(Continuación) Subimos a un taxi que durante seis horas nos condujo por autopistas del desierto de Sonora, los taxis que transitan por allá son camionetas Suburban y Hummer en su mayoría, son necesarios los de doble tracción por el tipo de terreno. Siete veces nos el conductor se tuvo que detener en puestos de registro […]
Subimos a un taxi que durante seis horas nos condujo por autopistas del desierto de Sonora, los taxis que transitan por allá son camionetas Suburban y Hummer en su mayoría, son necesarios los de doble tracción por el tipo de terreno.
Siete veces nos el conductor se tuvo que detener en puestos de registro de la policía estatal y las siete veces actué como una total mexicana todo lo que había estudiado respecto al país fue lo que me preguntaron, vi cómo detuvieron a docenas que se confundieron en una pregunta y se delataron de ser centroamericanos y suramericanos, en los puestos de registro se juntan docenas de migrantes que apuestan a la suerte de llegar a los poblados fronterizos.
Hay policías que reciben dinero para favorecer y hacerse de oídos sordos a los acentos y a las nacionalidades, hay otros que toman a los migrantes de rehenes porque saben que les irá mejor pidiendo un rescate, hay otros que los encierran durante días con la única finalidad de abusarlos sexualmente y están los más perversos que se los venden al crimen organizado después de haberlos abusado sexualmente. Muchos de estos indocumentados van a dar a las manos de quienes trafican con órganos, también en trata de personas con fines de explotación sexual y laboral. Los que reclutan para convertirlos en mercenarios del crimen organizado.
En el último puesto de registro yo no supe contestar una pregunta pero una mexicana que viajaba con sus sobrinos menores de diez años de edad salió a mi rescate y le dijo al policía que yo era su prima y que era veracruzana que recién me había mudado a Morelos, la coyota se había alejado del grupo y esperaba dentro dl la Suburban. Al subir nuevamente le pregunté a la muchacha que no pasaba de 30 años de edad, ¿por qué me había ayudado? Me dijo: «hoy por ti, mañana por mí».
Las únicas personas que utilizan taxis que van hacia los poblados fronterizos son los coyotes y los migrantes indocumentados, porque son sitios muertos donde hay muy pocos habitantes porque la mayoría o emigró hacia Estados Unidos o lo hizo hacia otros Estados mexicanos.
Faltando poco para llegar a Agua Prieta el conductor se detuvo en una taquería y nos dio quince minutos para comer, ahí presencié una violación de una adolescente que viajaba de indocumentada en otro grupo y nadie se metió a defenderla.
Llegamos al restaurante que era una galera, a la orilla de la carretera estaban estacionados varios taxis y adentro vi un grupo de aproximadamente sesenta personas, busqué el baño porque tenía ganas de orinar, una de las meseras me señaló la parte lateral de lugar, el baño estaba afuera, abrí la puerta y mi sorpresa fue encontrarme con un grupo de once tipos que tenían tirada en el suelo a una jovencita desnuda que abusaban sexualmente, mientras unos la sostenían para que no se moviera otros esperaban su turno.
Cerré la puerta y les dije a los de las mesas cercanas que cerca del baño estaban abusando a una mujer, me dijeron que ya sabían porque la habían ido a sacar del restaurante pero que no podían hacer nada porque andaban armados. La repuesta me indignó más porque me hablaron con una parsimonia como si de comida estuvieran tratando. Un hombre de aproximadamente cincuenta años de edad me dijo que era el tío de la muchacha que tenía 19 años y que no pudo hacer nada cuando entró el grupo de «los vatos» y se la llevaron para el baño, «todos están armados seño y lo mejor es no meterse porque nos matan a todos, ella se va a recuperar».
Comencé a despotricar contra todos y el piloto del taxi se vio obligado a levantarme en vilo, taparme la boca con una mano y meterme dentro de la Suburban, dos hombres que viajaban en el mismo taxi se ofrecieron de voluntarios a cuidar que yo no me bajara. Me dijo el taxista que era la única forma de asegurarme que no fuera abusada y asesinada ahí mismo, por el grupo de «los vatos». Momentos después llegó la coyota que estaba pagando los tacos. Desde la ventaba del taxi vi cómo uno por uno pasaban sobre la jovencita, satisfechos todos se retiraron como quien va a una tienda, compra un dulce, lo paga y se va.
El tío junto a otros hombres la fueron a levantar y la subieron en el taxi y partieron hacia la frontera. La imagen de la niña siendo violada por esos hombres no me dejó dormir durante años, me despertaba en la madrugada, hablando improperios, sudando helado y con las pulsaciones a mil por hora, aquella escena fue parte de las pesadillas que me persiguieron durante noches enteras. En el la suburban agarré la manga de la chaqueta que llevaba puesta y grité con todas mis fuerzas, la mordí hasta cansarme, todos todos guardaron silencio y perdieron las miradas entre sus propias cavilaciones y el paisajes del desierto.
El piloto dijo que eso era normal que sucediera y que aunque se denunciara la policía no hacía nada al respecto. Me dijo que me sintiera privilegiada que con tremendos gritos que di en el restaurante no me hubieran violado a mí también.
En el cruce de Agua Prieta y Napo se bajó la muchacha de Morelos con sus sobrinos, nos dimos un abrazo y con ella se llevó mi agradecimiento por haber intercedido ante el policía estatal.
Al filo de las cinco de la tarde llegamos al hotel El Girasol donde me entregaría la coyota y sería otra la organización que se encargaría de la travesía en el desierto para entregarme a otra organización en Arizona. Lo que vi en ese hotel también me persiguió durante años. Cuartos repletos de personas apiñadas que deliraban en el trance de las drogas que habían ingerido, algunas en pastillas, otras inyectadas, orgías de coyotes entre coyotes, indocumentadas que con sexo pagaban la travesía, otros orando a la Virgen de Guadalupe que tenía altares por doquier.
Se suponía que tenía que partir esa misma noche con el grupo de mujeres pero llegamos una hora tarde y ya habían salido así que sería hasta el siguiente día con el grupo de hombres. Las puertas de las habitaciones estaban de par en par, realmente a nadie le importaba que lo vieran retozando y a quienes estaban bajo el efecto de las drogas mucho menos. Enumerar las nacionalidades estaría de más porque habían personas de varias partes del mundo. El hotel se ofrecía como el mejor del lugar y de hecho lo era, en otras pocilgas la suerte era incierta.
Esa noche dormí en una habitación con la coyota que conocía al papá de quien estaba a cargo del hotel por esa razón tuvimos el privilegio de dormir solas sin que nos molestaran, nos dieron un cuarto en el segundo piso, pusimos la cama junto la puerta y nos acostamos, el coyote nos dijo que solo a él le abriéramos, la noche entera la pasamos en vela porque tocaban la puerta cada cinco minutos en invitaciones para participar en variedad de orgías que ofrecían licor y drogas.
Por la mañana fuimos a desayunar y a conocer el poblado muerto de Agua Prieta, recién salido de una película del medio oeste: casas vacías, abandonadas con agujeros de balas por doquier, hoteles cayéndose a pedazos, ruinas de restaurantes, gasolineras y farmacias. Calles vacías con banquetas bañadas de sangre seca. Un desolación total en el bochorno del infierno fronterizo.
Comimos tacos a dos metros de la frontera que es dividida por una valla de malla y más adelante una muralla de metal que es la famosa «línea» por donde cruzan los que pagan más de veinte mil dólares. En la única farmacia disponible compré tres litros de suero, dos manzanas, dos galletas dulces, una naranja. De Guatemala había llevado dos vendas y ungüento para lesiones musculares. A las cinco de la tarde me puse mi pants negro, mi gorro pasamontañas y los guantes negros, me colgué la mochila en los hombros y me despedí de la coyota, que me dijo que se quedaría a dormir ahí para esperar noticias de que había cruzado, faltando cinco minutos para salir llegó el grupo de mujeres que salió la noche anterior y con el que me tuve que haber ido, las habían agarrado en la frontera ya en territorio estadounidense y las habían deportado, la Patrulla Fronteriza las dejó en la «línea» a unos metros de donde yo había desayunado.
Cuando me vieron y les contaron que yo era la mujer que faltaba y que por haber llegado tarde no me fui con ellas, en un acto sumamente extraño se lanzaron sobre mí y me abrazaron todas, lloraban y decían que se irían conmigo, porque yo tenía suerte.
La palabra suerte me ha acompañado toda mi vida, cuando nací me recibieron las manos de Mamita -mi bisabuela materna-, las de mi abuela y las de la comadrona, cuenta la historia familiar que yo nací a columbón como nacen los hombres y que mi cuerpo estaba cubierto por una manteca blanca como la que traen al nacer las bestias. En Jutiapa cuando las vacas y las yeguas paren y si el bebé viene envuelto en una manteca blanca se dice que trae suerte, yo nací igual entonces dijo Mamita cuando vio a la cipota prieta bañaba en manteca blanca: ¡ve, ésta Chilipuca nació con suerte! Y es algo en lo que he creído por el puro amor a mi bisabuela que tuvo la osadía y que me bautizó como Chilipuca. Chilipuca es el frijol negro grande que en otras partes de Guatemala le llaman piloy. Fui la hija que más pesó al nacer y la única de los cuatro que nació con comadrona. Lo de la comadrona es un privilegio que me enorgullece.
Las mujeres no pasaban de treinta años de edad, estaban cansadas pues llevaban una semana intentando cruzar la frontera y siempre la Patrulla Fronteriza las agarraba y las devolvía a «la línea», querían dormir e intentarlo en otra ocasión pero cuando me vieron desistieron, no había forma de que me soltaran, me tenían abrazada, amurallada completamente.
Estaban seguras de que conmigo cruzarían la frontera, el coyote les dio cinco minutos para que fueran a comprar botellas de agua pura, nuevamente me despedí de la coyota y abordamos tres taxis tipo sedan. La forma de hacerlo había sido estudiada y ensayada: en la puerta del hotel estarían estacionados y nosotros íbamos a salir corriendo y nos acostaríamos en los sillones, de afuera el taxi se vería vacío solo con el conductor, esto era para no levantar sospechas a la policía.
Con mi mochila al hombro y mi ropa negra corrí y salté dentro del taxi, así fue como el grupo de 17 indocumentados, -ocho mujeres y nueve hombres- cruzamos el poblado de Agua Prieta hasta llegar a al desierto, donde se adentró el automóvil y sin detenerse saltamos nuevamente hacia los escasos matorrales donde el coyote a cargo nos daría las instrucciones. Estaba por comenzar mi titánica travesía de los desiertos de Sonora y Arizona.
(Continúa)
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.