El martes los votantes en Estados Unidos tendrán la oportunidad de elegir a los 433 miembros de la Cámara de Representantes, 33 de los 100 miembros del Senado, y los gobernadores de 36 de los 50 estados. Es una elección que los republicanos merecen perder y los demócratas no merecen ganar
El sistema electoral estadounidense estipula que los miembros de la Cámara de Representantes -los diputados- se sometan al juicio de sus representados cada dos años. En teoría, esto debería dar una gran movilidad a la Cámara baja del Congreso, pero en la realidad el costo de las campañas y la manipulación de los distritos electorales se han combinado para que la mayoría de los diputados tenga asegurada su reelección.
Más consolidada aun es la posición de los senadores, con lo cual, el próximo 7 de noviembre está en juego sólo un puñado de puestos legislativos.
Y aun así lo que está en juego es mucho más: desde 1994 el Partido Republicano ha mantenido, de manera casi ininterrumpida, la mayoría en ambas cámaras del Congreso. Esto fue una pesadilla para el presidente demócrata Bill Clinton, y no ha sido precisamente una bendición para el republicano George W Bush.
Actualmente en el Senado los republicanos tienen 55 puestos, los demócratas 44 y hay un independiente. Los demócratas tendrían que ganar seis asientos para obtener la mayoría. En la Cámara de Representantes hay 230 republicanos, 201 demócratas, un independiente, y un puesto vacante. Los demócratas necesitan ganar 15 escaños para alcanzar la mayoría.
Tradicionalmente, en las elecciones de «medio término» predominan los asuntos locales, y los votantes toman su decisión sobre tal o cual diputado de acuerdo con el servicio prestado o las promesas ofrecidas en relación con problemas de interés en tal o cual distrito, o quizá en un estado. Pero en esta ocasión los múltiples votos podrían convertirse en un plebiscito sobre la gestión del presidente Bush, dominada por la guerra en Irak.
EL FACTOR BUSH
Como es también tradicional, el presidente realiza giras por todo el país y dice discursos en apoyo de los candidatos locales de su partido. Estas presentaciones tienen un propósito doble: el aliento a los votantes y la recolección de fondos para la campaña.
Pero a cinco años de iniciada la guerra en Afganistán y a 40 meses de la invasión de Irak, la opinión pública en su mayoría se ha volcado contra las campañas militares, por lo cual muchos políticos locales no se sienten del todo cómodos con el abrazo de Bush. Por ejemplo, el candidato republicano al Senado por el estado de Washington, Mike McGavick, afirma en uno de sus avisos de la televisión que «el presidente Bush no entiende nuestra frustración: es tiempo de actuar de manera decisiva y derrotar a los terroristas».
La solución al empantanamiento de más de 140 mil soldados estadounidenses en Irak es, según McGavick, «que se divida el país si es necesario y que nuestras tropas retornen victoriosas». Desde hace unos cinco meses circula en Washington la idea de que Irak está fraccionándose, de hecho, en el norte kurdo, el centro sunita y el sur chiita, y que Estados Unidos no debería seguir empeñando su esfuerzo y la vida de sus soldados por mantenerlo unido.
En Rhode Island, el senador republicano Lincoln Chafee, quien enfrenta el desafío del demócrata Sheldon Whitehouse y su retórica antibélica, recuerda a sus votantes que él se mantuvo «firme contra el Senado y el presidente» y votó en contra de la resolución de 2002 que autorizó a Bush a invadir Irak. Otro que votó contra aquella resolución, y ahora lo recuerda a sus votantes, es el diputado republicano John Hostettler, de Indiana, quien en su propaganda de campaña señala que «la información que teníamos no sustentaba la alegación de que Irak tenía armas químicas, biológicas o radiactivas».
Y en Nueva Jersey el republicano Thomas Kean, que busca quitarle su puesto al senador demócrata Robert Menéndez, sostiene en un aviso de campaña que él quiere «cambiar el rumbo en Irak», y eso empezaría con la destitución del actual jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld.
La economía de Estados Unidos sigue creciendo, a ritmo lento, pero constante. El desempleo y la inflación se mantienen bajos. El país no ha sufrido otro ataque terrorista devastador desde el 11 de setiembre de 2001. El costo de las guerras -en vidas de soldados, en soldados heridos, y en recursos económicos- sigue siendo pequeño en relación con la población y el tamaño de la economía. Pero los estadounidenses están impacientándose con una «guerra contra el terrorismo» a la cual no se le ve progreso ni término.
DEMÓCRATAS SIN BRÚJULA
Si el debate preelectoral para estos comicios estuviese fraccionado, como sería normal, en la miríada de cuestiones a nivel de ciudades, condados, estados, probablemente los republicanos estarían en mejor posición. En algunos asuntos, como la inmigración que preocupa de manera más prominente a los votantes en los estados del suroeste, los candidatos republicanos ofrecen respuestas claras que el electorado entiende: control de la frontera, penalización por el empleo de inmigrantes indocumentados, deportaciones. Los demócratas levantan la voz contra todas estas medidas, pero no explican cómo atenderán las necesidades de las escuelas y los hospitales donde crece rápidamente la población inmigrante.
De todos modos la insistencia de la administración Bush, y el oportunismo del Partido Demócrata, han puesto la guerra de Irak en el centro del debate, y esto que perjudica a los republicanos oculta la otra mitad de la historia: que los demócratas proponen nada.
El Partido Demócrata se ha esmerado en la crítica de todo lo que hace la administración de Bush, y la lleva a cabo de manera constante y cuidadosa. Pero hasta ahora ningún dirigente del Partido Demócrata, ni algún candidato al Senado o a la Cámara de Representantes ha presentado un plan concreto que ofrezca alguna solución ya sea para la guerra en Irak o el conflicto en Afganistán.
Aparentemente, los demócratas han llegado a la conclusión de que capitalizarán en estas elecciones dos factores: el desaliento del votante republicano más conservador, y la agitación de los votantes demócratas o independientes más pacifistas.
FRACTURA REPUBLICANA
Cuando en las elecciones de 1994 conquistaron la mayoría en el Congreso, los republicanos llegaron con una plataforma muy detallada a la que bautizaron «Contrato con Estados Unidos». Fue la concreción de una «revolución conservadora» que se había iniciado en los años ochenta con el presidente Ronald Reagan, y a la cual los conservadores reaganianos querían darle el ímpetu decisivo.
El programa incluía la reducción de impuestos, la poda del papel del Estado en la economía, los recortes sustanciales en los programas de asistencia social, la ilegalización del aborto y la instauración de las oraciones en las escuelas públicas. En política internacional, en general, estos conservadores eran aislacionistas y militaristas: Estados Unidos no debería involucrarse en los conflictos de otras partes del mundo a menos que presentaran una amenaza clara y directa, en cuyo caso la respuesta debería ser contundente, para lo cual obviamente se requería una fuerza militar superior a la del resto del planeta. Doce años después se ha quebrado la alianza entre los sectores más conservadores del electorado, los votantes cristianos evangélicos y el Partido Republicano.
«¿Dónde fue que la revolución perdió su rumbo? -se preguntó esta semana el ex jefe de la mayoría republicana en la Cámara de Representantes Dick Armey-. La respuesta es sencilla: los legisladores republicanos olvidaron los principios del partido, se enamoraron del poder y los puestos, y pusieron la ventaja política sobre las grandes políticas.»
«El gobierno está fuera de control -añadió Armey-. En lugar de achicar el gobierno ahora tenemos un nuevo beneficio de subsidio de medicamentos para los ancianos que cuesta 1.200 millones de dólares, y el gasto fiscal aparte del militar crece a un ritmo dos veces más alto que durante la administración de Clinton. El sistema de jubilaciones está en quiebra, y hay más naciones que adquieren armas nucleares. Pero los legisladores republicanos están ocupados en proyectos de ley que prohíban la quema de la bandera o el casamiento de homosexuales.»
Una fuente de apoyo firme para Bush ha sido el bloque de votantes cristianos evangélicos. Pero también ahí hay fracturas: en los últimos tres años de pronto los evangélicos han prestado más atención a los problemas ambientales y llegaron a la conclusión de que el mandato bíblico obliga a que los humanos seamos cuidadosos con el resto de la naturaleza.
La administración de Bush ha dejado de lado el Protocolo de Kyoto para la reducción de la contaminación atmosférica, y tanto el presidente como sus portavoces han puesto en duda los datos científicos que vinculan el cambio climático con la contaminación industrial. Los evangélicos ahora dicen que, a la hora de votar, el buen cristiano ha de tener en cuenta la posición de sus diputados y senadores sobre el ambiente.
Y doce años de hegemonía han pasado su cuota de corrupción al Partido Republicano, que llegó dispuesto a sanear el Congreso. Ha habido escándalos por los negociados de los lobbysts (cabilderos, gestores), y hace pocas semanas salió a luz que un diputado de Florida, Mark Foley, había intercambiado mensajes electrónicos de contenido sexual con varios de los jovencitos que pasan un año como mensajeros y ujieres en el Congreso.
CABLES CRUZADOS
Dos ejemplos de la diversidad de asuntos en juego en las elecciones legislativas de Estados Unidos ocurren en los estados de Virginia y Maryland, vecinos ambos de Washington.
En Virginia el senador republicano George Allen busca su reelección en una campaña muy reñida con el aspirante demócrata James Webb. Las encuestas muestran a ambos muy parejos en la preferencia de los votantes. También aquí el «contexto nacional» distorsiona el panorama: Webb muestra una y otra vez que Allen «ha apoyado en el 96 por ciento de sus votos y decisiones la política de Bush en Irak, que consiste en mantener el mismo rumbo aunque sea al desastre».
Pero luego están los componentes puramente locales. El 7 de noviembre los votantes de Virginia también tienen la oportunidad de pronunciarse en un plebiscito sobre una enmienda a la Constitución del Estado que definiría el matrimonio exclusivamente como la unión de un hombre y una mujer. En primera instancia tal plebiscito debería beneficiar a Webb atrayendo a la votación a los electores cristianos evangélicos. Pero estos votantes son los que están desencantados con el Partido Republicano.
Ocurre que la misma enmienda también es muy atractiva para los votantes negros de Virginia. Y el problema es que muchos negros, que son el 20 por ciento de la población de Virginia, consideran que Allen no presta la atención debida a la discriminación y no merece un segundo mandato en el Senado. Las encuestas señalan que el 81 por ciento de los votantes negros simpatiza con Webb.
Al otro lado del río Potomac, la jubilación del veterano senador demócrata Paul Sarbanes ha dejado abierta la contienda entre el demócrata Ben Cardin, un judío que ha sido miembro de la Cámara de Representantes desde 1986, y el católico republicano Michael Steele, quien es el vicegobernador de Maryland. El ingrediente que trastorna todos los cálculos en Maryland es que mientras Cardin es blanco, Steele es negro, de hecho uno más del creciente número de políticos negros que alcanzan posiciones prominentes en el Partido Republicano.
La vinculación del «voto negro» y los dos partidos dominantes en la política de Estados Unidos ha cambiado a lo largo de la historia. Fue el Partido Republicano, con Abraham Lincoln a la cabeza, el que libró una guerra con el sur esclavista y proclamó la emancipación de los esclavos en 1865. Fueron los políticos demócratas los que perpetuaron la segregación en el sur, hasta que en 1965, un siglo después de la emancipación, el presidente demócrata Lyndon Johnson promulgó la ley de derechos civiles. Durante más de tres décadas, el Partido Demócrata ha dado por seguro el voto de los negros, al igual que el de los hispanos, las mujeres y los sindicalistas.
En algunos asuntos, como la familia tradicional, los valores religiosos y la promoción de las empresas pequeñas y negocios individuales, el Partido Republicano ha respondido en años recientes de manera más satisfactoria a las aspiraciones de muchos negros. A su vez, la insistencia de los demócratas en los programas de asistencia social encuentra una resistencia creciente entre iglesias y grupos activistas negros que ven en tales programas una receta para la dependencia.
La paradoja en Maryland es que algunos ataques de matiz claramente racista contra el republicano Steele no han levantado la voz airada de protesta de las organizaciones negras más prominentes, que siguen esperando los favores del Partido Demócrata. Así, en Virginia, el republicano Allen puede perder la elección porque los negros lo consideran racista, mientras que en Maryland el republicano Steele podría ganarla si la mayoría de los negros abandona el Partido Demócrata.