Cualquiera que sea a partir de ahora el destino de Túnez, se vuelva o no al anciene regime, haya más o menos paz y democracia, lo cierto es que la victoria en el segundo turno de las presidenciales de Beji Caid Essebsi, ministro torturador de Bourguiba, presidente del Parlamento de Ben Ali, representante de las […]
Cualquiera que sea a partir de ahora el destino de Túnez, se vuelva o no al anciene regime, haya más o menos paz y democracia, lo cierto es que la victoria en el segundo turno de las presidenciales de Beji Caid Essebsi, ministro torturador de Bourguiba, presidente del Parlamento de Ben Ali, representante de las élites económicas del país, cierra el ciclo que comenzó en este país hace ahora cuatro años, con la muerte del olvidado Mohamed Bouazizi y el incendio revolucionario de toda la región árabe. Con independencia de lo que ocurra a partir de ahora, lo cierto es que el triunfo de Essebsi y su partido «restaurador» (del «prestigio del Estado», núcleo de su campaña electoral) significa la muerte simbólica de la llamada «primavera árabe» en el lugar mismo donde nació. ¿Qué queda de esa estimulante irrupción de los pueblos en la historia? La revolución lleva ya muchos meses al margen, sedimentada en una abstención que no ha dejado de crecer en las sucesivas citas electorales; pero a nivel político e institucional, con Moncef Marzouki, el psiquiatra activista de los DDHH que ha ocupado la presidencia en los últimos tres años, desaparece también el último vestigio simbólico del movimiento popular del 14 de Enero.
Hay muchos motivos para inquietarse. El primero es que, desde un punto de vista retórico y político, el discurso electoral de Essebsi se ha construido no contra la dictadura de Ben Ali sino contra el gobierno democrático de la llamada troika (octubre 2011-enero 2014); al contrario que Ennahda, que nombraba la revolución para traicionarla u olvidarla, el nuevo poder no extrae su legitimidad del movimiento popular de 2011 sino del pasado bourguibista y de su autoritarismo paternalista, «indispensable» para restablecer el orden, la seguridad y la «imagen» internacional de Túnez. La ruptura explícita con la fuente revolucionaria de la frágil democracia se expresa en el desprecio demostrado por Essebsi hacia las regiones donde comenzó la intifada contra Ben Ali y hacia sus cientos de mártires y heridos. Para Nidé Tunis, el partido vencedor, sólo hay tres mártires: Lotfi Naghed, representante de su partido en Tataouine, muerto de un infarto durante una manifestación de Ennahda, y los dos líderes del Frente Popular, Chukri Belaid y Mohamed Brahmi, cuyas tumbas visitó durante la campaña y cuya efigie quiere estampar en los billetes de banco. No hubo jamás represión policial en 2011 ni francotiradores ni cientos de muertos y heridos; ni existió, desde luego, Mohamed Bouazizi, olvidado como un perro por la derecha y por la izquierda.
Porque éste es otro de los motivos de inquietud. Casi parece un milagro que Moncef Marzouki haya perdido por una diferencia tan pequeña (54%/45%), habida cuenta de la unanimidad de la campaña contra él. Los medios de comunicación privados y públicos, la patronal, el sindicato UGTT, la mayor parte de los intelectuales y la mayor parte de la izquierda, todos han peleado, con medios a veces sucios y hasta miserables, para «barrer del camino a Marzouki». Este ha sido el llamamiento del Frente Popular, cuya posición sectaria, oportunista y suicida dice mucho acerca de una izquierda que -en palabras de François Burgat- «sale de la historia por la misma pequeña puerta por la que retorna al círculo de los poderes autoritarios». Si exceptuamos algunos nombres dignos de admiración (Chkri Hamed, Seif Soudani, Hela Yousfi, Gilbert Naccach, Qais Said o Charfeddin Klil, linchados bellacamente por los partidarios de Essebsi ), los intelectuales tunecinos y la oposición de izquierdas, por islamofobia eurocéntrica o por fanatismo partidista, han apostado por el retorno al pasado. Esta unanimidad, unida a la prudencia pragmática de Ennahda, favorece un clima social de retrocesos y concesiones antidemocráticas.
A estos dos elementos hay que añadir la adversa situación regional. La amenaza más o menos fantasmagórica de la yihad (que en vísperas de los comicios reivindicó desde Siria el asesinato de Belaid y Brahmi), la descomposición violenta de Libia, la presión argelina y la dictadura militar en Egipto legitiman, una vez más, la necesidad de un «gobierno fuerte» basado en la «lucha contra el terrorismo» y fuerzan a Ennahda, debilitada tras la salida de uno de sus fundadores, el muy coherente ex-primer ministro Hammadi Jebali, a adoptar un perfil cada vez más discreto, a hacer concesiones y a renunciar incluso a una verdadera labor de oposición en el Parlamento. Los recientes acuerdos del Consejo de Seguridad del Golfo, con la reconciliación entre Arabia Saudí y Qatar, y la visita de una delegación qatarí a Egipto, añaden presión a los islamistas moderados. Los «dictadores árabes sin fronteras» (por recordar una expresión del ya citado Burgat) recomponen sus líneas de fractura y arremeten todos juntos -teócratas y generales- contra el enemigo común, que no es -desde luego- la izquierda vencida y complaciente sino los Hermanos Musulmanes y sus ramas locales, ahora sin valedores en la región. A EEUU y la UE les gustaría sostener la frágil democracia en Túnez, como simbólica excepción árabe, y forzar un acuerdo entre Nidé Tunis y Ennahda, pero la inestabilidad regional y el consenso de sus aliados en la zona les pueden llevar eventualmente a aceptar cualquier solución autoritaria que respete sus intereses.
En definitiva, los que con su mejor intención -no hablo de intelectuales e izquierdistas- han votado a Caid Essebsi pensando en la «gobernabilidad» del país, en la experiencia y en la seguridad, convencidos de que el retorno al pasado es imposible y de que la sociedad civil sabrá defender las pequeñas conquistas democráticas, deberían comenzar a tentarse la ropa. La victoria del anciano contrarrevolucionario concentra en manos de su partido, ya mayoritario en la Asamblea y siempre dueño del «Estado profundo», todo el poder. Los tres factores arriba mencionados -el retórico, el político y el regional- empujan a Túnez hacia el restablecimiento de una lógica que se está imponiendo por todas partes. La primera sesión del nuevo Parlamento dejó la sorpresa de una comisión, propuesta por el partido mayoritario y apoyada por el ultraliberal Afek y el populista ULP, para reformar la Constitución que tiene apenas un año de vida. Más indicativos aún son los ataques que desde Nidá Tunis se han desencadenado contra el último resto formal de la revolución, la Instancia Verdad y Dignidad, y contra su presidenta, la activista Sihem Bensedrin, símbolo de la lucha democrática contra el régimen de Ben Ali y ahora objeto también de una sucia campaña de desprestigio. Habilitada para investigar los crímenes de la dictadura y con acceso legal a todos los archivos e instituciones, la Instancia Verdad y Dignidad, cuyos trabajos comenzaron oficialmente hace 15 días, nace aislada y sin apoyo y las declaraciones y maniobras en la sombra de Essebsi y sus mentores hacen temer, si no su disolución, sí su rápida neutralización.
En definitiva, Túnez sucumbe más despacio y con menos violencia a la dinámica contrarrevolucionaria regional. La buena noticia es que se han celebrado elecciones y que la resistencia al retorno -desde la abstención y desde el voto a Marzouki- se ha revelado más numerosa que el deseo de seguridad de las clases medias e intelectuales. Pero no nos engañemos. La desesperación económica, política y social que alimenta la abstención, y la conciencia democrática que ha respaldado al presidente saliente, no cuentan en estos momentos con ninguna organización o proyecto político en los que apoyarse. Ante la defección de la izquierda del Frente Popular, sólo Ennahda podría movilizar ese descontento y esos temores, pero precisamente Ennahda está contra las cuerdas. Detrás de la indudable elegancia y responsabilidad democrática de Rachid Ghanouchi hay una tentativa temerosa, llena de malos recuerdos, de salvar los muebles. La alternativa es simple: o hacen concesiones confiando en que así se les conceda un pedacito del pastel en una democracia fuertemente vigilada o -mejor dicho- en una dictadura mal disfrazada, o fuerzan la situación y sumergen el país en la guerra civil y el caos. Una situación que recuerda mucho sin duda a la de la transición democrática en el Estado español, pero en el norte de Africa y en medio de un terremoto regional.
Entre tanto despidamos con respeto a Moncef Marzouki, cuya partida este país lamentará demasiado tarde. Su delito fue comprender que la única manera de defender la democracia y la soberanía en el mundo árabe es integrar y democratizar a los islamistas moderados; y que la única alternativa a la democracia es el ciclo eterno, al que estamos volviendo, de dictadura, imperialismo y fascismo yihadista. Confiemos en que este enorme traspiés sirva al menos a los demócratas, los izquierdistas y los anti-imperialistas del mundo árabe para barrer del camino a esa vieja izquierda que ha salido de la historia por la misma puerta pequeña por la que ahora se une de nuevo a las miserias del pasado.
Fuente: http://www.naiz.eus/eu/