatibles con la Constitución y con el espíritu de Enero de 2011: es el caso, por ejemplo, de la ‘ley antiterrorista’, más restrictiva que la de Ben Alí, o de la llamada ‘ley de reconciliación’, que pretende rehabilitar sin juicio a los empresarios corruptos del antiguo régimen.
La resistencia civil se debilita con cada golpe. Una encuesta publicada hace unos días por el periódico Al-Maghreb revelaba que más del 70% de los tunecinos están dispuestos a renunciar a las libertades a cambio de más seguridad. No hay tampoco oposición real en el parlamento. En medio de la crisis de Nidé Tunis, la fuerza gobernante, partida por la mitad, con el islamista Ennahda tentándose la ropa entre bastidores y con una izquierda desconectada e inoperante, los terroristas y los anti-terroristas se disputan el territorio y acaban entendiéndose perfectamente, igual que en Francia. El miedo y su instrumentalización liberticida se citan y alimentan recíprocamente, acelerando con cada golpe el proceso. Los atentados son cada vez más frecuentes y espectaculares; las respuestas más crispadas y antigarantistas.
Como bien resume la siempre lúcida y bien informada Patrizia Mancini, periodista italo-tunecina responsable de la web Tunisia-in-red, «el pueblo tunecino se encuentra una vez más entrampado entre el terrorismo y la tentación autoritaria». Entre los dos respira aún, cada vez más oculto, el sueño de libertad, dignidad, justicia y democracia que puso en pie al pueblo tunecino hace ahora cinco años. Entre los dos se agita, ignorada, desatendida y agravada, la causa de aquella revolución, causa también en parte del yihadismo nativo. Como dejó claro Nessim Mabrouki, el primo del pastor decapitado hace diez días, el problema es un problema de clase: pobreza económica, miseria vital, desempleo, humillación. Los problemas de clase no se arreglan con bombas nihilistas ni con medidas securitarias que tranquilizan a las clases medias pero empeoran la situación de los más jóvenes y más desfavorecidos. Cuando las bombas nihilistas y las medidas securitarias acaben con la frágil democracia de este país, y con su esperanzadora excepcionalidad, la ‘lucha de clases’ reventará como un tsunami en nuestras narices en forma de ‘guerra de barbaries’. Ese es el camino hacia el que se dirige el mundo si no defendemos de una vez la democracia en su sentido más amplio y exacto: como una redistribución equitativa de los derechos y libertades (incluidos ‘los valores universales’ y la ‘humanidad’) y de la riqueza material. Cuidemos Túnez: todos la necesitamos viva, pacífica y democrática.
Santiago Alba Rico es filósofo y columnista.
Fuente original: http://www.cuartopoder.es/tribuna/2015/11/28/tunez-de-nuevo-terror-y-liberticidio/7832