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Las manos de esta tierra

Trabajo inmigrante en el rural gallego

Fuentes: El Salto [Foto: Pablo Santiago y Sofía Caamaño]

El trabajo precario en el campo gallego se presenta como una de las pocas opciones de subsistencia para las personas migrantes en situación irregular.

A Ousmane le duele la espalda. Aun así, va a trabajar todos los días: se levanta a las siete de la mañana, camina una hora bajo el sol o la lluvia hasta una granja de la parroquia vecina, deshace el camino hasta su casa al mediodía, come en una hora, anda otra de vuelta al trabajo y acaba su jornada laboral ya bien entrada la noche. Ousmane llegó a un pueblo da Costa da Morte desde Senegal hace dos años y medio. Desde ese momento, sobrevive a base de trabajos precarios en el campo esperando a que, cuando cumpla tres años de estancia aquí, pueda solicitar arraigo social. Para conseguirlo, necesita que alguien le haga un contrato laboral. Por eso, repite una y otra vez, continúa trabajando aunque le duela la espalda.

Para Ahmed, de origen marroquí, lo más importante es obtener la residencia y el permiso de trabajo. De ahí que, en cuanto vio un anuncio en una página de internet el pasado verano en el que se prometía un contrato de trabajo a través del que regularizar su situación, no dudó en contactar con el anunciante. “La oferta era para trabajar como peón agrícola y se especificaba que podían hacer un contrato para conseguir la residencia”, cuenta Ahmed. El empresario le pidió 2.400 euros para costear los “trámites de gestoría”. Estuvo trabajando durante 15 días en una finca en Tordoia. Nunca percibió ningún tipo de salario, no volvió a saber de los trámites para regularizar su situación ni de sus 2.400 euros. Ahmed y otras nueve compañeras y compañeros se encuentran en un proceso judicial tras denunciar a este empresario que acusan de trata con fines de explotación laboral. “Este caso sale a la luz porque a uno de los trabajadores migrantes lo atan, lo meten en una furgoneta y lo llevan a un monte próximo para amenazarlo con una pistola con el objetivo de que borrase de su teléfono unas pruebas que tenía del sitio en el que trabajaban”, explica Brais González, abogado de la Central Unitaria de Trabajadoras – CUT– que lleva el caso.

Todas las personas denunciantes narran una historia similar: consiguen el trabajo a través de una plataforma web y pagan cantidades que oscilan entre los 400 y los 2.400 euros para, supuestamente, regularizar su situación. “A mi me dijo que el trabajo consistía en recoger y empaquetar hortalizas, pero cuando llegué allí me puse a cortar árboles y a hacer otro tipo de trabajos más duros y sin medidas de seguridad”, explica María, procedente de Venezuela. A muchas de las personas migrantes a las que se les ofreció trabajo las recogía en la estación de autobuses de Carballo y las llevaba, siempre por caminos diferentes, hasta una finca en Tordoia, donde trabajaban en régimen cerrado. “Tuvimos que firmar un pre-contrato en el que se especificaba que teníamos 15 días de prueba y que, si no lo superábamos, no nos devolvería el dinero”, explica María. Segundo ella, lo que el empresario intentaba era que se cansaran y renunciaran al trabajo por voluntad propia. La jornada laboral comenzaba a las nueve de la mañana, se alargaba hasta las cuatro de la tarde, con 15 minutos de descanso al mediodía para comer. “Cuando entrábamos en la finca echaban el cierre, quedábamos encerrados y no podíamos salir”, explica Juan, colombiano que también denunció la situación.

Cuatro de las personas denunciantes conversan fuera del juzgado de Ordes mientras algunos de los acusados declaran en el interior del edificio. Rememoran sus vivencias, comparten sensaciones y miedos. “No nos dejaba hablar entre nosostros. Nos decía que no podiamos ir a tomar algo sin el”, cuenta Martina, natural de Uruguai que lleva algo menos de un año en Galicia. El resto asienten. “El supuesto empresario casi siempre buscaba a gente que se desplazara hasta un lugar más o menos inmediato y, cuando ya llevaba dos o tres días, les ofrecía alojamiento cerca de la finca”, explica el abogado Brais González. Algo parecido le ocurrió a Martina. Ella vivía en A Coruña y, cuando aceptó ese trabajo, el le dijo que no podía estar yendo y viniendo todos los días, que tenía que mudarse a Santa Comba, donde le enseñó un piso. “En el piso firmé el pre-contrato y, a partir de ahí, empezó a preguntarme cosas raras como si me parecía linda, si me iría con él de haberlo conocido en una discoteca… Yo me sentía incómoda y comencé a apurar para marchar”, contesta Martina. Ella fue a trabajar un día y, tras percibir incongruencias y situaciones de las que no se fiaba, decidió dejar el trabajo. El socio del empresario le siguió escribiendo un tiempo, insistiéndole para que volviera a trabajar con ellos: “A mí él me daba miedo. Fui a contarlo a la Policía Nacional y solo me dijeron que lo bloqueara en el teléfono”.

Antonio, de El Salvador, no nos cuenta su historia, a diferencia de sus compañeros y compañeras, desde Ordes. Él nos habla desde Madrid, donde también estaba cuando descubrió la oferta de trabajo en la que prometían un contrato a través de regularizar su situación. Vino desde allí para comenzar a trabajar en esta finca de Tordoia. Fua a él a quien el empresario pidió ayuda para “castigar” a un compañero suyo de origen marroquí. Antonio se nego y, al día siguiente, denunció lo ocurrido ante la Guardia Civil. Tras las denuncias, el principal responsable entra en prisión provisional para volver a quedar en libertad veinte días después. “Es absolutamente extraordinario que levanten la medida de prisión provisional en cualquier delito, ya no de trata, sino de detención ilegal”, explica Brais González. “Cuando lo liberaron, nadie me avisó, ni la Policía Nacional, ni la Guardia Civil”, asegura Martina.

Desde la CUT explican que en la actualidad existe un conflicto de protección porque “tanto la policía judicial, que en este caso fue la Guardia Civil, como la Subdelegación de Gobierno y Extranjería están obligadas, cuando se identifica un caso de trata, a establecer determinados mecanismos de protección que acabarían en una autorización de residencia y trabajo temporal para las personas que colaboran con la justicia”. Hasta el momento, las personas afectadas no han recibido ningún tipo de protección. Para Brais González, una de las claves del caso es que “al calificar a este grupo de compañeros como víctimas de trata con fines de explotación laboral se abre un interrogante: el de la explotación laboral en el trabajo migrante, que casi siempre es esclavo”. Por otro lado, Carlos Villar, del servicio jurídico de la ONG Ecos do Sur, asegura que ellos ya habían presentado otra denuncia contra ese mismo empresario en 2019: “Pedían el mismo perfil para trabajar a través de un portal de internet y, cuando la gente les decía que estaban en situación irregular, el comentaba que no era un problema, que se podría solucionar previo pago de 2.500 euros. Ya desde ese momento nos llegaron varios casos de gente que nunca había percibido su salario”.

María, de Venezuela, dice que lleva un tiempo con depresión por la difícil situación en la que se encuentra. Martina está trabajando de interna cuidando a una señora por muy poco dinero y asegura que a veces aún siente culpa “por confiar, por regalar mi plata, pero en ese momento, la primera vez sola en un país, lo vi como una oportunidad. También era el momento de la pandemia y se empezaba a decir que el Gobierno iba a regularizar a las personas que trabajaban en el campo, y el (el empresario) utilizó esto en nuestra contra”. A Juan le salió un trabajo por unos dias sueltos como carpintero y va “poco a poco”. Ahmed, que ya lleva tres años aquí, está esperando por una oportunidad para poder obtener la residencia.

Todos continúan en situación irregular. Cuando se tomó la declaración de las víctimas, Fiscalía no compareció. “Es impensable que Fiscalía no esté en un caso de detención ilegal -incluso obviando la cuestión de la trata- con una persona sometida a tortura, retenida en contra de su voluntad, atada, etc. No es una causa atractiva porque son migrantes”, asegura Brais González.

El caso de Tordoia es particular en tanto los abusos y malos tratos a los que fueron sometidas las personas que trabajaban para ese empresario. No obstante, la precariedad del trabajo migrante en el campo gallego es una realidad. Moussa es de Senegal, pero ya lleva 10 años viviendo en la Costa da Morte. Hace tiempo que pudo regularizar su situación pero, desde que llegó, estuvo varios años viviendo sin documentación. “Si te digo que los primeros años fueron fáciles te estaría mintiendo. Cada día trabajas para una persona diferente y algunos días te toca con uno que te trata bien, y otros no. A veces la gente se aprovechaba de mi pero tenía que aguantarlo, no quedaba otra”, explica.

Bajo la normativa actual, una persona migrante que llega al país y no puede acceder al sistema de asilo queda totalmente desamparada durante, al menos, tres años. “Las personas migrantes no pueden optar a un puesto de trabajo hasta que demuestren, mediante el padrón o la tarjeta sanitaria, que llevan tres años viviendo aquí”, explica Esther Lora, abogada de la organización Sos Racismo. Sin embargo, para poder solicitar el arraigo social se necesita un contrato de trabajo: “Aunque alguien lleve tres años aquí, no puede solicitar el permiso de trabajo a la Subdelegación de manera genérica, es necesario un contrato indefinido o de un año y de, por lo menos, 30 horas semanales y firmado por un empresario o empresaria”.

Moussa conoce a mucha gente de la zona. A veces, cuando alguien necesita mano de obra, le preguntan a el si sabe de personas que necesiten trabajar: “Para que yo recomiende a alguien tienen que pagarle, mínimo, siete euros”. No obstante, es consciente de que algunas personas se aprovechan de la situación de vulnerabilidad en la que viven muchas de las migrantes que llegan a nuestros campos. “En verano vi compañeros que trabajaban en invernaderos durante diez horas, sin que les dieran agua fresca ni comida y se iban de allí con 50 euros. Hay gente que no tiene otra opción y se ve obligada a aceptar esas condiciones: trabajan todos los días, de lunes a viernes y a veces también los sábados por la mañana y gana al mes  600 euros”, cuenta Moussa. Por otra parte, también es muy complicado que estas personas puedan acceder a ayudas o subvenciones de la administración. “Normalmente las prestaciones y las ayudas exigen residencia legal. Esta es una manera premeditada de condenar a la gente a la miseria”, afirma Lora.

Carlos Villar, de Ecos do Sur, explica que muchas personas migrantes, en la temporada de la aceituna o de la fresa en el sur, se desplazan hasta esos lugares para trabajar. “Aquí en invierno es más complicado, por eso cuando llega el verano vas a trabajar independientemente de lo que te paguen, porque necesitas vivir el resto del año”, asegura Moussa. Villar explica que “en la temporada de la patata, si que llegan ofertas que muchas veces rechazamos directamente, por ofrecer salario irrisorios. No se debe generalizar, porque a veces si nos encontramos con buenas condiciones, pero es habitual que el trabajo sea precario, que se aprovechen de las personas en situación irregular para ofertar trabajos en condiciones próximas a la explotación”.

Para Esther Lora, la Ley de Extranjería es “la peor muestra de racismo institucional”. Según Brais González el mecanismo de esta ley es de “disciplinamiento” y actúa “dependiendo de las necesidades de trabajo que tenga una determinada comunidad”. Carlos Villar subraya que “se trata de una ley del año 2000 y que está alejada de la realidade; va siendo hora de darle una vuelta”. Por otro lado, Mónica Branco, del Sindicato Labrego Galego, afirma que el principal problema en la administración es la burocracia: “No hay manera ni de hacer una consulta ni manera de arreglar las situaciones que se dan. La única respuesta es que mandes un correo electrónico. Es una situación de indefensión total“.

Moussa asegura que, a lo largo de todos estos años que lleva viviendo aquí, se encontró con muchas personas que trabajaban en el campo a las que se les hacían promesas de contrato: “De todas las personas que conozco que en esa situación, solo a una le acabaron dando los papeles”. A Ousmane también le prometieron un contrato en la granja en la que lleva trabajando varios meses. Cuando tenga los papeles, dice, podrá sacarse el permiso de pesca submarina, que es unha de las cosas que más le gustaba hacer en Senegal. Este verano se cumplirán tres años desde que llegó y podrá obtener la residencia si finalmente ese contrato se materializa. Mientras tanto, continúa caminando y trabajando porque no tiene otra opción.

* Los nombres de las personas migrantes que aparecen en este reportaje no son reales. Preservamos, de esta manera, sus identidades por la situación de vulnerabilidad en la que se encuentran. 

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/migracion/manos-esta-tierra