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Una Somalia que no sorprende

Fuentes: Diagonal

Tras un decenio ausente de los medios de comunicación y después del breve estrellato mediático causado por la invasión de Etiopía y EE UU, Somalia vuelve al limbo del silencio informativo en el que perviven tantos conflictos africanos. Parecería descabellado si, sin más explicación, lanzara en estas líneas el mensaje de que nada sorprende en […]

Tras un decenio ausente de los medios de comunicación y después del breve estrellato mediático causado por la invasión de Etiopía y EE UU, Somalia vuelve al limbo del silencio informativo en el que perviven tantos conflictos africanos.

Parecería descabellado si, sin más explicación, lanzara en estas líneas el mensaje de que nada sorprende en la cadena de desenfrenos que han caracterizado los últimos meses en Somalia. Sin embargo, las referencias a este olvidado país del Cuerno africano suponen un compendio de buena parte de los desafueros de Occidente, de sus maneras de actuar y pensar. Unas maneras que, por dogmatizadas, me temo, ya no sorprenden.

No sorprende, lamentablemente, el estrellato de Somalia en nuestros medios de información tras una década de olvido, como no lo hace que lo que allí sucede pronto haya dejado de ser noticia. Nos interesó Somalia porque tenía terroristas que ofrecer y porque Washington la impuso brevemente como protagonista, y no por la precaria situación que vive su población o las numerosas reivindicaciones y propuestas que ésta pudiera manifestar. Sin embargo, sucede que un gran número de países del mundo se encuentran en mucho mejor situación para albergar ramificaciones del terrorismo internacionalmente organizado.

No sorprende, lamentablemente, que, sumidos en una paranoia talibanizadora, nos obstinemos en alarmar sobre las supuestas conexiones del extremismo religioso internacional con la Unión de los Tribunales Islámicos (UTI), a pesar de que éstas eran reducidas afectaban sólo a algunos de sus miembros. Tanto en la UTI como entre los señores de la guerra o el Gobierno existen corrientes islamistas muy diversas. Por tanto, es poco prudente presentar lo acontecido recientemente en Somalia partir de argumentos religiosos. Incluso el factor clánico, tan influyente, no es suficiente para explicarlo.

En cambio, la revolución de la UTI podría ser comprendida partir de tres puntos: uno, su sentido del oportunismo, aprovechando la profunda animadversión de la población hacia Etiopía y EE UU y el extendido descrédito del Gobierno y los señores de la guerra, financiados y apoyados por aquellos; dos, el significativo descenso de los niveles de violencia y la atención en asuntos sociales proporcionada por los Tribunales; y tres, el interés de un buen número de personas en el cambio, hartas de quince años de desmanes.

No sorprende, lamentablemente, que nos hayamos referido a Somalia a través de los sempiternos e ignorantes discursos estereotipados de anarquismo, barbarismo e incapacidad con los que se suele caricaturizar a lo africano, sumados a los de terrorismo, extremismo religioso y represión que frecuentemente acompañan a lo islámico.

Somalia no tiene Estado, ergo viviría sumida en una anarquía caótica, con violencia por doquier, y su población -en particular, las mujeres- no podría mejorar su situación sino a través de la asistencia externa. Sin embargo, sin pretender restar importancia a la crisis humanitaria que vive el país, se ignora que existen formas de organización alternativas -también femeninas y feministas-, que las leyes escritas pueden tener su reflejo en otras normas sociales, que las extensas redes de solidaridad están omnipresentes. Son estas redes, caracterizadas por el apoyo a los miembros del grupo ( partir de vínculos de familia, clan otros), las que explicarían que los colectivos más vulnerables no hayan carecido de protección en estos tiempos de penuria.

No sorprende, lamentablemente, que apuntemos sólo al exterior cuando pensamos en posibles soluciones a la violencia armada en Somalia, dada la presunta incapacidad de su población para salir del atolladero. Mientras, se ningunean los numerosos grupos de sociedad civil organizada, los mecanismos tradicionales de resolución de conflictos (muchos a través de las mujeres) o las autoridades que, aun sin haber sido elegidas a través de unos comicios a la manera occidental, son legítimas representantes de sus paisanos y paisanas.

Como alternativa, desde el exterior se ha impuesto, una vez más, un gobierno títere donde desde el propio presidente hasta buena parte de los ¡90! cargos de ministro o viceministro están copados por antiguos señores de la guerra, que han visto así legitimado su poder. No es sensato esperar que la población confíe, sin más, en una nueva Somalia cuando los que han cambiado kalashnikov por corbata han quedado impunes de tantas atrocidades cometidas.

No sorprende, en definitiva, que sólo nos haya interesado Somalia cuando pensamos que lo que allí sucedía podía afectar nuestras vidas.

Alejandro Pozo es investigador del Centre d’Estudis per la Pau J. M. Delàs, de Justícia i Pau. Fue trabajador humanitario en Somalia.