«Yo que sentí el horror de los espejos» Jorge Luis Borges (Los espejos) En la propia denominación de la izquierda está la maldición que arrastra. Nomen omen, decían los romanos para indicar que el nombre es el destino de cada uno, que no no es posible salir de la trama lingüística que nos determina a […]
«Yo que sentí el horror de los espejos» Jorge Luis Borges (Los espejos)
En la propia denominación de la izquierda está la maldición que arrastra. Nomen omen, decían los romanos para indicar que el nombre es el destino de cada uno, que no no es posible salir de la trama lingüística que nos determina a partir del momento mismo de nuestra primera nominación. La izquierda no es así una posición absoluta, sino uno de los términos del binomio «derecha-izquierda». Ambos términos se definen como lo que el otro no es. La derecha es lo que no es la izquierda, y viceversa. En cuanto a los contenidos de los términos de esa oposición, más de un pensador de buena voluntad como Norberto Bobbio se ha exprimido los sesos para determinarlos. El problema es que los contenidos son siempre resbaladizos y que en toda relación especular vale la sentencia de Rimbaud: «Je est un autre» (Yo es otro). Lo más parecido al otro que sólo se determina por no ser Yo, es un Yo que sólo se determina por no ser el otro. Vacío, falsa universalidad en ambos casos.
La trampa especular en que se debate la izquierda es perfectamente funcional para el capitalismo parlamentario, pues permite disponer a las distintas fuerzas políticas en un orden determinado: unas a la derecha y otras a la izquierda. Sus políticas concretas son indiferentes, pues una se presentará siempre como salvaguardia ante la otra y ambas harán cuanto sea necesario para preservar el capitalismo parlamentario. Así puede la socialdemocracia (la izquierda) aplicar políticas neoliberales extremas y la derecha presentarse como la defensora de los trabajadores. Cambiados los turnos de gobierno, demos por seguro que volverá a ser al revés. Y, sin embargo, el sainete funciona, recordando el viejo chiste atribuido a Churchill: «-¿Qué es el capitalismo? -la explotación del hombre por el hombre. – ¿Y qué es el socialismo? -lo mismo pero al revés.» El viejo chiste reaccionario da cuenta del vacío de unas posiciones políticas definidas más por su confrontación especular y espectacular que por sus contenidos efectivos. Entre la derecha y la izquierda se elige, pero no se decide nada. Sin embargo, el acto político no es como el acto comercial una elección, sino una decisión.
Elegir y decidir no son la misma cosa. Se elige lo que se nos ofrece, como los productos del mercado o los candidatos a un cargo. Se decide, en cambio, el acto que se va a realizar: la decisión tiene consecuencias inmediatas sobre quien decide, determina el rumbo de su vida. Por mucho que la moralina de la libre elección política y mercantil del liberalismo haya hecho opaca la distinción, está claro que no es lo mismo elegir entre la derecha y la izquierda en un capitalismo parlamentario, o elegir entre dos marcas de automóviles o detergentes, que decidir salir a la calle a enfrentarse con un poder sanguinario como están haciendo hoy los pueblos árabes o hicieron los españoles en el 36 o los cubanos en el 58. En una elección participo como lo hace el espectador en un espectáculo y esto me garantiza que, haga lo que haga, ello no tendrá consecuencias directas sobre mi vida. Por ello mismo, la televisión, que me da esta misma garantía es un aparato ideológico de Estado central en las democracias de mercado. En una decisión me juego la vida. Sólo un necio puede creer que elige vivir con otra persona o que elige tener un hijo o que «prefiere» su dignidad a la paz de una tiranía: nada de eso se elige sino que, se sepa o no, se decide.
El problema de la izquierda es que, por su propia autodefinición specular respecto a la derecha, confunde necesariamente elección con decisión. Nos propone que la elijamos -al igual que la derecha- pero siempre que con ello no se decida nada. Es la lógica de la representación, sumada a la del espectáculo: en la representación el representante actúa en lugar del representado; en el espectáculo, ni siquiera el representante actúa, sino que es actuado por fuerzas que lo superan. Triste política sin decisión, sin posiciones, sin tesis, sin nada que afirmar ni defender, pues todo está siempre ya determinado por un secreto mecanismo. Teatro de marionetas infantil o teatro de sombras de la caverna platónica. No hay nada que decidir, nada importa la verdad, mientras dure el espectáculo.
La izquierda a escala internacional fue durante 43 años, del final de la Segunda Guerra Mundial a la caída de el muro de Berlín, espectadora de un espectáculo denominado la Guerra Fría o la coexistencia pacífica en el que las dos grandes potencias y sus bloques respectivos jugaban al equilibrio del terror, pero al equilibrio al fin y al cabo. Ofrecían a escala planetaria la misma necia elección que se imponía dentro de cada democracia parlamentaria. Un bando, un bloque… o el otro. Ambos reproducían internamente variantes del capitalismo. De un lado un capitalismo de Estado surgido sobre el cadáver de la revolución rusa liquidada por Stalin, del otro, regímenes capitalistas democráticos militarizados y controlados policialmente. De los dos lados, se mantenían con escrupuloso cuidado las «condiciones de inexistencia del comunismo» (Althusser). Del lado socialista se escenificaba una imitación grotesca del capitalismo con todas sus instituciones, su Estado, su relación salarial, su parlamento, incluso una piojosa sociedad de consumo de Trabants y Ladas. Del lado capitalista, la explotación proseguía con prudencia y se introducían medidas sociales para evitar, no ya una improbable expansión del campo socialista, sino una mala sorpresa como la de 1917. Ambos bloques enterraron bajo una enorme capa de cemento y plomo el riesgo de la revolución comunista. Lenin yacía para siempre en un sarcófago tan espectacular como el de Chernobil. Ya nadie podía decidir hacer la revolución -excepto el Che o algún otro extravagante, pronto asesinado- pues había que elegir entre un bloque o el otro. Aunque, acabada la guerra fría, el espectáculo que cegaba toda perspectiva de revolución perdiera a uno de sus actores y tuviera que ser sostenido por un solo bando, éste actor solitario no tardó en encontrar sustitutos imaginarios: los árabes, los terroristas etc. La izquierda que no se integró con entusiasmo en el bloque vencedor, no podía ya referirse a un bloque propio, pero mantuvo sus reflejos de la guerra fría, igual que se sigue guardando la sensibilidad de un miembro amputado. El imperialismo era la fuente de todo mal y había que buscar en todo lo que ocurría en el vasto universo un designio del Imperio. La teoría de la conspiración se convirtió así en el sustituto de la política para una izquierda debilitada e impotente. Del análisis marxista, más vale no hablar.
Esta misma lógica conspirativa heredera de los dualismos de guerra fría se nos vuelve a presentar a propósito de la revolución libia y, en general de las inesperadas e inclasificables revoluciones árabes. Estas no han sido dirigidas por la izquierda ni, en realidad, por ninguna corriente política definida. Motivo suficiente para que, desde el primer momento, fuesen clasificadas por la izquierda como «falsas revoluciones» manipuladas desde Washington. ¡Cómo si los Estados Unidos y la UE estuvieran mínimamente descontentos de los valiosos servicios prestados por sus sátrapas árabes! Se llegó al colmo de la sospecha con la revolución libia, pues Libia, a pesar de su acendrado historial de colaboración con las potencias capitalistas dominantes, se denominaba «socialista» y su líder afirmaba de boquilla valores antiimperialistas entre orgía y orgía en los palacios de su amigo Berlusconi. No era posible en el marco imaginario que define a la izquierda que surgiera una revolución democrática y tendencialmente antiimperialista en Libia. Cuando, tras mucho esperar y habiendo permitido a Gadafi aniquilar la revuelta en buena parte del país, los países de la OTAN deciden intervenir para que la oposición libia sólo pueda vencer a Gadafi con su ayuda, todos los temores de la izquierda espectacular y especular se ven confirmados. Gadafi se convierte para algunos – los más extremistas en la disciplina espectacular-, en «el Che o el Bolívar del mundo árabe». Como dentro del laberinto de espejos de la izquierda no importa la realidad de la revolución libia ni la del régimen de Gadafi, pues sólo cuentan los presuntos bandos automáticamente adjudicados, el sátrapa de occidente se convierte en dirigente antiimperialista y el pueblo que este sátrapa oprime brutalmente y reprime con medios militares, en agentes de la CIA. Es tiempo de que salgamos de la impotencia e inanidad que genera ese mundo de espejos y abandonemos las elecciones que nos propone la izquierda por una firme decisión en favor de la libertad y del comunismo. De otro modo, tendremos capitalismo y tiranías para rato.
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