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Transformar puntos de vista, de uno en uno

Fuentes: La Jornada

Mientras escribo esto, el día después de la toma de posesión, los titulares del New York Times, en forma de banderola, dicen: «Bush en su segunda toma de posesión afirma que diseminar la libertad es el llamado de nuestro tiempo». Dos días antes, en una página interior del Times, apareció una fotografía de una niña […]

Mientras escribo esto, el día después de la toma de posesión, los titulares del New York Times, en forma de banderola, dicen: «Bush en su segunda toma de posesión afirma que diseminar la libertad es el llamado de nuestro tiempo». Dos días antes, en una página interior del Times, apareció una fotografía de una niña llorando, agazapada y cubierta de sangre. El pie de foto reza: «Una niña iraquí grita después de que sus padres fueran asesinados por soldados estadunidenses que dispararon contra su automóvil al no detenerse tras los disparos de advertencia, en Tal Afar, Irak. Los militares investigan el incidente».

Hoy, hay una enorme foto en el Times de gente joven que vitorea al presidente mientras avanza su comitiva por Pennsylvania Avenue. Dudo que dichos jóvenes que vitorean a Bush hayan visto la fotografía de la niñita llorando. Y aun si la vieron, ¿se les ocurriría empalmarla con las palabras de Bush, aquello de diseminar la libertad por todo el mundo?

Esta interrogante me lleva a una más amplia, que la mayoría de nosotros, sospecho, se ha formulado: ¿Qué hace falta para darle un vuelco a la conciencia social, de una racista a otra que favorezca la equidad racial, de estar en favor del programa fiscal de Bush a estar en contra, de estar en favor de la guerra de Irak a oponernos a ella? Desesperadamente buscamos una respuesta, porque sabemos que el futuro de la raza humana depende de un cambio radical en la conciencia social.

Me parece que no necesitamos involucrarnos en algún sofisticado experimento sicológico para saber la respuesta. Más bien es cosa de voltear a vernos y hablar con nuestros amigos. Entonces, aunque nos inquiete, nos percatamos de que no nacimos siendo críticos de la sociedad como es. Hubo un momento en nuestras vidas (o un mes, o un año) que ciertos hechos afloraron ante nosotros, nos sorprendieron y ocasionaron que cuestionáramos creencias que estaban muy fijas en nuestra conciencia, incrustadas ahí por años de prejuicios familiares, educación ortodoxa y saturación de los periódicos, la radio y la televisión.

Esto podría llevarnos a una conclusión simple: todos tenemos la enorme responsabilidad de captar la atención de otros mediante información que no les llega, la cual tiene el potencial de hacerlos repensar ideas que están fijas hace mucho tiempo. Es un pensamiento tan simple que lo pasamos por alto con mucha facilidad mientras buscamos alguna fórmula mágica (desesperados ante la guerra y el poder aparentemente inamovible que detentan manos implacables), alguna estrategia secreta que traiga paz y justicia al país y al mundo.

«¿Qué podemos hacer?» Me lanzan esa pregunta una y otra vez como si tuviera alguna solución misteriosa, desconocida por los demás. Lo extraño es que la pregunta puede formularla alguien sentado en un público de mil personas, pese a que su sola presencia ahí conforma un espacio de información que podría tener consecuencias dramáticas si se transmitiera. La respuesta es tan obvia y profunda como el mantra budista que dice: «Busca la verdad en el punto exacto donde estás parado».

Sí. Vuelvo a pensar en los jóvenes que en la toma de posesión sostenían cartelones en favor del preidente Bush: hay algunos que permanecerían inmutables con la nueva información. Puede uno mostrarles a la niña ensangrentada cuyos padres fueron asesinados con armas estadunidenses y hallarán toda clase de razones para menospreciarla: «Hay accidentes (…) fue una aberración (…) es alto el costo de liberar una nación», y más y más.

Existe un núcleo duro de gente en Estados Unidos que no se conmoverán, no importa qué datos exponga uno, pues es su convicción que la nación siempre trata de hacer el bien, casi siempre hace el bien, en el mundo, pues es un faro de libertad (palabra usada 42 veces en el discurso de toma de posesión de Bush). Pero ese núcleo es minoría, como lo es el núcleo de gente que llevaba carteles de protesta en dicho acto político oficial.

Entre esas dos minorías existe un vasto número de estadunidenses que crecieron creyendo en la bondad de la nación, y a quienes les cuesta trabajo creer otra cosa, pero que pueden repensar sus creencias cuando les damos información que no conocían. ¿No es esa la historia de los movimientos sociales?

Hubo alguna vez en Estados Unidos un núcleo duro que creía en la institución de la esclavitud. Entre los años 30 del siglo XIX -cuando un pequeño grupo de abolicionistas comenzó su agitación- y los 50 del mismo siglo -cuando la desobediencia de los esclavos fugitivos llegó a su clímax- la gente del norte del país, que al principio quiso enfrentar con violencia a los agitadores, terminó abrazando su causa. ¿Qué sucedió durante esos años? Ocurrió que la realidad de la esclavitud, su crueldad, y el heroísmo de quienes resistían, se hizo evidente a los estadunidenses mediante discursos y escritos de los abolicionistas, el testimonio de los esclavos evadidos y la presencia de magníficos testigos negros como Frederick Douglas y Harriet Tubman.

Algo semejante ocurrió en los años del movimiento negro del sur, con el boicot de autobuses en Montgomery, los plantones, las marchas, las caravanas de la libertad. La gente blanca -no sólo en el norte, también en el sur- quedó perpleja al darse cuenta de la larga historia de humillación de millones de personas que habían sido invisibles y que ahora exigían sus derechos.

Al comenzar la guerra de Vietnam, dos terceras partes del pueblo estadunidense la respaldaban. Unos cuantos años después, dos tercios se oponían a ella. Aunque algunos se mantuvieron arrogantes en su belicismo, un tercio de la población supo cosas que tiraron por la borda ideas mantenidas por mucho tiempo acerca de la bondad esencial de la intervención estadunidense en Vietnam. Las consecuencias humanas de las feroces campañas de bombardeo, las misiones de «caza y destrucción», fueron muy claras en la imagen de la niña desnuda que corre por un camino con la piel chamuscada por el napalm, en las mujeres y niños que se agazapan en las trincheras en My Lai mientras los soldados les vacían los rifles en el cuerpo, en los marines que prenden fuego a un caserío campesino mientras los ocupantes se quedan parados, bañados en lágrimas. Tales imágenes hicieron imposible que la mayoría de estadunidenses le creyera al presidente Lyndon Johnson cuando decía que combatíamos por la libertad del pueblo vietnamita, que todo eso valía la pena porque era parte de la lucha mundial contra el comunismo.

En su discurso de toma de posesión, y por cierto en los cuatro años de su primera presidencia, George W. Bush ha insistido en que nuestra violencia en Afganistán y en Irak va en el interés de la libertad y la democracia, y es esencial en la «guerra contra el terrorismo». Cuando comenzó la guerra de Irak, hace casi dos años, casi tres cuartas partes de los estadunidenses respaldaban la guerra. Hoy, las encuestas de opinión pública muestran que por lo menos la mitad de la ciudadanía considera que fue un error ir a la guerra.

Es claro lo que ocurrió en estos dos años: una consistente erosión del respaldo a la guerra, conforme la gente se hizo más y más consciente de que el pueblo iraquí, que se supone recibió a las tropas estadunidenses con flores, se opone masivamente a la ocupación militar. Aunque los principales medios de comunicación se niegan a mostrar la tremenda cuota que la guerra cobra entre los hombres mujeres y niños iraquíes o a mostrar a los soldados estadunidenses con miembros amputados, se filtran suficientes imágenes como éstas, más la sombría y creciente cuota de muertos, y comienzan a tener efectos.

Hay sin embargo aún una gran franja de estadunidenses abierta al cambio, más allá de la minoría de núcleo duro que no se dejará disuadir por los hechos (y sería un gran desperdicio de energía hacerlos objetos de nuestra atención). Para dicha franja amplia, sería importante comparar el grandilocuente discurso de toma de posesión de Bush acerca de la «diseminación de la libertad» con el registro histórico de la expansión estadunidense.

Esto no es sólo desafió para aquellos maestros que pudieran darle información a sus alumnos que no encontrarían en los libros de texto, sino para todo aquel que tenga la oportunidad de hablar con amigos, vecinos y compañeros de trabajo, escribir cartas en los periódicos o convocar a pláticas públicas.

La historia es poderosa: es el relato de las mentiras y las masacres que acompañan nuestra expansión nacional, primero por el continente victimando a los pueblos indígenas, luego en el extranjero donde dejamos muerte y destrucción en nuestras invasiones a Cuba, Puerto Rico, Hawaii y especialmente Filipinas. La prolongada ocupación de Haití y República Dominicana, el envío repetido de marines a Centroamérica, la muerte de millones de coreanos y vietnamitas, en ningún caso resultó en democracia y libertad para sus pueblos.

Añadan a todo eso la cuota de jóvenes estadunidenses, especialmente los pobres, negros y blancos, que no se mide únicamente en cadáveres o miembros cercenados, sino en todas las mentes dañadas, todas esas sensibilidades corrompidas por efecto de la guerra. Todas esas verdades se abren camino, contra todos los obstáculos, y destruyen la credibilidad de los operadores de la guerra, cotejando lo que nos enseña la realidad contra la retórica de los discursos de toma de posesión y los boletines de la Casa Blanca.

El trabajo de un movimiento es impulsar el aprendizaje, hacer evidente la brecha entre la retórica de la «libertad» y la foto de una niña ensangrentada que llora.

Además, hay que ir más allá de la descripción del pasado y el presente, y sugerir alternativas a los caminos de la voracidad y la violencia. A lo largo de la historia, la gente que trabaja por las transformaciones se ha inspirado en visiones de un mundo diferente. Es posible, aquí en Estados Unidos, resaltar nuestra enorme riqueza y sugerir cómo dicha riqueza podría hacer viable una sociedad en verdad justa si no se desperdiciara en guerras, si no la acapararan los súper ricos.

Estas comparaciones hay que hacerlas. Los damnificados por el reciente desastre en Asia, los millones que mueren de sida en Africa, claman por justicia ante los 500 mil millones de dólares en presupuesto militar. Las voces de gente de todo el mundo que se unen año con año en Porto Alegre, Brasil y otros sitios -«otro mundo es posible»- apuntan a un tiempo en que se borren las fronteras nacionales, en que los recursos naturales del mundo sean de provecho para todos. Las falsas promesas de los ricos y poderosos que nos hablan de la «diseminación de la libertad», podrán cumplirse, pero no serán ellos quienes las cumplan sino el esfuerzo concertado de todos nosotros, conforme surja la verdad y crezca nuestro número.

Traducción: Ramón Vera Herrera

* Tomado de The Progressive, marzo de 2005. El trabajo más reciente de Howard Zinn (en colaboración con Anthony Arnove) es Voices of a People’s History of United States