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La intervención en Libia y la vulneración de la legalidad internacional

Una vuelta a la falsa «moral internacional» del siglo XIX

Fuentes: Afrique-Asie

Europa es hoy la única fuerza capaz de llevar adelante un proyecto de civilización (…) Estados Unidos y China ya han empezado la conquista de África. ¿Hasta cuándo va a esperar Europa para construir el África del mañana? Nicolas Sarkozy, 2007. Los insurgentes libios merecen la ayuda de todos los demócratas. Bernard-Henri Lévy, 2011. Cuando […]

Europa es hoy la única fuerza capaz de llevar adelante un proyecto de civilización (…) Estados Unidos y China ya han empezado la conquista de África. ¿Hasta cuándo va a esperar Europa para construir el África del mañana?

Nicolas Sarkozy, 2007.

Los insurgentes libios merecen la ayuda de todos los demócratas.

Bernard-Henri Lévy, 2011.

Cuando un pueblo pierde su independencia frente al exterior, no mantiene mucho tiempo su democracia en el interior.

Régis Debray, 1987.

Las potencias occidentales invocan una vaga «moral» internacional, parecida a la que imperó en el siglo XIX, a la vez que obvian el derecho internacional al que consideran, si acaso, como un simple conjunto de procedimientos.

Esta «moral», producto sucedáneo occidentalista, está en perfecta sintonía con la vulneración flagrante de los principios fundamentales que constituyen el meollo de la Carta de las Naciones Unidas, y con un claro desprecio a la ONU desde el momento en que el Consejo de Seguridad, órgano oligárquico, es neutralizado por las divisiones entre las grandes potencias y no puede ser manipulado por algunas de ellas. Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña se consideran siempre «la única fuerza capaz de llevar adelante un proyecto de civilización», aunque se enfrenten entre sí cuando sus intereses económicos y financieros no coinciden.

Las operaciones militares y las injerencias indirectas se suceden. El propio Anders Fogh Rasmussen, secretario general de la OTAN, se encarga de anunciarlas: «Como ha demostrado Libia, no podemos saber dónde estallará la próxima crisis, pero estallará» (5 de septiembre de 2011).

No se tiene en cuenta la inquietud expresada por los estados del Sur realmente independientes. Las palabras de Thebo Mbeki, ex presidente de África del Sur, son significativas: «Lo que ha pasado en Libia bien puede ser precursor de lo que puede pasar en otro país. Pienso que todos debemos examinar este problema, porque es un gran desastre» (20 de septiembre de 2011).

Por el contrario, en Francia ha habido una unanimidad casi total a la hora de aplaudir las operaciones bélicas contra Libia y la ejecución sumaria de Muammar Gadafi. De Bernard-Henri Lévy al presidente Sarkozy, pasando por Ignacio Ramonet, de la UMP (derechas) al partido comunista (con algunas reservas), pasando por el partido socialista, así como todos los grandes medios (de Al Jazeera a Le Figaro), «en nombre de una matanza sólo posible, se ha perpetrado una matanza bien real, se ha desatado una guerra civil mortífera» (1) y se ha admitido la vulneración de un principio fundamental vigente, la soberanía de un estado miembro de las Naciones Unidas.

Lo mismo ocurrió en la mayoría de los países occidentales, que no prestaron la menor atención a las propuestas de mediación de la Unión Africana o Venezuela, ni quisieron encomendar a la ONU la responsabilidad de una negociación o una conciliación.

El espíritu guerrero se impuso precipitadamente sin que se produjera la reacción de una opinión pública no concernida, debido a la desaparición del ejército de recluta y a la profesionalización (o incluso la privatización, al menos parcial, como en Irak) de los conflictos armados.

Si la izquierda francesa no se opuso, como había hecho en el pasado contra varias agresiones occidentales, fue porque, más allá del «democratismo» de rigor, se trataba de africanos y árabes y de problemas del «Sur», sin rédito electoral, dado el estado ideológico medio de los franceses al final del mandato de Nicolas Sarkozy (2).

Si la derecha, en especial los conservadores franceses, opta por injerencias cada vez más abiertas en los países del Sur, es porque, más allá de los intereses económicos (sobre todo energéticos) de las grandes corporaciones que operan en el Sur, las aventuras exteriores siempre son bienvenidas en periodos de crisis interna grave.

El resultado global ha sido, si no la muerte del derecho internacional, al menos su entrada en coma profundo (3).

1. La exclusión de la Libia de Gadafi del beneficio del derecho internacional

En un continente donde las elecciones generalmente son puras farsas, la elección presidencial de Costa de Marfil en 2010, verdadero ejemplo de manual, adulterada por una rebelión armada de más de ocho años que contaba con el respaldo de Francia y ocupaba todo el norte del país, dio paso a una intervención de la ONU y del ejército francés para sacar por la fuerza al presidente Gbagbo. La ocupación total de Costa de Marfil por los rebeldes en 2011, con el apoyo de la ONUCI y las tropas francesas de la Licorne, plagada de matanzas (como la de Duekoué), apenas provocó reacciones de los juristas franceses (4).

Parece que los pretextos aducidos por las autoridades francesas (represión contra manifestantes civiles, no respetar el resultado de las «elecciones») han sentado la doctrina prevaleciente en el pensamiento político, que evita proceder a las verificaciones necesarias de las alegaciones políticas oficiales (5).

En nombre de una «legitimidad democrática» indefinida, aprobada por la mayoría coyuntural del Consejo de Seguridad, «estimulada» por un estado juez y parte, hemos llegado al extremo de admitir que un régimen sea derribado por la fuerza para instalar otro, con el apoyo de una de las partes beligerantes.

Con varios meses de intervalo, la intervención en Libia forma parte de la estrategia aplicada en Costa de Marfil, que tiene poco que ver con la política de respaldo tardío a los movimientos populares de Túnez y Egipto (6).

Brutalmente, en nombre de una amenaza para los opositores al régimen de la Yamahiriya cuyo carácter improbable ha demostrado Rony Brauman, a Libia se le negó la condición de sujeto pleno de derecho internacional, de «miembro regular» de la comunidad internacional. Bastó una manifestación el 15 de febrero de 2011 en una ciudad del país, seguida de un motín el 17 en esa misma ciudad de Bengasi, para que un estado que era miembro antiguo de las Naciones Unidas, había ejercido la presidencia de la Unión Africana y firmado tratados con varios países, en particular con Francia e Italia, fuera expulsado de la comunidad internacional. El Consejo de Seguridad se basó en informaciones procedentes de fuentes muy parciales sobre los acontecimientos de Bengasi: los de una de las partes en conflicto (los insurgentes) y un medio de comunicación, Al Jazeera (7), sin llevar a cabo una investigación contradictoria ni buscarle «solución, ante todo, mediante la negociación, la investigación, la mediación, la conciliación (…) u otros medios pacíficos» (artículo 33 de la Carta).

El Consejo de Seguridad adoptó con extrema precipitación (8) la Resolución 1970 del 26 de febrero, es decir, sólo unos días después de que estallaran los disturbios de Bengasi, a diferencia de muchos otros conflictos en el mundo, que provocan reacciones muy tardías (9).

No se tuvieron en cuenta las observaciones de India acerca de que «no existía prácticamente ninguna afirmación creíble sobre la situación en el país». Se consideró inmediatamente culpable al estado libio y se decidió que Muammar Gadafi tenía que comparecer ante la Corte Penal Internacional sin un examen contradictorio de los hechos.

A instigación de Francia, Estados Unidos y Gran Bretaña y pese a la abstención de China, Rusia, India, Brasil y Alemania, se repetía el procedimiento aplicado con Irak, contra el que «había pruebas suficientes», como las que exhibió Colin Powell en 2003, para que Trípoli fuera destruido como lo fuera Bagdad.

La Resolución 1973 del 17 de marzo completaba la 1970 del 26 de febrero. Se basaba en el «deber de proteger a la población civil», sin que el Consejo de Seguridad tuviera reparo en proclamar «su respeto a la soberanía y la independencia» de Libia. Su fin era «el cese de las hostilidades» y de «todas las violencias». Los métodos recomendados para alcanzarlo eran «facilitar el diálogo» mientras se controlaba el espacio aéreo para evitar la intervención de la aviación libia.

La OTAN y luego, bajo su mando, sobre todo Francia y Gran Bretaña, se encargaron de ejecutar las resoluciones del Consejo de Seguridad. Se daban todos los elementos de una arbitrariedad ajena a la legalidad internacional.

En primer lugar, la ambigüedad extrema de las resoluciones. El «deber de proteger preventivamente a la población civil» se parece bastante a la noción de «legítima defensa preventiva», mera elusión de la prohibición de agredir. Además, la noción de «civiles» es imprecisa. ¿Qué decir de los «civiles» armados?

La violencia verbal de Muammar Gadafi no se puede asimilar a una represión ilegal. La noción de «legitimidad democrática» utilizada explícitamente por el Consejo de Seguridad para condenar al régimen de Gbagbo en Costa de Marfil es la referencia implícita que permitió tachar al régimen libio de estado no democrático y amenaza para la paz internacional. El Consejo de Seguridad y las potencias occidentales se erigen así en jueces de la «validez» de los regímenes políticos en el mundo.

Cabe señalar, de entrada, que estas resoluciones 1970 y 1973 tienen un carácter contradictorio. Hacen referencia a la soberanía y a la no injerencia pero «autorizan» a los estados miembros de las Naciones Unidas a tomar «todas las medidas necesarias» para la protección de los civiles, «aunque excluyendo el uso de una fuerza de ocupación extranjera de cualquier clase en cualquier parte del territorio libio» y aclarando que los únicos vuelos autorizados sobre el territorio son aquellos «cuyo propósito sea humanitario».

En segundo lugar, estas resoluciones que dicen una cosa y lo contrario (las Naciones Unidas no han creado el Comité de Estado Mayor ni la policía internacional previstos en la Carta) crearon las condiciones para una intervención de la OTAN, cuyos objetivos y declaraciones oficiales evolucionaron rápidamente de la dimensión «protectora» a la dimensión destructora del régimen de Trípoli.

El Consejo de Seguridad, que debería ser una herramienta de conciliación y mantenimiento de la paz, se convirtió de hecho en un instrumento de guerra. La Declaración Común de Sarkozy, Obama y Cameron del 15 de abril de 2011 es significativa: «no se trata de derrocar a Gadafi por la fuerza», pero «mientras Gadafi esté en el poder, la OTAN … debe mantener sus operaciones».

El recurso a la fuerza armada aérea y a los intensos bombardeos (que duraron ocho meses) de las ciudades y vías de comunicación sólo tenían una finalidad, ayudar al CNT de Bengasi y liquidar el régimen de Gadafi, con la promesa de una contrapartida petrolera al término del conflicto (10).

La intervención terrestre, formalmente prohibida por el Consejo de Seguridad, se produjo incluso antes de que empezaran los ataques aéreos. El informe del CIRET-AVT [Centro Internacional de Investigación sobre el Terrorismo] y del Ct 2R antes citado revela la presencia de miembros de ciertos servicios especiales occidentales (en concreto la DGSE [servicios secretos franceses]), seguida de la intervención militar en el oeste del país de ciertos grupos «binacionales» llegados de varios países occidentales, sobre todo a través de la frontera con Túnez, que estaba abierta. Las entregas de armas (en especial francesas, vía Túnez) fueron cada vez más importantes. También se ha sabido que intervinieron tropas llegadas de Catar.

De manera significativa, el gobierno francés omitió prácticamente cualquier alusión al derecho internacional. Según él, la legalidad se redujo a una medida procesal: la venia del Consejo de Seguridad, cuando sabemos que sus resoluciones no están sometidas a ningún control de legalidad. Lo paradójico es que para los estados occidentales la invocación permanente de los derechos humanos, la democracia y el humanitarismo en general funciona de un modo selectivo. Aunque esta práctica no es nueva, ahora ya se ha vuelto flagrante.

En concreto, si nos ceñimos al mundo árabe, las posturas de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña son caricaturescas, tanto por sus políticas unilaterales como por su comportamiento en el Consejo de Seguridad y, en general, en las Naciones Unidas.

La situación de los curdos, de la minoría chií en los países del Golfo, la represión en Arabia Saudí, Bahrein (11) y los Emiratos, entre los que se encuentra Catar, aliado beligerante de la OTAN contra Libia, no provocan ninguna reacción: en estos casos los derechos humanos y la democracia no preocupan a las potencias occidentales (12).

El caso más palpable es el de Palestina. En el Consejo de Seguridad dos o tres países paralizan el respaldo de la mayoría absoluta de los estados miembros de la Asamblea General de las Naciones Unidas a la admisión de Palestina como miembro permanente de la ONU. Con un «criterio humanitario» muy particular, Estados Unidos y Francia (a su manera) (13) se oponen al reconocimiento pleno del estado palestino ¡porque «podría provocar un recrudecimiento de la violencia, principal obstáculo para la negociación con Israel»!

Después de medio siglo de hostilidad e indiferencia, los países occidentales consideran que el pueblo palestino debe seguir esperando. Por lo tanto su aparatoso respaldo a las «revoluciones árabes» no tiene nada que ver con una posición de principios. «No se puede saludar el advenimiento de la democracia en el mundo árabe y desinteresarse de ella cuando concierne a la cuestión nacional palestina», escribe acertadamente B. Stora (14).

Para las autoridades occidentales hay dos varas de medir la «sensibilidad» por el mundo árabe y el Islam. Todo depende de los intereses que están en juego. El derecho humanitario y los derechos humanos son completamente ajenos a esto.

La guerra de Libia ha dejado muy maltrecho el derecho humanitario. La «protección de la población civil» no pasó de ser una noción abstracta, en perjuicio de los libios convertidos en víctimas de los bombardeos, el racismo y la xenofobia, en milicianos armados por el extranjero o por el estado, y en personas desplazadas que huían de los combates. A lo que se vino a sumar un fenómeno de huida del territorio libio de cientos de miles de trabajadores extranjeros, en las peores condiciones, ante la indiferencia casi total de los países occidentales y la impotencia de los países vecinos. Las operaciones de la OTAN, cuya fuerza de choque fue el ejército francés, su aviación y sus servicios especiales, no respetaron el derecho humanitario, por mucho que [el ministro francés de Asuntos Exteriores] Juppé reaccionara cual damisela ultrajada cuando alguien «osaba» mencionar las víctimas civiles libias de los bombardeos de la OTAN (15).

El informe «Libye: un avenir incertain. Compte rendu de la misión d’évaluation auprès des belligérants libyens» (Libia: un futuro incierto. Informe de la misión de evaluación entre los beligerantes libios; París, mayo de 2011) redactado por una comisión de expertos (uno de los cuales es Y. Bonnet, ex director del contraespionaje francés), sobre el que los medios han guardado un silencio casi absoluto (16), ha dejado constancia de que la revolución libia no ha sido una revolución pacífica, de que los «civiles», ya el 17 de febrero, estaban armados y asaltaron edificios civiles y militares en Bengasi: en Libia no hubo grandes manifestaciones populares pacíficas reprimidas por la fuerza.

La intervención exterior se produjo de manera preventiva menos de 10 días después de los primeros incidentes, y el 2 de marzo, es decir, dos meses después del estallido de los disturbios en el este libio, la Corte Penal Internacional abrió un procedimiento contra Gadafi y su hijo Saif Al-Islam; los bombardeos, que no cesaron durante ocho meses y causaron varios miles de víctimas civiles (ya eran un millar a finales de mayo) perdieron rápidamente su carácter militar para perseguir un fin esencialmente político: derribar el régimen de la Yamahiriya y tratar de acabar con Gadafi y sus allegados con asesinatos selectivos, objetivo que se alcanzó el Sirte el 20 de octubre tras una operación de la aviación francesa (17).

Por eso se bombardearon muchos edificios públicos que carecían de interés estratégico (sobre todo en Trípoli y en las ciudades petroleras Ras Lanuf, Brega y Ajdabiya) (18), como también se bombardearon las vías de comunicación, muchos elementos de infraestructura industrial, monumentos históricos, etc.

En conjunto, estos hechos constituyen crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad que deben ser perseguidos por la justicia penal internacional.

En cuanto a los asesinatos selectivos (como los del ejército israelí contra los mandos palestinos) de allegados de Gadafi (incluidos varios niños) y del propio Gadafi (por ejemplo, el bombardeo del domicilio privado de uno de los hijos de Gadafi, que mató a dos de sus nietos), de ninguna manera pueden considerarse parte de una operación de paz y «protección» bajo la bandera de la ONU. Si la CPI era competente para citar a Gadafi (19), entonces los responsables franceses de los bombardeos y los intentos de asesinato de dirigentes de un estado miembro de las Naciones Unidas, cualesquiera que fuesen las infracciones por ellos cometidas, también son merecedores de las sanciones previstas por el derecho penal internacional. El caso más flagrante es el asesinato del propio Gadafi, con la colaboración activa de la OTAN y la aviación francesa.

La Resolución 1674 del Consejo de Seguridad del 28 de abril de 2006 recuerda que «los ataques dirigidos deliberadamente contra los civiles (…) en situaciones de conflicto armado constituyen una violación flagrante del derecho internacional humanitario». Los asesinatos selectivos tienen un carácter especialmente criminal: la función de la ONU no es ejecutar penas de muerte.

También cabe señalar, entre las ilegalidades flagrantes, los procedimientos seguidos para la congelación de los activos libios públicos y privados. En efecto, las medidas que se tomaron durante la guerra de Libia no tuvieron en cuenta las resoluciones 1452 (2002) y 1735 (2006) del Consejo de Seguridad. Las transferencias hechas por Francia y sus aliados europeos al CNT tampoco han respetado la reglamentación europea.

En realidad, el criterio jurídico occidental sobre Libia se parece a las posiciones de G. Scelle en su manual de 1943 sobre la «Rusia bolchevique». Según este autor clásico, había que considerar a ese régimen «internacionalmente ilegal» (20). No se podía admitir a la «Rusia bolchevique» como sujeto de derecho. De hecho, hasta 1945 no fue admitida parcialmente.

Más de medio siglo después, los quebrantamientos de la legalidad cometidos por los países occidentales en Libia no se consideran tales, porque se trataba de destruir un régimen odioso, «ilegal» por naturaleza.

De modo que no sólo a ciertos pueblos, como el palestino, se les niega la calidad de sujetos plenos de derecho internacional; tampoco ciertos estados, miembros de las Naciones Unidas, tienen «derecho al derecho».

El criterio que se desprende de esta práctica occidental es que el derecho al derecho internacional no lo tienen los estados, sino los regímenes avalados por las potencias occidentales.

2. Continuidad e imperturbabilidad de los juristas

Para un jurista la primera observación que se impone es el silencio ensordecedor de los internacionalistas, similar al que, como mínimo, hipotecó el carácter científico de sus juicios sobre Irak, Kosovo (21), Afganistán y Costa de Marfil, por ejemplo. La doctrina dominante entre los internacionalistas permanece «impasible»: los manuales más recientes no expresan la menor inquietud, aunque evitan ilustrar sus razonamientos académicos con ejemplos tan poco ejemplares.

Muchos de estos doctos profesores de derecho internacional se han vuelto ultraciceronianos: ¡Summum jus, summa injuria! En efecto, para Cicerón un exceso de derecho acarrea las peores injusticias. Alineados tras el personal político mayoritario en Occidente, los juristas consideran que cuando el derecho internacional limita demasiado el «mesianismo», aunque sea guerrero, de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, destruye los valores civilizadores de que es portador. La ideología, rechazada formalmente por ellos, está omnipresente en sus análisis: la «legitimidad» prevalece sobre la «legalidad», ¡algo sorprendente tratándose de juristas! En realidad, admiten de forma implícita que los estados occidentales se regulen a sí mismos en interés del Bien Común.

No es que ellos, denodados defensores del «Estado de derecho», menosprecien la legalidad; para estos juristas lo que hacen las potencias occidentales es situarse «por encima» de un «juridicismo inadaptado» en nombre de la «misión» superior que deben cumplir sin trabas. Dada la inconveniencia de censurar la política exterior de Estados Unidos y su criterio anti multilateralista, tampoco es cuestión de criticar a las autoridades francesas cuando (en pleno auge del «bettato-kouchnerismo» [22]) invocan los derechos humanos para justificar sus injerencias en detrimento de la soberanía de países pequeños y medianos.

En 2010-2011 el presidente Sarkozy llevó muy lejos su «bettatismo» cuando extendió el campo de la injerencia al contencioso electoral (¡toda una primicia!): Francia se erigió, junto con Estados Unidos y la ONU, en juez constitucional, en sustitución de la instancia correspondiente de Costa de Marfil, y acabó recurriendo a la fuerza armada para cambiar el régimen de Abiyán, con un intento de asesinato del presidente L. Gbagbo (23).

La crisis libia ha ido aún más lejos: ha permitido consagrar la noción de «revolución democrática» entre las causas que legitiman la exclusión de la legalidad internacional. Los juristas restablecen así la vieja concepción que hasta mediados del siglo XX (véanse las demostraciones del profesor Le Fur, por ejemplo, en los años treinta y cuarenta) distinguía entre sujetos de derecho internacional y sujetos excluidos de este derecho, creando las condiciones de una nueva hegemonía imperial occidental. No obstante, como la distancia entre el pensamiento jurídico dominante y las posiciones político-mediáticas oficiales tiende a desaparecer, el derecho internacional de los manuales y las revistas académicas sigue siendo un largo río tranquilo, al igual que las páginas que le dedica la Wikipedia (24).

Una parte de estos eminentes autores se centran en los problemas técnicos de la Unión Europea, un «planeta» político más serio, mientras que otros, igual de eminentes, destacan «la resistencia de las soberanías a los progresos del derecho internacional» (!), progresos que califican de «indiscutibles e importantes» en las últimas décadas.

La nueva multipolaridad en gestación no goza de su aprecio: tanto a China (calificándola a menudo de «arrogante») como a Rusia les reprochan que hagan uso de su derecho de veto en el Consejo de Seguridad, porque puede provocar «desorden, incapacidad, insuficiencia de organización». La breve configuración unipolar que sucedió al final de la URSS les gustaba mucho más: gracias a la unipolaridad occidentalista ―que suponían más perdurable― se establecería el imperio efectivo del derecho internacional, el poder que garantizara la «buena gobernanza», por desdoblamiento funcional, dado que Estados Unidos y accesoriamente sus aliados están dotados, sin duda alguna, de una «visión» universalista (25).

En todo caso, el jurista occidental representativo es aquel que no aprecia el principio de soberanía, pese a ser inspirador de la Carta de las Naciones Unidas, tanto más cuanto que el poder del que emana es soberano de facto.

Pocas veces habla de «vulneración» de la legalidad, y menos aún de regresión. Sólo hay «interpretaciones», «ajustes» que tienen la finalidad de defender cada vez mejor los intereses de la Humanidad en su conjunto (26).

El jurista académico prefiere hablar de los «nuevos actores» de la «comunidad» internacional, como las ONG y el «individuo» (27), que están gestando la «sociedad civil» internacional…

La intervención militar en Libia se basó (Resolución 1970 y 1973 del Consejo de Seguridad) en la protección de este individuo «civil» amenazado por un poder odioso, lo mismo que hacían ya en el siglo XIX los países europeos, con sus «intervenciones de humanidad» contra le imperio otomano. Las tesis de la Santa Sede son precursoras de las de Bush, Kouchner y Sarkozy.

El jurista británico H. Wheaton justificaba con el mismo criterio la intervención inglesa en Portugal en 1825, según él «conforme a los principios de la fe política y el honor nacional». Asimismo, añadía, estaba justificada «la intervención de las potencias cristianas de Europa a favor de los griegos». Un siglo después, en 1920, el decano Moye de la Universidad de Montpellier afirmaba sin ambages que «no se pueden negar los beneficios indiscutibles que tantas veces ha acarreado la intromisión (…) Es muy bonito proclamar el respeto a la soberanía incluso bárbara y declarar que un pueblo tiene derecho a ser tan salvaje como le venga en gana. Pero no es menos cierto que el cristianismo y el orden son fuentes de progreso para la humanidad y que muchas naciones han salido ganando cuando sus jefes, ineptos o tiránicos, se han visto obligados a cambiar sus métodos bajo la presión de las potencias europeas. La persuasión, por sí sola, no siempre lo consigue, y a veces es preciso beneficiar a la gente a pesar suyo» (28).

¿A quién no le recuerda esto, con apenas variantes, el análisis que han hecho un siglo después las instancias estadounidenses, francesas, británicas y onusianas contra Gadafi y Gbagbo?

Sólo quienes, todavía hoy, condenan las expediciones coloniales en nombre de una culpabilidad «infundada», cuando, según la doctrina, se trataba de combatir «la barbarie de los pueblos salvajes, ocupando sin título unos territorios sin dueño», son incapaces de percibir el significado civilizador y humanista de las intervenciones occidentales y la eventual necesidad de crear neoprotectorados, incluso en pequeños países occidentales «mal gobernados».

La Fur, eminente titular de la cátedra de derecho internacional de la Facultad de Derecho de París, autor del Précis Dalloz 1931 y de varios manuales entre 1930 y 1945, flanqueado por otros profesores como Bonfils, Fauchille, etc., hacía hincapié en el tema de la Civilización contra la Barbarie: «hay una incompatibilidad de índole entre nosotros y el árabe» porque «la consigna del árabe es: inmovilidad, y la nuestra es ¡adelante!» (sic) (29).

Le Fur, a propósito de la colonización, añade que «Francia ha obrado no sólo en su interés, sino por el bien común de la humanidad».

Para los juristas cortesanos contemporáneos, los estados occidentales, defensores por naturaleza del Bien y el interés general, aspiran, hoy como ayer, a proteger por todos los medios al individuo y a la población civil de los abusos de su propio estado. Pues bien, el libio gadafista es peor que el árabe de antaño: la guerra contra él es «justa». Nada ha cambiado desde que un autor del siglo XIX como H. Wheaton afirmara, como se hace hoy, que «cuando se atenta contra las bases en que descansan el orden y el derecho de la humanidad» el recurso a la fuerza está justificado. Además, el Institut de Droit International no compartía «la utopía de quienes quieren la paz a cualquier precio». G. Scelle, en su manual publicado en 1943 en París, hace su contribución afirmando que cuando un estado puede exhibir «una credencial auténtica y probatoria, la prohibición del recurso a las armas parece difícil de admitir».

Hoy en día poco importa que haya surgido un elemento nuevo, los principios de la Carta de las Naciones Unidas. Francia, para justificar su papel decisivo en la operación contra Trípoli, adujo que poseía todas las credenciales para intervenir, es decir, las que da la ONU, basadas en los derechos humanos, y las que da la OTAN, para salvar a los libios de sí mismos.

Por lo demás, en la doctrina jurídica clásica (Gidel, La Pradelle, Le Fur, Sibert, Verdross, etc.) hay coincidencia en considerar el respeto a la propiedad como principio fundamental de las relaciones internacionales para el mundo civilizado. Según M. Sibert, se trata incluso de «una verdad indiscutible». Pues bien, de todos era conocido, en 2011, el control que tenía el régimen gadafista sobre el petróleo libio, que hasta entonces, para el resto del mundo, era un recurso aleatorio: hoy como ayer, la libertad de comercio «prohíbe» el lucro cesante que acarreaba el acaparamiento tripolitano.

Las voces discrepantes de algunos profesores como Carlo Santulli o P. M. Martin, por ejemplo, se han alzado con fuerza contra la vulneración de la legalidad en el caso libio; no se trata de «defender al régimen» de cara a la opinión pública, «sino simplemente de no transformar el análisis crítico en una propaganda monstruosa». En Libia, como en Costa de Marfil, el mundo occidental y ante todo el estado francés hicieron coro para deshumanizar al «enemigo» (ya fuera L. Gbagbo o M. Gadafi), a pesar de los contratos firmados bajo su patrocinio con los círculos de negocios: «ni la sangre de los libios ni la de los marfileños tiene ningún valor para nosotros», concluye el profesor C. Santulli.

El jurista y el político de derecha, o de cierta «izquierda», se alinean en las mismas posiciones. La «moral» debe prevalecer sobre el «juridicismo estrecho», como declaró en la prensa marfileña el embajador estadounidense a propósito del presidente Gbagbo (30). Para el jurista, el positivismo debe ceder el paso al descriptivismo y al realismo. El debate ya no es de recibo. Como afirma R. de Lacharrière, «hay que acostumbrarse a la idea de que las controversias doctrinales pertenecen al pasado».

La descripción acrítica y complaciente que hacen los juristas de las políticas exteriores supone una legitimación sin reservas. La doctrina llamada «científica», muy «occidentalocéntrica», está en sintonía con los grandes medios. Al adoptar la doctrina de los derechos humanos y la seguridad de que hacen gala las potencias occidentales, que quebranta el conjunto del derecho internacional edificado a partir de 1945 (31), los juristas aceptan el desdoblamiento funcional autoproclamado de la OTAN y sus miembros portadores de valores euroestadounidenses y «civilizadores». No está muy claro si se trata de un «derecho» o un «deber» de injerencia, pero se atropella el principio de no injerencia proclamado por la ONU. Todavía hay algunas vacilaciones sobre el principio de la soberanía (mencionado, por si acaso, en todas las resoluciones del Consejo de Seguridad, incluidas las que lo vulneran), pero la «legitimidad democrática», de confusa definición, es lo que debe prevalecer. No viene al caso cuestionarse la creación de neoprotectorados, ya que oficialmente lo que hay es una asistencia a la «transición democrática».

Con los movimientos populares de 2011 en el mundo árabe, los internacionalistas llegan al extremo de admitir la «revolución» (denostada y tachada de arcaica en otras circunstancias) (32) como generadora de democracia en sí misma.

Si cabe admitir que los juristas no deben limitarse a designar lo deseable, también es cierto que están obligados a cuestionar los procesos de regresión y a ser «vigilantes críticos».

3. La expedición francobritánica: imposición de una política imperial perentoria

La expedición de Francia, Gran Bretaña y otros países en Libia se suma a la tradición imperial de las grandes potencias occidentales. El sarkozismo intenta crear la ilusión de una vuelta a la grandeur de Francia y Europa. Pero, lo mismo que en la época colonial, el petróleo libio, de una calidad excepcional y fácil de extraer, y el gas, son el motivo principal del cambio de régimen en Trípoli. Los acuerdos entre Libia y Francia, Italia y Estados Unidos de los últimos años se consideraban poco fiables. París y Londres, además, abogaban por un nuevo reparto al no haber obtenido las mejores concesiones. Por si fuera poco, se conocían los planes del gobierno libio de elevar la participación del estado en el sector petrolero del 30 % al 51 %. También existía la intención de sustituir las empresas occidentales por otras chinas, rusas e indias. Después de una etapa de compromiso, Trípoli se disponía a poner en práctica una política nueva (33).

La intervención francesa tampoco fue ajena a ciertos asuntos internos. Se aproximaba la elección presidencial y, a imagen de Bush en Estados Unidos, el presidente saliente, malparado en las encuestas, consideró que una rápida y brillante política exterior en Libia (lo que parece confirmado por las exigencias de un calendario muy breve, expresadas en varias ocasiones) compensaría los fracasos en política interior. También había que echar tierra sobre la crisis provocada por los estrechos vínculos de Francia con los regímenes de Ben Ali y Mubarak.

Otro factor que sin duda aceleró la intervención militar de Francia fue la revelación, hecha desde Trípoli, de que la campaña electoral de 2007 de Nicolas Sarkozy se había financiado con «maletines» libios. Además, hacía tiempo que Estados Unidos deseaba que los países europeos tomaran el relevo de los gastos militares occidentales, en particular para «proteger» a África de las alternativas que brindaban China y las potencias emergentes a cada uno de los países africanos. De modo que el protagonismo de Francia en el ataque contra Libia encajaba perfectamente en los planes de Estados Unidos. Por otro lado, esta potencia pretende instalar en Libia, en el golfo de Sirte, el comando unificado (Africom, cuya sede actual es Stuttgart) rechazado hasta ahora por todos los países africanos. Una Libia tutelada permitirá la instalación de este comando 42 años después de que la revolución de Gadafi expulsara las bases estadounidenses de Libia.

Uno de los objetivos más silenciados de la operación para liquidar el régimen de Trípoli es la necesidad de reforzar la seguridad de Israel. Israel necesita países árabes insolidarios con los palestinos, como lo fue eficazmente el Egipto de Mubarak. Los movimientos populares de Túnez y Egipto crearon una inestabilidad peligrosa. Esta incertidumbre debía ser compensada con la desaparición de un régimen libio radicalmente antisionista.

Francia también estaba muy preocupada por los intentos de Gadafi de unir a los africanos. Las vacilaciones de la Unión Africana durante la crisis de Costa de Marfil habían demostrado que la organización africana estaba sumida en contradicciones y que la influencia francesa se había reducido. La influencia de Gadafi y los medios financieros de que disponía rivalizaban fuertemente con los de Francia. La eliminación del dirigente libio (Francia ya lo había intentado varias veces desde 1975 (34) se consideraba, pues, el modo de proteger los intereses franceses en África doblegando a Libia, que estaba a punto de convertirse el financiador alternativo del continente (35).

Esta guerra de Libia, que sucedió a la intervención en Costa de Marfil y a muchas operaciones en Oriente Próximo, tiene un significado general. Los países occidentales están en situación apurada. Incapaces de resolver sus grandes contradicciones de naturaleza económica y financiera, tienden a desarrollar una política exterior agresiva, a pesar de su coste elevado, para recuperar en lo posible los recursos que les faltan y al mismo tiempo para distraer a sus opiniones públicas.

La urgencia también se debe a la irrupción de las potencias emergentes, que perjudican los intereses occidentales al no imponer cláusulas políticas en los contratos y acuerdos que estipulan. Parece que Occidente está convencido de que «mañana será demasiado tarde».

Esta política de urgencia obedece a un «modelo» conocido, cuyas etapas son cada vez más cortas.

La intervención militar no es más que la última etapa de la injerencia; la primera es una operación de descrédito sistemático del régimen que se quiere eliminar.

La segunda etapa consiste en sensibilizar y movilizar a la diáspora, en particular con la ayuda de los «nuevos medios de comunicación» (36): los libios con doble nacionalidad que viven en Europa y Estados Unidos, al parecer, han desempeñado un papel determinante contra Trípoli, pues han contribuido a movilizar a ciertos sectores de la población, en especial a una juventud sin memoria política (37) enfrentada a un poder político que consideraba «agotado» (38).

La tercera etapa consiste en buscar apoyos internacionales. Francia, que encabezaba la agresión contra Libia, procuró formar una coalición no sólo con sus aliados tradicionales (como Italia [39], pese a que este país acababa de estrechar sus lazos con Trípoli en el periodo inmediatamente anterior a la intervención armada) sino también con países del Sur, para poder contar con su aval. La participación de Catar y los Emiratos Árabes, y el respaldo de Arabia Saudí (principal abastecedor de petróleo de China), fueron cruciales para legitimar la intervención militar y disimular formalmente su aspecto neocolonial.

La cuarta etapa consiste en obtener la cobertura de la ONU. Estados Unidos puede prescindir cómodamente de la venia del Consejo de Seguridad; los europeos y en particular Francia, por el contrario, procuran permanecer en el marco de los procedimientos de las Naciones Unidas aunque vulneren sin escrúpulos su espíritu y a menudo las disposiciones fundamentales de las resoluciones del Consejo de Seguridad y de la propia Carta.

Por último, la quinta etapa es la operación militar, que se lleva a cabo con el consentimiento de una opinión pública prefabricada. Esta última etapa demuestra que el Consejo de Seguridad es ya un mero instrumento de injerencia y de guerra, excepto cuando Rusia y China, cuyas prioridades todavía no son políticas sino fundamentalmente económicas, ejercen de forma aleatoria su derecho de veto. Esto pone en evidencia la decadencia global de las Naciones Unidas como estructura de conciliación y mantenimiento de la paz, algo que puede presagiar su muerte, como ocurrió con la Sociedad de Naciones. Cuando hay un conflicto interno en un país al que las potencias quieren sancionar, el Capítulo VII de la Carta permite liquidar su régimen. Los derechos humanos y la «legitimidad democrática» son meros argumentos para legitimar la violencia armada. La «población civil», sin que nadie verifique por un procedimiento contradictorio cuál es realmente y en particular si está desarmada o armada (y por quién), pasa a ser un auténtico sujeto de derecho, inductor de la injerencia (40).

Por último, la falsa moral aducida para justificar esta política se caracteriza por un primitivismo de lo más básico y una enorme vulgaridad ideológica (distinción entre el Bien y el Mal, entre la Democracia y la Dictadura, etc.). Lógicamente, incluye la violencia «justa» contra «el enemigo» y llega al extremo de admitir el asesinato para eliminar a un dirigente indeseable (41).

Durante la guerra de Libia, los bombardeos franceses, amparándose en la fórmula «destrucción de los centros de mando», se dirigieron varias veces contra los allegados de Gadafi (matando a varios de sus hijos y nietos) y contra el propio Gadafi. Estos asesinatos políticos ponían en evidencia que Francia no pretendía ninguna negociación ni conciliación, pero las Naciones Unidas lo pasaron por alto.

Por muchas que sean las peculiaridades del conflicto libio, tampoco se trata de un caso sui géneris.

El significado es general: la crisis global que afecta a la economía mundial bajo la hegemonía occidental provoca una huida hacia delante y puede originar otras operaciones de la misma naturaleza contra varios «enemigos» ya designados, si fracasan los intentos de desestabilización interna pero «asistidos» desde el exterior.

Las contradicciones apremiantes del sistema imponen un orden mundial que excluye la coexistencia de regímenes diferentes y el respeto a la soberanía de cada cual.

Para los pueblos afectados esto significa, una vez más, la desaparición de la soberanía nacional y de la independencia en nombre de una «modernidad» de tipo imperial y de una soberanía «popular» formal; al acaparamiento de los clanes le sucederá un freno al desarrollo debido a la destrucción y la organización, y la corrupción especulativa.

Contra la inercia ideológica de la mayoría de los juristas y de muchos politólogos imperturbables en su complacencia teórica, podemos afirmar sin pecar de exagerados que el derecho internacional ha entrado en coma, la ONU ha fracasado y, en vez de la regulación jurídica, ha surgido una «moral» internacional dudosa, semejante a la del siglo XIX, época dorada de las cañoneras. ¿Será una nueva Conferencia de Berlín, 128 años después de la primera, el modelo implícito de las diplomacias internacionales?

¿Será la guerra de Libia un síntoma más de un retroceso en la civilización?

 

Robert Charvin es jurista internacional, decano honorario de la Facultad de Derecho de Niza

Notas

(1) Y. Quiniou, «Retour sur la guerre néo-coloniale à laquelle nous avons assisté», L’Humanité, 24 de octubre de 2011.

(2) Cf. R. Dumas – J. Vergès, Sarkozy sous BHL, Éditions P.G. De Roux, 2011.

(3) Véase P.M. Martin, que en 2002 publicó «Défaire le droit international: une politique américaine», UTI Sciences Sociales de Toulouse, n.° 3, 2002, pp. 83 ss. En 2011 las autoridades francesas se pusieron a la cabeza de este proceso de «desmantelamiento» del derecho internacional.

(4) Cf. R. Charvin, Côte d’Ivoire 2011. La bataille de la seconde indépendance, L’Harmattan, 2011.

(5) Véase el Informe de la Comisión de Juristas a la que pertenecía el autor, lo que le valió que el nuevo gobierno del presidente A. Ouattara «congelara sus haberes» en Costa de Marfil.

(6) Las autoridades francesas y los grandes medios han equiparado los acontecimientos de Túnez, Egipto y Libia, forjando una «moral» a conveniencia de los intereses franceses para legitimar una operación militar contra el régimen de Gadafi. Lo único que tenían en común los tres regímenes era que habían merecido los halagos del estado francés poco antes de ser condenados por ese mismo estado.

(7) Al Jazeera, que a lo largo de 15 años se había abierto camino en el mundo árabe como una fuente original de información, ha experimentado un brusco viraje y ha desatado una feroz campaña contra los regímenes libio y sirio. Este sesgo pro occidental de la línea editorial en 2011 a raíz del llamamiento a una intervención armada del Consejo de Cooperación del Golfo y de Catar, que provocó la dimisión de varios periodistas, es algo turbio. No obstante, la periodista Marie Bénilde (Le Monde Diplomatique, n.º 117, junio-julio de 2011), sin hacerse más preguntas, considera que Al Jazeera e internet «han sembrado la voz democrática al viento de la historia» (Quand la liberté a le parfum du jasmin, op. cit., pp. 49 ss.).

(8) La misma precipitación de Francia, que reconoció al CNT mucho antes de que tuviera una responsabilidad cualquiera ni un control efectivo de una parte considerable del territorio libio.

(9) El caso extremo es el conflicto palestino-israelí: desde hace más de medio siglo el Consejo de Seguridad ha sido incapaz de encontrarle una salida, pese a las numerosas resoluciones de la Asamblea General.

(10) En las ciudades de Trípoli, Sirte y Sebha no hubo ninguna oposición abierta que acarreara una fuerte represión contra los civiles. No obstante estas ciudades fueron intensamente bombardeadas.

(11) En Bahrein intervino el ejército saudí para reprimir la revolución popular y salvar al régimen, con plena aprobación occidental.

(12) Lo único que se ha publicado en los medios franceses acerca de la condición de las mujeres en Arabia Saudí ha sido la información ―casi elogiosa― del perdón a una saudí que había infringido la prohibición de conducir un automóvil, y el anuncio de que en 2015 las mujeres podrán votar en las elecciones municipales.

(13) El doble juego de Francia es proverbial: votó a favor de la incorporación de Palestina en la UNESCO y luego, en el Consejo de Seguridad, contra su admisión en la ONU.

(14) Cf. Quand la liberté a le parfum du jasmin, op. cit., p. 32.

(15) El profesor Géraud de la Pradelle denuncia el comportamiento de ciertos juristas occidentales que se dedican a explicar a los estados mayores de los ejércitos y, a veces, a los oficiales en el campo de operaciones, cómo sortear los «obstáculos» del derecho humanitario que restan eficacia a las operaciones militares. Cf. «Des faiblesses du droit international humanitaire qui tiennent à sa nature», en Droit humanitaire. États puissants et mouvements de résistance, D. Lagot. (dir.), L’Harmattan, 2010, pp. 33 ss.

(16) Los medios franceses, sobre todo los canales de televisión, han hecho gala de falta de profesionalidad y una enorme mala fe, propalando toda clase de mentiras sobre los acontecimientos relacionados con el conflicto a la vez que callaban sobre de la personalidad de los miembros del CNT (Mohamed Yibril, por ejemplo, ex ministro de Gadafi, se había asociado con B.-H. Lévy en varios negocios, como el comercio de madera de Malasia y Australia). La prensa occidental (con la excepción de l’Humanité en Francia) y las ONG humanitarias (salvo el MRAP) ha pasado de puntillas sobre las matanzas racistas y xenófobas de negros, tanto libios como inmigrantes del África negra. Cientos de miles de libios (se cree que una cantidad aproximada a los 400.000) huyeron a los países vecinos, sobre todo a Túnez. Los bombardeos de la OTAN destruyeron varios hospitales, como, recientemente, el Hospital Avicenas de Sirte, sin que se elevara el habitual coro de condenas de las organizaciones humanitarias.

(17) La ejecución de Muammar Gadafi era una exigencia política, pues las autoridades francesas y estadounidenses consideraban «peligroso» un juicio ante la CPI. El Centre de planification et de conduite des opérations (CPCO), que dirige el Renseignement Militaire y el Service Action de la DGSE, se encargó de asesorar a las unidades del CNT de Sirte para «tratar al Guía libio y a su familia», es decir, eliminarlos.

(18) Por ejemplo, en Trípoli el Tribunal de Cuentas, en Centro Anticorrupción, el Tribunal Superior, varios hospitales, un mercado, sedes de varias asociaciones (como la asociación de ayuda a los discapacitados, del movimiento de mujeres, etc.).

(19) El 29-30 de junio de 2011 la Unión Africana declaró que las órdenes de detención emitidas por la CPI contra Gadafi y sus allegados no debían aplicarse en el territorio africano. Jean Ping, Secretario General de la UA, criticó con dureza a Luis Moreno Ocampo, fiscal de la CPI, diciendo que es un «chiste» (a joke) e invitándole a ejercer el derecho en vez de someterse a la política occidental.

(20) Citado por R. Charvin, «Le droit international tel qu’il a été enseigné», en Mélanges Chaumont, Pédone, 1984, p. 138.

(21) El profesor Guilhaudis, por ejemplo, en su manual de Relations internationales contemporaines, Litec, 2002, ¡osa titular un apartado: «El interminable estallido violento de Yugoslavia, a pesar de la ONU y la OTAN»! (p. 730).

(22) Mario Bettati y Bernard Kouchner son los teóricos e impulsores de la doctrina del «deber de injerencia humanitaria» (N. T.).

(23) En Francia se ha interpuesto una denuncia contra el ejército por «intento de asesinato de L. Gbagbo». La detención del presidente de Costa de Marfil se produjo con la colaboración de fuerzas francesas y marfileñas tras un intenso bombardeo de la residencia de Gbagbo por la Fuerza Licorne francesa.

(24) Cf. R. Charvin, «De le prudence doctrinale face aux nouveaux rapports internationaux», en Mélanges Touscoz, France Europe Éditions, 2007.

(25) El imperio otomano, la monarquía absoluta de Francisco I de Francia y el imperio español tenían la misma ambición.

(26) En 1950, cuando Estados Unidos y el Consejo de Seguridad, a pesar de las disposiciones de la Carta y en ausencia de uno de los miembros permanentes, decidieron intervenir militarmente en Corea, el profesor Sibert, siguiendo la tradición académica, emitió un juicio positivo de la «interpretación liberal» y no «rígida» de la Carta.

(27) Extrañamente, los juristas académicos, en sus enseñanzas, asocian estas dos categorías de «actores» a las empresas transnacionales, como si su peso respectivo en la sociedad internacional fuese equivalente. En cambio nada dicen de las empresas militares privadas que trabajan supuestamente para la seguridad colectiva, como por ejemplo en Irak.

(28) Doyen Moye, Le droit des gens moderne, Sirey, 1920, pp. 219-220.

(29) Cf. «Le droit international tel qu’il a été enseigné. Notes critiques de lecture des traités et manuels (1850-1950)», en Mélanges Chaumont, Pédone, 1994.

(30) R. Charvin, Côte d’Ivoire 2011. La bataille de la seconde indépendance, L’Harmattan, 2011.

(31) P. M. Martin, «Défaire le droit international: une politique américaine», Droit écrit, UTI Sciences Sociales de Toulouse, n.° 3, 2002, pp. 83 ss.

(32) También cabe señalar que la «revolución» se ha admitido como un concepto perfectamente válido en algunas antiguas repúblicas soviéticas (como Ucrania y Georgia).

(33) Esta reorientación puede compararse con la del presidente Gbagbo, que en vísperas de que los occidentales le derrocaran se disponía a salirse del franco-CFA y firmar acuerdos económicos importantes con China.

(34) Entre los intentos de eliminación de Muammar Gadafi se puede citar la operación organizada por el presidente francés Giscard d’Estaing en 1975 (SDEC más varios militares disidentes), los comandos franco-egipcios (durante el mandato de Sadat, en 1977), un atentado en 1979 del Service Action francés que dejó herido a Gadafi, en 1980 el SDC francés y los egipcios vuelven a fallar (lo que provocó la destitución del jefe de los servicios secretos franceses, De Marenches), y también en 1980 un intento (revelado por el presidente italiano Cossiga) de derribar el avión oficial de Gadafi que volaba a Varsovia con la ayuda de la OTAN, en 1984 un intento de golpe de estado apoyado por Estados Unidos, con participación de exiliados y militares, y el bombardeo de la residencia de Gadafi en 1986.

(35) Desde los primeros pasos de la revolución libia, el mundo occidental no perdonó nunca a Trípoli que usara los mismos métodos que Occidente para impulsar su política exterior.

(36) Muchos politólogos destacan el papel político desempeñado por los nuevos modos de comunicación en las «revoluciones» del Sur. Este análisis no tiene en cuenta que gran parte de la población, por lo general muy pobre, los desconoce. Cabe suponer que, una vez más en la historia, se da mucha importancia a las «herramientas» para no tener que examinar unas realidades sociales más profundas. Muchos politólogos, además, se felicitan implícitamente por el papel de las «clases medias» ―un papel siempre indefinido y sobrevalorado en lo político― por su aversión, a menudo explícita, hacia las clases populares.

(37) El régimen de Gadafi tenía 42 años. La juventud, mayoritaria en la población libia, no sabe nada de la monarquía del rey Idris, que reinaba en uno de los países más pobres del mundo, y anhelaba una normalidad más llevadera que la Revolución de la Yamahiriya, incluso después de los compromisos adquiridos por esta a partir de 2002 y a pesar de que Libia tenía el nivel de vida más alto de África.

(38) En los países occidentales se observa el mismo fenómeno, pero no hay estímulos exteriores que lo lleven al paroxismo.

(39) Trípoli, con la colaboración de varias personalidades internacionales, creó el Premio Gadafi de los Derechos Humanos y de los Pueblos. Este premio, el primero otorgado por un país del Sur para no dejar el monopolio del tema de los derechos humanos a las potencias occidentales, se llamaba Gadafi no por decisión de los libios, sino a iniciativa de un francés, que se encontraba en Trípoli y era secretario general de la Federación de Ciudades Hermanadas, al término de una conferencia internacional. El primero en recibir el premio fue Nelson Mandela cuando aún estaba en la cárcel. El último premio lo recibió en 2010 el presidente turco Erdogan por su política solidaria con los palestinos, pero Berlusconi también estuvo a punto de ganarlo por haber reconocido la culpabilidad colonial de Italia.

(40) Los juristas deben plantearse la noción de «civiles armados» y su condición en un conflicto con los poderes públicos, así como el problema de la circulación ilícita de armas a través de las fronteras.

(41) Grotius y Vattel, a quienes se considera fundadores del derecho internacional, condenaron el asesinato de los dirigentes durante los conflictos entre estados.

Traducido por Juan Vivanco para www.larevolucionvive.org.ve

Fuente: http://www.afrique-asie.fr/index.ph…